Suelo sentirme mal en lugares sobrepoblados de guaruras. Así me sentí hace como dos semanas. Buscaba la dirección de un cliente editorial en cierta colonia fufurufa de Torreón y de repente me vi metido en una madriguera de guardaespaldas. Era una callecita con casas muy lujosas, todas tirándole a lo obsceno, esas residenciotas en las que jamás se ven los dueños y parecen inaccesibles hasta para un comando de la CIA encabezado por Sylvester Stallone y Chuck Norris (ambos con cuchillo entre los dientes). Allí, mientras desde el coche a vuelta de rueda veía los números de cada humilde búnker, sentí que desde varias trocas y desde las banquetas me miraba una bien distribuida horda de guaruras. Me sentí poco menos que un azquel y como pude escapé, con la mejor cara de Gutierritos que me sale cuando noto que me ven con suspicacia abusona los vigilantes, cualquiera que sea su rango (como los de Sanborns, quienes hablan con su pedorro radio a no sé dónde apenas entra uno a la tienda).
La anécdota de los guaruras terminó con una pincelada de hermosa plasticidad: mientras yo escapaba de aquel incómodo lugar, un guarro (apócope deformado y fresón de “guarura”) llegaba con dos megabolsas de pollo, cada una con cuatro contenedores blancos y cuadrados de los que sirven para colocar las raciones de comida. La imagen me acompañó durante un rato, pues pensé en lo que costaría cada escolta si consideramos sueldo, comida, armas, vehículo, combustible y seguro (social y de vida). Luego pensé en algo peor y acaso más sutil: ¿cuánta fuerza de trabajo, cuánta creatividad se desperdicia es las innumerables chambas de vigilancia que en el México de hoy son las únicas que han aumentado de todo el mercado laboral? Ahí dejé mis sesudas anotaciones en el aire y olvidé el asunto.
Ayer lo recordé al leer una nota de El Universal sobre el costo per cápita anual, según la Concamin, por concepto de seguridad: casi diez mil pesos. No sé si es mucho o poco, pues para saberlo debemos contrastar esa cifra con lo que paga cada ciudadano en otros países. Por el tono de la declaración, sin embargo, parece que es mucho: “La Confederación de Cámaras Industriales de México (Concamin) aseguró que en un año cada persona en el país destina 770 dólares en promedio (9 mil 640 pesos) en temas relacionados con la inseguridad, cifra equivalente a 7% del Producto Interno Bruto”. Luego añade: “Salomón Presburger, presidente del organismo, comentó que de los 770 dólares, 2.1% se destina al concepto de transferencias (víctimas a victimarios); 0.8% al pago de seguros contra la inseguridad, y el restante a la contratación de seguridad, pública y privada”.
Desde una perspectiva nada numérica pero sí social, es en lo que pienso cuando veo contingentes dedicados al patrullaje, esas camionetas que a veces llevan seis o más elementos cada una. ¿Cuánto le cuesta eso al país? ¿Por qué el malévolo e inconsulto capricho de un gobierno genera una sangría de ese tamaño ante una realidad plagada de carencias de lo básico como alimento, vivienda, vestido y educación?
Sé que hay una relación estrecha entre pobreza e inseguridad, pero jamás dejará de parecerme ingrato que la prioridad del gobernante sea armar y vigilar sin que por otro lado reciba impulso una guerra infinitamente más importante: la guerra contra la inequidad. Al final, en todo hay o debe haber política y por ahora no es nada oportuna en términos sociales la famosa cruzada contra el Mal. Un poco de suspicacia, sólo un poco, permite apreciar que la guerra que en este sexenio ha provocado un desangramiento real y otro metafórico (el de los dineros) quiso servir en un principio para legitimar y controlar (parece título de Foucault) y en el futuro podrá ser un instrumento para vigilar y castigar (ahora sí es un título de Foucault). Sea como fuere, es lamentable que tanto dinero sea invertido en la triste lucha contra la inseguridad y a favor de la intimidación.
La anécdota de los guaruras terminó con una pincelada de hermosa plasticidad: mientras yo escapaba de aquel incómodo lugar, un guarro (apócope deformado y fresón de “guarura”) llegaba con dos megabolsas de pollo, cada una con cuatro contenedores blancos y cuadrados de los que sirven para colocar las raciones de comida. La imagen me acompañó durante un rato, pues pensé en lo que costaría cada escolta si consideramos sueldo, comida, armas, vehículo, combustible y seguro (social y de vida). Luego pensé en algo peor y acaso más sutil: ¿cuánta fuerza de trabajo, cuánta creatividad se desperdicia es las innumerables chambas de vigilancia que en el México de hoy son las únicas que han aumentado de todo el mercado laboral? Ahí dejé mis sesudas anotaciones en el aire y olvidé el asunto.
Ayer lo recordé al leer una nota de El Universal sobre el costo per cápita anual, según la Concamin, por concepto de seguridad: casi diez mil pesos. No sé si es mucho o poco, pues para saberlo debemos contrastar esa cifra con lo que paga cada ciudadano en otros países. Por el tono de la declaración, sin embargo, parece que es mucho: “La Confederación de Cámaras Industriales de México (Concamin) aseguró que en un año cada persona en el país destina 770 dólares en promedio (9 mil 640 pesos) en temas relacionados con la inseguridad, cifra equivalente a 7% del Producto Interno Bruto”. Luego añade: “Salomón Presburger, presidente del organismo, comentó que de los 770 dólares, 2.1% se destina al concepto de transferencias (víctimas a victimarios); 0.8% al pago de seguros contra la inseguridad, y el restante a la contratación de seguridad, pública y privada”.
Desde una perspectiva nada numérica pero sí social, es en lo que pienso cuando veo contingentes dedicados al patrullaje, esas camionetas que a veces llevan seis o más elementos cada una. ¿Cuánto le cuesta eso al país? ¿Por qué el malévolo e inconsulto capricho de un gobierno genera una sangría de ese tamaño ante una realidad plagada de carencias de lo básico como alimento, vivienda, vestido y educación?
Sé que hay una relación estrecha entre pobreza e inseguridad, pero jamás dejará de parecerme ingrato que la prioridad del gobernante sea armar y vigilar sin que por otro lado reciba impulso una guerra infinitamente más importante: la guerra contra la inequidad. Al final, en todo hay o debe haber política y por ahora no es nada oportuna en términos sociales la famosa cruzada contra el Mal. Un poco de suspicacia, sólo un poco, permite apreciar que la guerra que en este sexenio ha provocado un desangramiento real y otro metafórico (el de los dineros) quiso servir en un principio para legitimar y controlar (parece título de Foucault) y en el futuro podrá ser un instrumento para vigilar y castigar (ahora sí es un título de Foucault). Sea como fuere, es lamentable que tanto dinero sea invertido en la triste lucha contra la inseguridad y a favor de la intimidación.