Hace dos meses me volaron el medidor del agua. Por supuesto, fui a Simas con la angustia al hombro y pensé que allí solucionarían mi problema. La respuesta fue que no tenían respuesta. Un joven descortés, recuerdo, sólo me dijo al teléfono que no había medidores, que por mientras pusiera el agua “directa” y cuando fueran a instalarme el nuevo medidor cargarían el cobro a mi recibo. He estado esperando ese cobro, para no pagarlo, pues si me robaron el medidor no fue mi culpa. En fin. El caso es que pagué un plomero para que hiciera la conexión directa y así duró dos meses. Ayer, el tubito desapareció y volví a solicitar los servicios del plomero. En resumen, una linda historia: “El cuento del ciudadano que cada dos meses se quedaba sin agua y tenía que contratar un plomero mientras a la empresa de aguas le llegan nuevos medidores”. Narro esta pequeña vicisitud porque en ella late la noción de ciudadanía.
Creo que moriré sin entender la falta de sentido común frente a la convivencia. Si algo me puede (“me puede”, qué hermosa expresión popular para decir “me preocupa”) en este sentido, es ver el desdén olímpico con el que tratamos a los ciudadanos con los que convivimos. En casi todo se manifiesta una irrespetuosidad digna de horror, como el desdén del joven telefonista de Simas que simplemente me mandó al carajo en un momento en el que cualquier ciudadano se siente agraviado (por el robo) y en apuros (por la falta de agua). En vez de tranquilizarme, respondió fulminante, imperativo: “Póngala directa”. Así que enfatizo: en casi todos lados vemos esa falta de sentido común para comportarnos frente al otro.
No vivo en una colonia cerrada y todos los malditos días soy testigo y víctima de infamias-hormiga: los paseantes mañaneros que sacan a sus perros y con toda tranquilidad permiten que se caguen en mi vapuleado jardincito; los transeúntes anónimos que sin empacho dejan bolsas de basura en mi canasta de la ídem; los repartidores de publicidad que me dejan cinco anuncios con la misma oferta. Eso por mencionar sólo a los que deambulan fuera de la casa. Más allá, todo empeora. Los gestos de nula urbanidad se multiplican como chancros a medida que uno recorre la ciudad y no hay pastillas de Dalai que sean capaces de calmar la rabia ante lo que se puede ver por todas partes.
Sin autopiropos, simplemente porque soy conciente de algunas reglas básicas para convivir en la urbe, puedo afirmar que no tiro chicles en las calles, no tengo mascotas y por lo tanto no recojo sus heces, no tiro basura en el espacio público, cuido el agua, uso cinturón de seguridad, respeto al peatón y los señalamientos viales, no conduzco ebrio, cuido el mobiliario urbano, no grafiteo, respeto los lugares reservados para personas con discapacidad, mujeres libres de violencia sexual en el transporte y vía pública. ¿Esto significa que soy buen ciudadano? Creo que para serlo hace falta una escalera más grande y otra chiquita, pero según el decálogo de ciudadanía propuesto por el Gobierno del Distrito Federal, quien acata los diez flamantes mandamientos de la ley de Marcelo está en posición de tenerse por buen ciudadano.
Atender el decálogo me parece lo más simple que uno puede hacer en la ciudad, pero asombrosamente hay, como digo, miles de ciudadanos a los que les importa un pito alguno o varios ítems de tabla marcelina. Por eso subrayo el poco o nulo sentido común de los vecinos que, por ejemplo, tienen uno o hasta dos o tres perros y los sacan a pasear/mear/cagar sin importar qué suelo infesten. O la poquísima madre de algún campechano caminante que va engullendo unas papitas y cuando termina simplemente arroja el celofán a cualquier parte.
No tirar el chicle en las calles; recoger las heces de las mascotas; no tirar basura en el espacio público; cuidar el agua; usar el cinturón de seguridad; respetar al peatón y los señalamientos viales; no conducir en estado de ebriedad; cuidar el mobiliario urbano; no pintar ni grafitear lugares públicos y privados; espetar espacios reservados para personas con discapacidad, ancianos o mujeres con niños. Tal es el decálogo propuesto a los ciudadanos del DF. Parece poco, pero si lo acatáramos tal vez gozaríamos, como dice Spota, casi el paraíso.
Creo que moriré sin entender la falta de sentido común frente a la convivencia. Si algo me puede (“me puede”, qué hermosa expresión popular para decir “me preocupa”) en este sentido, es ver el desdén olímpico con el que tratamos a los ciudadanos con los que convivimos. En casi todo se manifiesta una irrespetuosidad digna de horror, como el desdén del joven telefonista de Simas que simplemente me mandó al carajo en un momento en el que cualquier ciudadano se siente agraviado (por el robo) y en apuros (por la falta de agua). En vez de tranquilizarme, respondió fulminante, imperativo: “Póngala directa”. Así que enfatizo: en casi todos lados vemos esa falta de sentido común para comportarnos frente al otro.
No vivo en una colonia cerrada y todos los malditos días soy testigo y víctima de infamias-hormiga: los paseantes mañaneros que sacan a sus perros y con toda tranquilidad permiten que se caguen en mi vapuleado jardincito; los transeúntes anónimos que sin empacho dejan bolsas de basura en mi canasta de la ídem; los repartidores de publicidad que me dejan cinco anuncios con la misma oferta. Eso por mencionar sólo a los que deambulan fuera de la casa. Más allá, todo empeora. Los gestos de nula urbanidad se multiplican como chancros a medida que uno recorre la ciudad y no hay pastillas de Dalai que sean capaces de calmar la rabia ante lo que se puede ver por todas partes.
Sin autopiropos, simplemente porque soy conciente de algunas reglas básicas para convivir en la urbe, puedo afirmar que no tiro chicles en las calles, no tengo mascotas y por lo tanto no recojo sus heces, no tiro basura en el espacio público, cuido el agua, uso cinturón de seguridad, respeto al peatón y los señalamientos viales, no conduzco ebrio, cuido el mobiliario urbano, no grafiteo, respeto los lugares reservados para personas con discapacidad, mujeres libres de violencia sexual en el transporte y vía pública. ¿Esto significa que soy buen ciudadano? Creo que para serlo hace falta una escalera más grande y otra chiquita, pero según el decálogo de ciudadanía propuesto por el Gobierno del Distrito Federal, quien acata los diez flamantes mandamientos de la ley de Marcelo está en posición de tenerse por buen ciudadano.
Atender el decálogo me parece lo más simple que uno puede hacer en la ciudad, pero asombrosamente hay, como digo, miles de ciudadanos a los que les importa un pito alguno o varios ítems de tabla marcelina. Por eso subrayo el poco o nulo sentido común de los vecinos que, por ejemplo, tienen uno o hasta dos o tres perros y los sacan a pasear/mear/cagar sin importar qué suelo infesten. O la poquísima madre de algún campechano caminante que va engullendo unas papitas y cuando termina simplemente arroja el celofán a cualquier parte.
No tirar el chicle en las calles; recoger las heces de las mascotas; no tirar basura en el espacio público; cuidar el agua; usar el cinturón de seguridad; respetar al peatón y los señalamientos viales; no conducir en estado de ebriedad; cuidar el mobiliario urbano; no pintar ni grafitear lugares públicos y privados; espetar espacios reservados para personas con discapacidad, ancianos o mujeres con niños. Tal es el decálogo propuesto a los ciudadanos del DF. Parece poco, pero si lo acatáramos tal vez gozaríamos, como dice Spota, casi el paraíso.