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miércoles, septiembre 29, 2010

Mínima ciudadanía



Hace dos meses me volaron el medidor del agua. Por supuesto, fui a Simas con la angustia al hombro y pensé que allí solucionarían mi problema. La respuesta fue que no tenían respuesta. Un joven descortés, recuerdo, sólo me dijo al teléfono que no había medidores, que por mientras pusiera el agua “directa” y cuando fueran a instalarme el nuevo medidor cargarían el cobro a mi recibo. He estado esperando ese cobro, para no pagarlo, pues si me robaron el medidor no fue mi culpa. En fin. El caso es que pagué un plomero para que hiciera la conexión directa y así duró dos meses. Ayer, el tubito desapareció y volví a solicitar los servicios del plomero. En resumen, una linda historia: “El cuento del ciudadano que cada dos meses se quedaba sin agua y tenía que contratar un plomero mientras a la empresa de aguas le llegan nuevos medidores”. Narro esta pequeña vicisitud porque en ella late la noción de ciudadanía.
Creo que moriré sin entender la falta de sentido común frente a la convivencia. Si algo me puede (“me puede”, qué hermosa expresión popular para decir “me preocupa”) en este sentido, es ver el desdén olímpico con el que tratamos a los ciudadanos con los que convivimos. En casi todo se manifiesta una irrespetuosidad digna de horror, como el desdén del joven telefonista de Simas que simplemente me mandó al carajo en un momento en el que cualquier ciudadano se siente agraviado (por el robo) y en apuros (por la falta de agua). En vez de tranquilizarme, respondió fulminante, imperativo: “Póngala directa”. Así que enfatizo: en casi todos lados vemos esa falta de sentido común para comportarnos frente al otro.
No vivo en una colonia cerrada y todos los malditos días soy testigo y víctima de infamias-hormiga: los paseantes mañaneros que sacan a sus perros y con toda tranquilidad permiten que se caguen en mi vapuleado jardincito; los transeúntes anónimos que sin empacho dejan bolsas de basura en mi canasta de la ídem; los repartidores de publicidad que me dejan cinco anuncios con la misma oferta. Eso por mencionar sólo a los que deambulan fuera de la casa. Más allá, todo empeora. Los gestos de nula urbanidad se multiplican como chancros a medida que uno recorre la ciudad y no hay pastillas de Dalai que sean capaces de calmar la rabia ante lo que se puede ver por todas partes.
Sin autopiropos, simplemente porque soy conciente de algunas reglas básicas para convivir en la urbe, puedo afirmar que no tiro chicles en las calles, no tengo mascotas y por lo tanto no recojo sus heces, no tiro basura en el espacio público, cuido el agua, uso cinturón de seguridad, respeto al peatón y los señalamientos viales, no conduzco ebrio, cuido el mobiliario urbano, no grafiteo, respeto los lugares reservados para personas con discapacidad, mujeres libres de violencia sexual en el transporte y vía pública. ¿Esto significa que soy buen ciudadano? Creo que para serlo hace falta una escalera más grande y otra chiquita, pero según el decálogo de ciudadanía propuesto por el Gobierno del Distrito Federal, quien acata los diez flamantes mandamientos de la ley de Marcelo está en posición de tenerse por buen ciudadano.
Atender el decálogo me parece lo más simple que uno puede hacer en la ciudad, pero asombrosamente hay, como digo, miles de ciudadanos a los que les importa un pito alguno o varios ítems de tabla marcelina. Por eso subrayo el poco o nulo sentido común de los vecinos que, por ejemplo, tienen uno o hasta dos o tres perros y los sacan a pasear/mear/cagar sin importar qué suelo infesten. O la poquísima madre de algún campechano caminante que va engullendo unas papitas y cuando termina simplemente arroja el celofán a cualquier parte.
No tirar el chicle en las calles; recoger las heces de las mascotas; no tirar basura en el espacio público; cuidar el agua; usar el cinturón de seguridad; respetar al peatón y los señalamientos viales; no conducir en estado de ebriedad; cuidar el mobiliario urbano; no pintar ni grafitear lugares públicos y privados; espetar espacios reservados para personas con discapacidad, ancianos o mujeres con niños. Tal es el decálogo propuesto a los ciudadanos del DF. Parece poco, pero si lo acatáramos tal vez gozaríamos, como dice Spota, casi el paraíso.

viernes, abril 10, 2009

Aguas con el futuro



Siguen pasando los años y no hay, que yo sepa, una cumbre lagunera sobre el agua. Ciertamente, los empeños de diversos grupos para propiciar el debate serio (lo cual es, en sí, un avance) no han tenido eco en la autoridad ni en los sectores empresariales acusados de agotar las reservas de agua. Atenidos como estamos a la providencia, vemos pues que las décadas se alejan y nos dejan, como dice el bolero, llorando quimeras.
Para ver el desastre social que arrastra la falta de agua ayudan mucho, aunque tristemente, los ejemplos de exterior. La suspensión parcial o total del suministro de agua en muchas colonias del DF, alimentadas por el sistema Cutzamala, es un escenario infernal breve, de 36 horas, pero sirve para graficar el caos que sobreviene en una comunidad grande si el abasto de agua no se da. El agua es, para acabar pronto, todo, la base del sistema productivo, el origen de la vida, de suerte que privar al hombre de tal elemento precipita desastres de todo signo. En una sentencia, la historia de la humanidad es la historia del agua, y al revés.
En el DF, pese a que el corte es relativamente breve, el conflicto devino tiroteo político entre el Gobierno del Distrito Federal y la Conagua. Ebrard y Luege Tamargo se agarraron de la greña a propósito del problema con el agua. Al parecer, la razón le asiste hasta el momento al jefe de gobierno, por lo que las palabras de Luege han sido tomadas como golpeteo político, una muestra más de las ya bien ubicadas mañas del panismo enyunquecido en épocas electorales. Ante las acusaciones de Luege, el gobierno capitalino dio a conocer el oficio de la Conagua en donde queda claro, más claro que el agua, que este organismo notificó al GDF sobre la suspensión de 36 horas.
“[Ebrard] Reseñó que al enterarse de la decisión de Conagua el Gobierno del Distrito Federal se limitó a informar a la población de esta situación y preparar un programa de abasto emergente, sin culpar a nadie ni politizar un tema que es muy serio. ‘Nunca hemos mentido, aquí está el oficio y por supuesto que tampoco exageramos; es un asunto que tenemos que ver con responsabilidad, porque estamos hablando de 400 colonias sin agua en un lapso de más de tres días’”. Asimismo, “Sobre las aseveraciones del director de Conagua en el sentido de que se pierde más por fugas, el mandatario capitalino remarcó que están fuera de lugar porque de 2007 a 2008 el Gobierno del DF ha hecho la inversión más importante en infraestructura hidráulica de las décadas recientes, que incluye el cambio de 600 kilómetros de la red de distribución de agua potable, la renovación de plantas de tratamiento, reposición de pozos y el Acueducto Santa Catarina, entre otros. ‘Ese argumento me parece que es otra vez de tipo político. Se trata de golpear al gobierno de la ciudad y a la ciudad so pretexto de cualquier cosa, más allá de su función’”.
Fuera de lo político o no político, el agua, como pude verse, no puede ser manejada con ligereza. De ella depende la viabilidad primigenia de una sociedad, lo que exige a los políticos un comportamiento serio y responsable, ajeno hasta donde sea posible a la frivolidad electorera que suele caracterizar al gobernante mexicano. Ante tal ejemplo, ¿qué esperan los gobiernos locales para acentuar su interés en el futuro del agua lagunera? ¿Qué tanto sabemos sobre nuestras reservas o sobre los grados actuales de contaminación? ¿Es posible que un consejo de expertos vea la posibilidad de hacer una especie de auditoría científica externa para saber en qué condiciones se encuentra nuestro acuífero? ¿Cuándo hará la autoridad municipal, estatal y federal un esfuerzo profesional para convocar a un debate que arroje luz y compromisos? Parece que estamos esperando cortes y desabastos para que eso pase. Que la sequía nos agarre al menos bien bañados.