Con unos nacionalistas whiskys —nacionalistas porque son del whisky más barato y se ajustan a mi presupuesto mexicano— resistí el miércoles “la noche del Grito” vía cadena nacional. Tenía una vaga curiosidad por asomarme al festejo cívico más importante de los últimos 199 años de nuestra historia, así que me hice de unos tragos y colocado frente a la tele me fumé la crónica entusiasta de Joaquín López Dóriga y Adela Micha. No toda, sólo una media hora previa a la salida de Calderón al balcón de Palacio Nacional donde jaló la borla y gritó por los héroes que nos dieron Patria y por —muy anacrónicamente, surrealistamente— la Revolución.
Lo que admiré la noche del Grito no pude procesarlo bien hasta que en la madrugada, entre sueños, vi bailando a unos personajes como de Alicia en el país de las maravillas. Eran unos sujetos con disfraz de frutas y con instrumentos musicales falsos. Bailaban amaneradamente al ritmo de un tema jacarandoso y simulaban tocar trompetas y guitarras apócrifas. Parecían algo semejante a una coreografía de los tres caballeros, la caricatura disneyana donde sale José Carioca, Pancho Pistolas y el Pato Donald. Luego, en el sueño vi la larga imagen de la sierpe metálica y flotante de Kukulkán, una especie de megaglobo aluminioso como los que venden en cualquier alameda o tienda de regalos. Después, más honda la madrugada, miré en la pantalla de mis sueños la figura del coloso levantado con grúas en el zócalo capitalino, ese gigante que de inmediato comenzó a recibir apodos: Jesús Malverde, José Stalin, Vicente Fox; para mí es una mezcla de Zapata con Paul Bunyan, la estatua del leñador famosa por Los Simpson. Luego de ver esas imágenes, del sueño pasé a la pesadilla, de donde concluyo que no debo ver desfiles espectaculares mientras bebo mi dosis hebdomadaria de whisky barato.
Casi por unanimidad se aseguró que la fiesta de la Independencia había sido preparada según los modelos del show business norteamericano, de los que por cierto ya dependemos para entretenernos y para mucho más. Los millones pagados a una compañía extranjera sirvieron para organizarnos una calca de desfile de Las Rosas de Pasadena, California, con ciertos toques de Cirque de Soleil y algunas pizcas de peregrinación a la basílica. El resultado fue entonces un híbrido, una especie de megalebrije casi indigesto a la mirada.
¿Qué hubiera sido lo mejor? No sé. Zabludovsky, el inefable Zabludovsky que hoy lava su imagen las 24 Horas del día, aunque principalmente de 1 a 3, escribió un artículo que gracias a las cadenas que nunca faltan caminó con mucha suerte en miles de bandejas de mail; hablaba allí de suspender el pachangón, dado que el gasto sería excesivo y el horno de la patria no estaba para bollos celebratorios. Miles hicieron circular la recomendación de don Jacobo, pero nadie dio un paso atrás, y menos el equipo calderonista que ya estaba muy entrado en gastos y armazón logística estilo Disney.
El asunto es que la fiesta ya pasó y por supuesto que la espectacularidad artificiosa poco tuvo de mexicana, si es que todavía hay algo que sea mexicano. Los cuadros bailables parecían una especie de marcha carnavalesca inapropiada para la fecha y muchos carros alegóricos estaban más fuera de lugar que Carlitos Tévez en aquel gol maldito que repitieron en la pantalla gigante de Sudáfrica. Claro, los motivos a veces aspiraron a mexicanizar la noche, pero en todo había un tufo de irracionalidad o falso orgullo. Por ejemplo, un carro alegórico llamado “El Juguetero” mostraba algunos juegos mexicanos que ya no juegan ni los niños pobres, hoy también aleccionados con los videos (caseros o callejeros, o sea, esas máquinas instaladas en madrigueras donde birlan el escaso dinero de los niños al garete). Un trompo, un rehilete, una lotería, un balero gigantes adornaban ese carro no tanto para que sintiéramos orgullo sino para mostrar cachivaches hoy devorados por la tecnología fuereña. Y así muchos otros carros, aunque a juzgar por la reacción del respetable ya nos aclimatamos a ese tipo de desfile televisivo, un desfile muy a la gringa con el que pudimos gritar, orgullosos, ¡viva la “Independencia”!
Lo que admiré la noche del Grito no pude procesarlo bien hasta que en la madrugada, entre sueños, vi bailando a unos personajes como de Alicia en el país de las maravillas. Eran unos sujetos con disfraz de frutas y con instrumentos musicales falsos. Bailaban amaneradamente al ritmo de un tema jacarandoso y simulaban tocar trompetas y guitarras apócrifas. Parecían algo semejante a una coreografía de los tres caballeros, la caricatura disneyana donde sale José Carioca, Pancho Pistolas y el Pato Donald. Luego, en el sueño vi la larga imagen de la sierpe metálica y flotante de Kukulkán, una especie de megaglobo aluminioso como los que venden en cualquier alameda o tienda de regalos. Después, más honda la madrugada, miré en la pantalla de mis sueños la figura del coloso levantado con grúas en el zócalo capitalino, ese gigante que de inmediato comenzó a recibir apodos: Jesús Malverde, José Stalin, Vicente Fox; para mí es una mezcla de Zapata con Paul Bunyan, la estatua del leñador famosa por Los Simpson. Luego de ver esas imágenes, del sueño pasé a la pesadilla, de donde concluyo que no debo ver desfiles espectaculares mientras bebo mi dosis hebdomadaria de whisky barato.
Casi por unanimidad se aseguró que la fiesta de la Independencia había sido preparada según los modelos del show business norteamericano, de los que por cierto ya dependemos para entretenernos y para mucho más. Los millones pagados a una compañía extranjera sirvieron para organizarnos una calca de desfile de Las Rosas de Pasadena, California, con ciertos toques de Cirque de Soleil y algunas pizcas de peregrinación a la basílica. El resultado fue entonces un híbrido, una especie de megalebrije casi indigesto a la mirada.
¿Qué hubiera sido lo mejor? No sé. Zabludovsky, el inefable Zabludovsky que hoy lava su imagen las 24 Horas del día, aunque principalmente de 1 a 3, escribió un artículo que gracias a las cadenas que nunca faltan caminó con mucha suerte en miles de bandejas de mail; hablaba allí de suspender el pachangón, dado que el gasto sería excesivo y el horno de la patria no estaba para bollos celebratorios. Miles hicieron circular la recomendación de don Jacobo, pero nadie dio un paso atrás, y menos el equipo calderonista que ya estaba muy entrado en gastos y armazón logística estilo Disney.
El asunto es que la fiesta ya pasó y por supuesto que la espectacularidad artificiosa poco tuvo de mexicana, si es que todavía hay algo que sea mexicano. Los cuadros bailables parecían una especie de marcha carnavalesca inapropiada para la fecha y muchos carros alegóricos estaban más fuera de lugar que Carlitos Tévez en aquel gol maldito que repitieron en la pantalla gigante de Sudáfrica. Claro, los motivos a veces aspiraron a mexicanizar la noche, pero en todo había un tufo de irracionalidad o falso orgullo. Por ejemplo, un carro alegórico llamado “El Juguetero” mostraba algunos juegos mexicanos que ya no juegan ni los niños pobres, hoy también aleccionados con los videos (caseros o callejeros, o sea, esas máquinas instaladas en madrigueras donde birlan el escaso dinero de los niños al garete). Un trompo, un rehilete, una lotería, un balero gigantes adornaban ese carro no tanto para que sintiéramos orgullo sino para mostrar cachivaches hoy devorados por la tecnología fuereña. Y así muchos otros carros, aunque a juzgar por la reacción del respetable ya nos aclimatamos a ese tipo de desfile televisivo, un desfile muy a la gringa con el que pudimos gritar, orgullosos, ¡viva la “Independencia”!