Propongo un nuevo género literario: el relatuit. Se trata de un relato que obviamente estará condenado a la brevedad, que no podrá escapar de la camisa de fuerza que le impone el reino Twitter. Para aprovechar el arranque del mes, ayer trepé el primero, es éste: “Escribió mucho, publicó varios libros, pero ante la falta de lectores terminó mal: triste se resignó a escribir en un nidito llamado tuiter”. No es autobiográfico, aunque lo parezca. Mi idea es que el relatuit se apegue con celo a una forma, a un molde estricto, para añadirle un mínimo grado de dificultad a esto de escribir cuentos hiperbreves que, es verdad, no es difícil. Lo “difícil” será, en todo caso, y he allí mi propuesta, que el relatuier abarque exactamente 140 caracteres con todo y los espacios y el punto final. Así, si leemos lo que está en el paréntesis (Escribió mucho, publicó varios libros, pero ante la falta de lectores terminó mal: triste se resignó a escribir en un nidito llamado tuiter.) advertiremos que son 140 caracteres con todo y espacios y punto final. Tal será el modesto desafío del microgénero, que el “relato” ocupe todos los caracteres que permite el sistema, que insinúe una “historia” completa y que no acuse accidentes sintácticos que denoten trampa.
¿Por qué ceñirse estrictamente a los 140 caracteres? Ya lo dije y lo repito: para añadir un poco de dificultad a la ocurrencia, porque si no hacemos eso el desafío queda demasiado a merced del ejecutante. Le pongo, pues, un microgrado de dificultad sólo para establecer una especie de métrica que demande repensar un poco la construcción que acaso nacerá espontáneamente, a la manera del soneto, pero que luego requiere una pulimentación especial, entrar un ratito al departamento de acabados.
Tengo dos días con tuiter y estoy en fase experimental, así que deben creerme la mitad de lo que infiero. Sabía de qué se trataba por artículos y opiniones de sobremesa; sé que lo ideal (para ello lo crearon) es usarlo desde un receptor permanentemente enchufado a internet, el Blackberry que no puedo pagarme o algo así. Pero no importa si uno usa una prehistórica y rudimentaria lap top, pues para el caso es casi lo mismo. Veo que con este modo de comunicación, si alguien se ciñe demasiado a él, la vida puede convertirse en una cadena abrumadora de eslaboncitos. La restricción de palabras obligará a sus usuarios contumaces a pensar en abonos muy pequeños, a leer y escribir mediante cuotas que terminen por fragmentar en guijarros todo comentario.
Cada quien le saca provecho como quiere y como puede a la tecnología. Yo, que tiendo a ser narrador más que otra vaina, vi en mi primer día de práctica tuitera que este rollo de no rebasar 140 caracteres (y espacios intermedios) es una restricción y al mismo tiempo un reto: los mejores tuits son, creo, los que dicen más con menos. Eso me llevó de la mano a pensar en un género que sí existe y fue abundantemente promovido en la revista El Cuento dirigida por Edmundo Valadés. En aquellas páginas, entre cuentos con tamaño de cuentos, entre entrevistas y acercamientos críticos, comenzaron a pulular unos alfileres de palabras que a falta de mejor rótulo fueron bautizados como “brevísimos”, o sea, cuentos cuya velocidad los hacia equiparables a los cien metros planos del atletismo. Es lícito pensar que el molde lo fijó ya sabemos quién con “El dinosaurio”: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Con todo y su punto final, son 51 caracteres, de manera que si fuera tuit le faltarían 89. Luego vino una epidemia de brevisimistas, algunos sólo dotados para el esfuerzo pequeño y a veces ni para eso, pues sus piezas eran malas. Pero hay ejemplos de brevísimos notables: “Y después de hacer todo lo que hacen se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son” (Julio Cortázar, 153 caracteres). O: “Le pregunté a la culta dama si conocía el cuento de Augusto Monterroso titulado ‘El dinosaurio’. / —Ah, es una delicia —me respondió—, ya estoy leyéndolo” (José de la Colina, 153 caracteres). Y: “Aquel hombre era invisible, pero nadie se percató de ello”. (Gabriel Jiménez Emán, 58 caracteres).
El brevísimo ya existe, entonces. Propongo por tanto una variante: el relatuit, un brevísimo de 140 caracteres exactos, como éste: “No se conocían y se saludaron efusivamente al reconocerse mexicanos. Estaban en Ginebra, Suiza. De golpe, uno preguntó: ¿Y tú cuándo huiste?”. Si no me fastidio antes, iré subiendo los que pueda cada vez que pueda. Mi tuiter será @rutanortelaguna. A ver cuántos logro acuñar.
¿Por qué ceñirse estrictamente a los 140 caracteres? Ya lo dije y lo repito: para añadir un poco de dificultad a la ocurrencia, porque si no hacemos eso el desafío queda demasiado a merced del ejecutante. Le pongo, pues, un microgrado de dificultad sólo para establecer una especie de métrica que demande repensar un poco la construcción que acaso nacerá espontáneamente, a la manera del soneto, pero que luego requiere una pulimentación especial, entrar un ratito al departamento de acabados.
Tengo dos días con tuiter y estoy en fase experimental, así que deben creerme la mitad de lo que infiero. Sabía de qué se trataba por artículos y opiniones de sobremesa; sé que lo ideal (para ello lo crearon) es usarlo desde un receptor permanentemente enchufado a internet, el Blackberry que no puedo pagarme o algo así. Pero no importa si uno usa una prehistórica y rudimentaria lap top, pues para el caso es casi lo mismo. Veo que con este modo de comunicación, si alguien se ciñe demasiado a él, la vida puede convertirse en una cadena abrumadora de eslaboncitos. La restricción de palabras obligará a sus usuarios contumaces a pensar en abonos muy pequeños, a leer y escribir mediante cuotas que terminen por fragmentar en guijarros todo comentario.
Cada quien le saca provecho como quiere y como puede a la tecnología. Yo, que tiendo a ser narrador más que otra vaina, vi en mi primer día de práctica tuitera que este rollo de no rebasar 140 caracteres (y espacios intermedios) es una restricción y al mismo tiempo un reto: los mejores tuits son, creo, los que dicen más con menos. Eso me llevó de la mano a pensar en un género que sí existe y fue abundantemente promovido en la revista El Cuento dirigida por Edmundo Valadés. En aquellas páginas, entre cuentos con tamaño de cuentos, entre entrevistas y acercamientos críticos, comenzaron a pulular unos alfileres de palabras que a falta de mejor rótulo fueron bautizados como “brevísimos”, o sea, cuentos cuya velocidad los hacia equiparables a los cien metros planos del atletismo. Es lícito pensar que el molde lo fijó ya sabemos quién con “El dinosaurio”: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Con todo y su punto final, son 51 caracteres, de manera que si fuera tuit le faltarían 89. Luego vino una epidemia de brevisimistas, algunos sólo dotados para el esfuerzo pequeño y a veces ni para eso, pues sus piezas eran malas. Pero hay ejemplos de brevísimos notables: “Y después de hacer todo lo que hacen se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son” (Julio Cortázar, 153 caracteres). O: “Le pregunté a la culta dama si conocía el cuento de Augusto Monterroso titulado ‘El dinosaurio’. / —Ah, es una delicia —me respondió—, ya estoy leyéndolo” (José de la Colina, 153 caracteres). Y: “Aquel hombre era invisible, pero nadie se percató de ello”. (Gabriel Jiménez Emán, 58 caracteres).
El brevísimo ya existe, entonces. Propongo por tanto una variante: el relatuit, un brevísimo de 140 caracteres exactos, como éste: “No se conocían y se saludaron efusivamente al reconocerse mexicanos. Estaban en Ginebra, Suiza. De golpe, uno preguntó: ¿Y tú cuándo huiste?”. Si no me fastidio antes, iré subiendo los que pueda cada vez que pueda. Mi tuiter será @rutanortelaguna. A ver cuántos logro acuñar.