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sábado, diciembre 14, 2019

Cámaras, alarmas y otras orwelleces













Tengo una aversión profunda por los ruidos estridentes y en particular por los claxonazos. Esa es la razón por la que, a lo mucho, suelo usar el claxon dos o tres veces al año, y de ahí también que al activarse cualquier alarma de coche mi estado de ánimo comience a zozobrar; cuando oigo alguna, no muy en el fondo del alma empieza a bullirme una especie de ansiedad que sólo se apaga, precisamente, cuando la maldita alarma es apagada. En ese momento siento un alivio muy parecido a la sedación.
Ahora bien, digo lo anterior para que se entienda lo que viene. Vivo cerca, a quince o veinte metros, de un negocio con una alarma ultrasensible. Supongo que en las madrugadas se activa hasta con el paso de las cucarachas que de inmediato echan a andar el monótono concierto. No digo que eso ocurra a diario, pero sí una o dos veces a la semana, casi siempre entre las cuatro y las seis de la mañana. No sé si los otros vecinos ya se acostumbraron o tienen el sueño muy pesado o se arrullan con esa corneta de tren, pues en efecto es un estrépito que suele durar entre veinte minutos y media hora. Ignoro también si alguien la apaga o se apaga sola. Da lo mismo, pues en los hechos ya me ha quebrado el sueño durante meses y meses, tanto o más que el reloj despertador de siempre y, en otros tiempos, las asquerosas llamadas de los bancos.
Sé que las alarmas en casas, negocios y vehículos no son hoy innecesarias. No lo son, pero a mi juicio reflejan la miserable condición a la que hemos rebajado la vida en sociedad. Todo está vigilado, todo tiene púas, en todos lados hay cámaras, a todos lados nos sigue el GPS del celular y, aunque nos hagamos patos, todo lo que escribimos y leemos gracias a internet, incluido el abundante menú de pornografía que consumimos a la carta, tiene algún tipo de orwelliano seguimiento. ¿Cómo es posible conseguir en estos tiempos una absoluta privacidad? Es casi imposible a menos que no tengamos celular y vivamos en una aldea a la que no llegue ninguna señal de nada. Porque si no tenemos celular pero vivimos en la ciudad y la deambulamos a diario, en cualquier rincón va quedando registro de nuestros pasos, de nuestro rostro, de las puertas que abrimos y de los trámites que hacemos.
Para mí, lo bueno de todo esto es que llegó cuando ya voy de salida, pues no me gustan ni las alarmas ni las cámaras de seguridad, dos de las herramientas más monstruosas creadas por el ser humano para disuadir y vigilar al ser humano.

jueves, septiembre 30, 2010

Precio de la inseguridad



Suelo sentirme mal en lugares sobrepoblados de guaruras. Así me sentí hace como dos semanas. Buscaba la dirección de un cliente editorial en cierta colonia fufurufa de Torreón y de repente me vi metido en una madriguera de guardaespaldas. Era una callecita con casas muy lujosas, todas tirándole a lo obsceno, esas residenciotas en las que jamás se ven los dueños y parecen inaccesibles hasta para un comando de la CIA encabezado por Sylvester Stallone y Chuck Norris (ambos con cuchillo entre los dientes). Allí, mientras desde el coche a vuelta de rueda veía los números de cada humilde búnker, sentí que desde varias trocas y desde las banquetas me miraba una bien distribuida horda de guaruras. Me sentí poco menos que un azquel y como pude escapé, con la mejor cara de Gutierritos que me sale cuando noto que me ven con suspicacia abusona los vigilantes, cualquiera que sea su rango (como los de Sanborns, quienes hablan con su pedorro radio a no sé dónde apenas entra uno a la tienda).
La anécdota de los guaruras terminó con una pincelada de hermosa plasticidad: mientras yo escapaba de aquel incómodo lugar, un guarro (apócope deformado y fresón de “guarura”) llegaba con dos megabolsas de pollo, cada una con cuatro contenedores blancos y cuadrados de los que sirven para colocar las raciones de comida. La imagen me acompañó durante un rato, pues pensé en lo que costaría cada escolta si consideramos sueldo, comida, armas, vehículo, combustible y seguro (social y de vida). Luego pensé en algo peor y acaso más sutil: ¿cuánta fuerza de trabajo, cuánta creatividad se desperdicia es las innumerables chambas de vigilancia que en el México de hoy son las únicas que han aumentado de todo el mercado laboral? Ahí dejé mis sesudas anotaciones en el aire y olvidé el asunto.
Ayer lo recordé al leer una nota de El Universal sobre el costo per cápita anual, según la Concamin, por concepto de seguridad: casi diez mil pesos. No sé si es mucho o poco, pues para saberlo debemos contrastar esa cifra con lo que paga cada ciudadano en otros países. Por el tono de la declaración, sin embargo, parece que es mucho: “La Confederación de Cámaras Industriales de México (Concamin) aseguró que en un año cada persona en el país destina 770 dólares en promedio (9 mil 640 pesos) en temas relacionados con la inseguridad, cifra equivalente a 7% del Producto Interno Bruto”. Luego añade: “Salomón Presburger, presidente del organismo, comentó que de los 770 dólares, 2.1% se destina al concepto de transferencias (víctimas a victimarios); 0.8% al pago de seguros contra la inseguridad, y el restante a la contratación de seguridad, pública y privada”.
Desde una perspectiva nada numérica pero sí social, es en lo que pienso cuando veo contingentes dedicados al patrullaje, esas camionetas que a veces llevan seis o más elementos cada una. ¿Cuánto le cuesta eso al país? ¿Por qué el malévolo e inconsulto capricho de un gobierno genera una sangría de ese tamaño ante una realidad plagada de carencias de lo básico como alimento, vivienda, vestido y educación?
Sé que hay una relación estrecha entre pobreza e inseguridad, pero jamás dejará de parecerme ingrato que la prioridad del gobernante sea armar y vigilar sin que por otro lado reciba impulso una guerra infinitamente más importante: la guerra contra la inequidad. Al final, en todo hay o debe haber política y por ahora no es nada oportuna en términos sociales la famosa cruzada contra el Mal. Un poco de suspicacia, sólo un poco, permite apreciar que la guerra que en este sexenio ha provocado un desangramiento real y otro metafórico (el de los dineros) quiso servir en un principio para legitimar y controlar (parece título de Foucault) y en el futuro podrá ser un instrumento para vigilar y castigar (ahora sí es un título de Foucault). Sea como fuere, es lamentable que tanto dinero sea invertido en la triste lucha contra la inseguridad y a favor de la intimidación.

sábado, febrero 07, 2009

Justicia a la medida



¿Cuántos miles de casos delincuenciales quedan archivados en una carpeta judicial, en algún recoveco de periódico, perdidos en el ciberespacio o evaporados en la fugacidad de la radio y la televisión? ¿Cuántos más ni siquiera alcanzan esa efímera difusión? A tales inmundicias ha llegado la justicia en México que sólo son resueltos, asombrosa, eficaz, expeditamente resueltos, los delitos que dejan “mala imagen” a un gobierno municipal, estatal o federal, de donde se puede colegir que, para dar con los culpables, es necesario ser víctima peculiar, pues no cualquiera atrae los reflectores y, consecuentemente, una prontísima resolución del caso a favor de los afectados.
Tres delitos recientes ilustran lo que quiero explicar: el secuestro del joven Alejandro Martí, los granadazos en Morelia y, recién, el asesinato del científico francés que trabajaba en la UAM. Apenas se convirtieron en noticia incómoda, los tres fueron resueltos satisfactoriamente, como si nada, más fácil que en un programa de Los ángeles de Charlie.
Como recordaremos, el famoso caso Martí se convirtió en el principal pedrusco en el zapato del sistema de seguridad mexicano durante 2008. Fue un crimen horrible, tanto como tantos que a diario son cometidos en el país, pero dada su notoriedad el empresario que perdió a su hijo tuvo muchos escaparates y atención especializada hasta del mismísimo Felipe Calderón. Luego de que el tema se asentó en los predios del escándalo hubo, mágicamente, increíbles resultados. Cayó parte de la banda que, eso dijeron las autoridades, operó el secuestro y la ulterior ejecución del joven. Todo quedó en laberinto, en barroca explicación, en sospechoso resultado. Da la impresión de que nadie tomó en serio lo descubierto por las autoridades, pero sirvió con toda puntualidad a los fines mediáticos que refulgían como prioritarios: en unas semanas todo fue olvidado y ya nadie en su juicio consideraría lógico plantear la posibilidad de que hay muchos chivos expiatorios metidos de oquis en esa olla.
El día del Grito fueron detonadas dos granadas de fragmentación en Morelia. Se trató, a todas luces, de un acto terrorista, quizá el primero de esa índole en nuestro país. Fue, sin duda, uno de los momentos más tristes del 2008, pues de golpe pasamos a un estadio de cavernarismo que jamás imaginamos presenciar, lo que puso contra la pared a las autoridades, pues prácticamente no hubo ciudadano que no mostrara consternación ante la inseguridad que habíamos alcanzado aquella noche. Una semana después, los presuntos culpables estaban detenidos y declarando, con amabilidad, que ellos habían sido los culpables, como si fueran farderos o mariposeros y no terroristas: en unas semanas todo fue olvidado y ya nadie en su juicio consideraría lógico plantear la posibilidad de que hay muchos chivos expiatorios metidos de oquis en esa olla.
La semana pasada, un ciudadano de origen francés sacó euros en una casa de cambio del aeropuerto capitalino. Era una eminencia en biología, un sujeto pacífico y muy respetado entre los académicos de su rama en la Universidad Autónoma Metropolitana. A él, ya sabemos, lo siguieron unos pillos, le exigieron el dinero, lo amagaron, se defendió y le dispararon varios balazos. Luego de algunos días, murió. Poco después hubo, mágicamente, increíbles resultados, pues con lujo de calidad investigativa cayeron los culpables: en unas semanas todo será olvidado y ya nadie en su juicio considerará lógico plantear la posibilidad de que hay muchos chivos expiatorios metidos de oquis en esa olla. Así está la justicia en México: de lágrimas, risas y horror.