Tengo
una aversión profunda por los ruidos estridentes y en particular por los
claxonazos. Esa es la razón por la que, a lo mucho, suelo usar el claxon dos o
tres veces al año, y de ahí también que al activarse cualquier alarma de coche mi estado
de ánimo comience a zozobrar; cuando oigo alguna, no muy en el fondo del alma
empieza a bullirme una especie de ansiedad que sólo se apaga, precisamente,
cuando la maldita alarma es apagada. En ese momento siento un alivio muy parecido a la sedación.
Ahora
bien, digo lo anterior para que se entienda lo que viene. Vivo cerca, a quince
o veinte metros, de un negocio con una alarma ultrasensible. Supongo que en las
madrugadas se activa hasta con el paso de las cucarachas que de inmediato echan
a andar el monótono concierto. No digo que eso ocurra a diario, pero sí una o dos
veces a la semana, casi siempre entre las cuatro y las seis de la mañana. No sé
si los otros vecinos ya se acostumbraron o tienen el sueño muy pesado o se
arrullan con esa corneta de tren, pues en efecto es un estrépito que suele
durar entre veinte minutos y media hora. Ignoro también si alguien la apaga o
se apaga sola. Da lo mismo, pues en los hechos ya me ha quebrado el sueño durante
meses y meses, tanto o más que el reloj despertador de siempre y, en otros tiempos, las asquerosas llamadas de
los bancos.
Sé
que las alarmas en casas, negocios y vehículos no son hoy innecesarias. No lo
son, pero a mi juicio reflejan la miserable condición a la que hemos rebajado
la vida en sociedad. Todo está vigilado, todo tiene púas, en todos lados hay
cámaras, a todos lados nos sigue el GPS del celular y, aunque nos hagamos
patos, todo lo que escribimos y leemos gracias a internet, incluido el
abundante menú de pornografía que consumimos a la carta, tiene algún tipo de
orwelliano seguimiento. ¿Cómo es posible conseguir en estos tiempos una
absoluta privacidad? Es casi imposible a menos que no tengamos celular y
vivamos en una aldea a la que no llegue ninguna señal de nada. Porque si no
tenemos celular pero vivimos en la ciudad y la deambulamos a diario, en
cualquier rincón va quedando registro de nuestros pasos, de nuestro rostro, de
las puertas que abrimos y de los trámites que hacemos.
Para
mí, lo bueno de todo esto es que llegó cuando ya voy de salida, pues no me
gustan ni las alarmas ni las cámaras de seguridad, dos de las herramientas
más monstruosas creadas por el ser humano para disuadir y vigilar al ser
humano.