El
bus de la excursión estaba a punto de partir. El guía nos había dado dos horas
para recorrer el centro de aquella pequeña ciudad turística. Durante unos
minutos erré con una pareja alemana de recién casados. Ella hablaba un español mocho, pero entendible. Poco después me desesperé, y supongo que ellos
también se desesperaron de caminar a mi lado en plan de compartirnos frases
huecas, así que optamos por tomar rumbos distintos. Era casi el final del viaje,
y localicé pronto el mercadito de las artesanías para llevar a casa lo de
siempre, llaveros, bisutería, ceniceros y todas esas baratijas que sirven para
alegrar un minuto a los familiares y amigos más cercanos. Eché un vistazo al reloj
y vi con gusto que quedaba media hora para escoger los ineludibles souvenirs. No sin algún tibio regateo, escogí
las chácharas. Volví a ver el reloj: diez minutos para que saliera mi bus.
Calculé que estaba a tres cuadras del estacionamiento, es decir, a tres minutos
de caminata a paso veloz. Entonces vi el pequeño tumulto en una esquina. Un
hombre hablaba con voz bien timbrada y elocuencia casi magisterial. Usaba un
saco azul oscuro y muy cuadrado de los hombros, y una corbata roja y sebosa. Mostraba
en su mano derecha unos sobres que describía como “el método”. Yo no entendía
de qué se trataba eso, pero me detuve porque el público lo miraba y lo
escuchaba sin parpadear. El tipo explicó.
—…
el método es infalible, y les aseguro que dejará boquiabiertos a sus amigos.
Luego de que lean las instrucciones contenidas en este sobre, ustedes no ignorarán una
sola fecha de nacimiento y muerte de los personajes más famosos de la historia
del arte, la política, la ciencia y el deporte. Este método les asegura la
admiración de quienes los escuchen, y para demostrarlo me expongo ante ustedes a
cualquier inquisición. Díganme el nombre de algún personaje relevante y de
inmediato diré el año de su nacimiento y el año de su muerte…
No
puedo negar que quedé atrapado por esa explicación. El tiempo corría, el bus
iba a salir y yo deseaba ver el resultado de la prueba. Para apurar el examen,
fui el primero en proponer un nombre famoso.
—Martin Luther King —grité, seco.
—1929-1968
—respondió de inmediato el merolico.
Hubo
un breve silencio. Luego, del pequeño tumulto salió una voz de mujer.
—Sor
Juana Inés de la Cruz.
—1651-1695.
Esa
segunda respuesta detonó una andanada de nombres y de más respuestas expresadas
sin átomo de titubeo, serenas, como enunciadas por quien atraviesa una
especie de trance.
—Galileo.
—1564-1642.
—Simón
Bolívar.
—1783-1830.
—Charles
Chaplin.
—1889-1977.
—Juana
de Arco.
—1412-1431.
—Cicerón.
—106 a.C.-43 a.C.
—Marx.
—1818-1883.
Las respuestas eran
seguras e inmediatas, tanto que se hizo un silencio cuando de momento,
sorprendido por la escena, el público ya no halló más nombres. Pensé en
alguien menos visible, pero importante en la historia por alguna hazaña, y grité su nombre.
—Edmund Hillary.
—1919-2008.
No pude creerlo.
Concluí que ese pobre merolico, un Wikipedia de carne y hueso, tenía muy buena memoria, y él, sin saber lo que
pasaba por mi mente, me contradijo.
—Ustedes están
pensando que esto es sólo buena memoria. Se equivocan. Mi método —aquí levantó
de nuevo los sobres— es sencillo, ustedes sólo deben aprender algunas reglas
elementales y hacer dos simples operaciones aritméticas. Les doy un avance:
piensen primero en el siglo XVI. Ese será, digamos, nuestro punto de partida
hacia el pasado y el presente…
Vi mi reloj, me
había pasado diez minutos de la hora convenida para llegar al bus, y, sin
más, corrí. El apuro me hizo olvidar por un momento al mago de las
fechas, pero en todo el trayecto de regreso a mi país no dejé de pensar en su
voz, en su memoria y en la posibilidad de que los sobres guardaran, en efecto, “un
método”.
Pasado un tiempo, y
para no frustrarme, opté por pensar que lo soñé. Es lo más fácil: olvidar esas vivencias, obligarnos a creer que fueron pesadillas.