No me muevo en círculos selectos, así que los fines de semana hago el esfuerzo por distender lo más que se
pueda el asunto del vestido pese a que ya de por sí no soy obsesivo en ese
rubro. Los tenis son, por ello, parte de mi atuendo en los días ajenos a la
obligación de la camisa y demás almidonamientos.
Alguna vez un joven reparó
en mis Converse negros. Dijo que le parecían feísimos, de darketo o algo así.
No batallé mucho para estar de acuerdo con él, pero le objeté un par de
detallitos que no le expliqué allí, pues yo deseaba que la aclaración fuera
escrita, y es ésta, breve.
Más allá de que puedan
parecer horribles o lo que sea, uso Converse por una razón práctica y otra
sentimental. La primera, evidentemente, se relaciona con la comodidad: son
tenis (los argentinos les llaman “zapatillas”) ligeros, casi como
pantuflas; andar con ellos es no sentir el peso del zapato, caminar como
descalzo, lo que por supuesto mitiga mis recurrentes dolores en las plantas.
La segunda razón es menos
inmediata y se remonta a mi adolescencia. Consciente o inconscientemente, creo
que casi todo lo que hacemos, deseamos, rechazamos, se fragua en la niñez o en
la adolescencia, así que esas dos etapas suelen acompañarnos el resto de la
vida. En mi caso, y creo que en el de mi setentera generación, los Converse
equivalían a tenis de lujo, los mejores que podían usarse en aquel tiempo. Era
una época todavía no globalizada, de pocas importaciones, así que el usuario de
unos Converse era visto con verdadera envidia por sus coetáneos. Los tenis
mexicanos eran pésimos (Canadá, Dunlop…), y unos Converse sólo podían ser
nuestros si se pagaba una fortuna en las fayucas o si la familia o algún amigo
de la familia viajaba a los Estados Unidos para traernos de contrabando el
anhelado par.
Tan codiciados eran que una
fábrica mexicana hizo una copia, los Súper Faro. Eran chafísimas y
quedaban hechos pedazos a la primera usada, además de que se les veía a leguas
un acabado tosco. Entre calzar Súper Faro y no tener nada, era mejor lo
segundo. No obstante, tuve unos, y confieso que al segundo día ya eran un despojo.
Que recuerde, pues, jamás
tuve en la adolescencia, lo digo con retrospectiva tristeza, unos Converse. No
había tíos que viajaran a la frontera, no había plata para comprar en la fayuca
a precio de oro los productos “americanos”, así que toda esa ilusionada etapa
la atravesé con aquel modesto deseo insatisfecho.
¿Y qué pasó muchos años después,
a mis cuarenta y pico? Nada: que los zapatos me producen dolores en las plantas
de los pies, que necesito usar tenis muy seguido, y que los Converse ya están
en todos lados a cerca de mil pesos el par. Por tanto, esos tenis son la
combinación perfecta para hacer que mis achaques y mi nostalgia tengan un
satisfactor más allá de que sí, es cierto, ante los ojos de muchos parezca un calzado
irremisiblemente feo.
Pero acá entre nos, ya por
último: influido como estoy por mi pasado, creo que los Converse son
espectaculares, el mejor tenis jamás inventado por la humanidad.