Publiqué
el ensayito que aparece aquí abajo en
el número 63 de Acequias, revista
de la Universidad Iberoamericana Torreón. No oculta la admiración que le guardo al Negro
Fontanarrosa, lo mucho que he disfrutado sus monos y sus relatos. Uno de ellos
es el cuento “19 de diciembre de 1971”, ficción que casi casi puedo colocar en
el sitio de honor de toda la narrativa futbolera, o al menos de la que he
leído, que no es poca. Ojalá y mi acercamiento pueda encaminarlos hacia su
lectura.
Aquella canallada: mitificación narrativa
de un instante
Jaime
Muñoz Vargas
Poco a poco
vamos rebasando el lugar común que piensa en el futbol como tema poco
literario, sólo confinable en el espacio de la frivolidad. Cierto que hay
detractores e indiferentes, y legítimo derecho tienen para serlo, pero en el
otro lado del campo de juego trotan los entusiastas, muchos escritores que no
por escribir sobre futbol pueden ser hoy considerados del montón, menos
escritores que los escritores “serios”. Por las razones que queramos
—económicas, sociales, mediáticas y hasta religiosas—, el futbol se ha colado
por todos los poros de la realidad y dado que parte de la realidad es la
literatura, también allí ha dejado huellas. Lo ha hecho con tanto vigor,
ludismo y frescura que no son pocas, de veras, las obras maestras que concilian
el ingrediente de los goles con el de las palabras.
Voy a detenerme
aquí en un caso extremo de excelencia futbolero-literaria. Es el cuento “19 de
diciembre de 1971”, de Roberto Fontanarrosa (Rosario, 1944-2007), modelo
acabado de lo que me atrevo a denominar “mitificación narrativa de un instante”. Leerlo, indagar un poco en su origen, en su
procedimiento, en el velado homenaje que rinde a Borges y en la sutil reflexión
que insinúa sobre la dicotomía “civilización y barbarie” es aproximarnos a la
comprensión de un fenómeno que surge de la inmediatez, de la vida cotidiana y
sus pequeñas grandezas y miserias, resortes que, activados por la buena
literatura, logran aupar un hecho deportivo aparentemente ínfimo hasta
colocarlo en las esferas de lo artístico.
Antecedentes y evolución de un match
Sabida, muy
sabida es en el mundo la rivalidad casi caníbal (o sin casi) entre los dos
equipos más importantes de la ciudad de Rosario, en la provincia Argentina de
Santa Fe. Salvo la que hay entre los fanáticos de Boca y los de River, o entre
los de Racing e Independiente, los cuatro de la Capital Federal y sus
alrededores inmediatos, la oposición de los dos rosarinos puede ser considerada
ejemplar en el contexto latinoamericano. Lo extraordinario del caso es que se
trata de una ciudad del interior, con poco más de un millón de habitantes, en
la que a rudas penas conviven dos hinchadas cuya beligerancia alcanza registros
épicos.
En efecto, los
seguidores de Rosario Central (llamados Canallas o “Canayas”), que juegan en el
llamado Gigante de Arroyito, mantienen una rivalidad sin orillas contra los de
Newell’s Old Boys (los Leprosos), quienes usan como guarida el estadio Marcelo
Bielsa. Ya los apodos de ambas hinchadas dan una idea del ritmo al que se
agitan esas aguas, de suerte que un juego entre ellos, cualquier juego, incluso
un amistoso, se convierte en una guerra mundial en miniatura.
Los equipos
fueron fundados en 1889 (Central) y 1903 (Newell’s), y desde entonces, poco a
poco, su fratricida encono partió a Rosario en dos. El momento, ya histórico,
en el que su rivalidad estalló hasta convertirlos en irreconciliables a muerte
se dio el 19 de diciembre de 1971. Ese día los dos clubes rosarinos disputaron
un partido verdaderamente importante, la semifinal del Torneo Nacional de la
Asociación de Futbol Argentina. El choque se celebró en terreno neutro: el
estadio Monumental, la casa de River. El ganador disputaría, por supuesto, la
final. Lo que pasó entonces fue digno de un cuento, el que años después
escribiría Roberto Fontanarrosa, rosarino e hincha de Central, es decir,
canalla contumaz. Ese texto lleva el título que precisamente afirma el hito: la
fecha del partido. En él, Fontanarrosa codifica en clave mítico-humorística la
enorme gloria que les cupo a los canallas y el no menos pesado bochorno que
cayó encima, para siempre, de los derrotados.
El choque quedó
apenas 1 a 0, con victoria de los Canallas. El gol fue producto de un centro
enviado a la olla por Jorge José González; cerca del área chica, el delantero
Aldo Pedro Poy (Rosario, 1945) se adelantó al defensa Di Rienzo con una
palomita que empujó el balón hacia las redes defendidas por el arquero Fenoy. Y
eso fue todo, o casi todo, pues luego vino la tensión por la posibilidad del
empate hasta el pitazo final. Después estalló el júbilo de los centralistas que
de inmediato, y hasta hoy, indeteniblemente, “cargan” a (o sea, se burlan de)
los leprosos. Cierto que ganó Central y la cosa estaba para festejo canalla,
dado que era la primera vez que los equipos se veían las caras en un choque
trascendente, pero lo que vino luego, muchos años luego, rebasa los límites de
lo imaginable.
El triunfo de
Central, particularmente el gol de Poy, conocido históricamente como “La
palomita de Poy”, comenzó a ser celebrado año tras año, cada 19 de diciembre.
El cabezazo, del cual apenas se conserva un video casi invisible y una rasposa
grabación de radio, pasó de ser un hecho fortuito a parteaguas para la hinchada
canalla, tanto así que desde hace muchos años lo reproduce en una celebración
con Poy de cuerpo presente. En el festejo hay una simulación del remate:
alguien lanza con la mano un balón y Poy, cada vez más viejo, llega y clava el
reiterado balón al fondo de la anual portería.
Esta
mitificación ha servido incluso para que los seguidores de Central hayan hecho
una propuesta al libro Guinnes: el gol más celebrado de la historia es el de
Poy, aseguran. No han tenido éxito, pero aquel gol y aquel partido han hallado
eco en otros reconocimientos. El de la literatura, por ejemplo, con el cuento
de Fontanarrosa.
Oralidad, cábala y sudorosa trama
El cuento de
Fontanarrosa nos habla desde la primera persona. Decir “nos habla” no es sólo
un decir. En efecto, el narrador, un hincha irreductible de Central, explica lo que él y sus amigos hicieron para que los
Canallas no perdieran el juego presentidamente histórico contra sus archienemigos.
El relato presupone un oyente, alguien que escucha al narrador, tal cual: “Yo
no sé si vos te acordás lo que era Rosario en esos días anteriores al partido”.
Con esta estrategia se despliega la retrospección que afirma la condición
mítica de lo contado, es decir, se refuerza la idea de que el mito, todo mito,
tiene su principal soporte en el relato compartido, en la oralidad.
El narrador
cuenta que Rosario estaba, como nunca antes, caldeada por el partido que se
celebraría en el Monumental. Ni él ni los suyos podían aceptar una derrota, así
que debían recurrir a todo con tal de evitarla. Pero lograr su propósito (que
Central ganara el juego) no dependía
sólo de la eficacia de los jugadores. El público también jugaba su
partido, así que los tumultos viajarían de Rosario a la Capital Federal para
hacer valer el peso de sus gritos. Eso, sin embargo, no es suficiente, lo que
los lleva directo al ingrediente de la superstición (o “cábala”, como la llaman
en Argentina). Recuerda el narrador que todos comenzaron a pensar en las
circunstancias dadas en victorias anteriores, para repetirlas y atraer con eso
la buena suerte.
O sea, todo el mundo repasó
todas las cábalas posibles, como para ir bien de bien y no dejar ningún detalle
suelto. Te digo más, estuvimos como media hora discutiendo cómo mierda
estábamos parados en la tribuna en el partido contra Atlanta para pararnos de
la misma manera en el partido contra la lepra.
Lo más
inverosímil fue invocado y repetido:
Yo iba a llevar, por
supuesto, el gorrito que venía llevando a la cancha todos los últimos partidos
y no me había fallado nunca el gorrito ese. A ése lo iba a llevar, era un
gorrito milagroso ese. El Cuqui iba a ir con el reloj cambiado de lugar, o sea
en la muñeca derecha y no en la izquierda, porque en un partido contra no sé
quién se lo había cambiado en el medio tiempo porque íbamos perdiendo, y con
eso empatamos.
Alguien
recuerda que Casale, un viejo hincha de Central, había afirmado como de pasada
alguna vez que los Canallas jamás habían perdido cuando él iba al estadio. Eso
significaba que, por cábala, el viejo Casale debía estar presente en el
Monumental. Pero había un problema: por prescripción médica, el anciano no
podía ir ya a los estadios, y no sólo eso: no podía ni oír por radio las
crónicas a riesgo de quedar frito de un infarto. Su familia y él mismo (con todo su dolor) habían aceptado esa
orden. Por ello Casale, para evitar riesgos de gritos en el vecindario o
bocinazos en la calle que lo inquietaran con la pura suposición de los
resultados, se recluía en una quinta de su hermano, lejos de la ciudad. Pero
los chicos conocían la historia, y la tradujeron en cábala inevitable:
la verdad, hermano, que
(....) nunca le había tocado ver un partido en que la lepra nos hubiera roto el
orto. Era un privilegiado el viejo y además, un talismán (…) Entonces ahí nos
dijimos: “Este viejo tiene que estar en el Monumental contra Ñubel. No puede
ser de otra forma. Tiene que estar”.
El viejo se
niega, radical, a viajar, y más se niega a entrar en un estadio donde juegue
Central, pues no tenía ya ni la mínima certeza de salir bien librado. Es allí
donde los muchachos planean secuestrarlo y llevarlo por la fuerza al
Monumental. Con peripecias bien planeadas, lo logran y cargan con él hasta la
capital para que cumpla su función de amuleto. Custodiado por todos los sudorosos hinchas (recordemos que en diciembre
es etapa de mucho calor en Argentina), el viejo Casale va admitiendo su
condición de rehén. No tiene más opción que estar allí, su escapatoria se torna
imposible, y gradualmente, como es inevitable, se involucra en la euforia:
Mucho antes ya de entrar en
Buenos Aires, ese viejo era el más feliz de los mortales. Te lo digo yo y te lo
juro por la salud de mis hijos. El viejo cantaba, puteaba, chupaba mate, comía
facturas, gritaba por la ventana y a la cancha se bajó envuelto en una bandera
El partido fue
tenso y como el gol de Poy cayó al promediar el segundo tiempo, los Canallas
fueron embestidos por los Leprosos en busca de la igualada. Esto agudizó la
tensión a grados infernales, como lo cuenta el narrador:
¡Que si nos empataban nos
ganaban, hermano, porque ésa es la justa! ¡Nos ganaban esos hijos de puta! ¡Nos
empataban, íbamos a un suplementario y ahí nos iban a hacer refucilar el orto
porque estaban más enteros y se venían como un malón los guachos! (…) Ahí nos
infartamos todos, faltaban cinco minutos y si nos empataban, te repito, éramos
boleta en el suplementario. Me acuerdo que miro para atrás y lo veo al viejo,
blanco, pálido, con los ojos desencajados, pobrecito, pero vivo.
Ya podemos
imaginar lo que vino tras el silbatazo final y el 1-0. El vértigo que produjo
la victoria fue demasiada dosis de alegría para el corazón del viejo, y allí
quedó:
¡Qué más quería que morir
así ese hombre! ¿Esa era la manera de morir para un canalla! ¿Iba a seguir
viviendo? ¿Para qué? ¿Para vivir dos o tres años rasposos más, así como estaba
viviendo, adentro de un ropero, basureado por la esposa y toda la familia? ¡Más
vale morirse así, hermano! ¡Se murió saltando, feliz, abrazado a los muchachos,
al aire libre, con la alegría de haberle roto el orto a la lepra por el resto
de los siglos! ¡Así se tenía que morir, que hasta lo envidio, hermano, te juro,
lo envidio! ¡Porque si uno pudiera elegir la manera de morir, yo elijo ésa,
hermano! Yo elijo ésa.
El viejo Casale y Dahlmann
Supongo que ya
se habrá destacado la relación que hay entre el final del cuento de
Fontanarrosa y “El Sur”, de Borges. Como Dahlmann, Casale se ve forzado a
ocupar un lugar que no le pertenece, pero que secretamente anhela y con el cual
siente una identificación profunda. Ambos enfrentan, en muy distintas
circunstancias, aunque las dos motivadas por la enfermedad, la disyuntiva
civilización o barbarie: morir plácidamente, en un lecho casero o de hospital,
sin heroísmo, o terminar sus vidas en una pequeña aventura que les endiose el
pecho y los enorgullezca durante el último de los alientos. Dahlmann en el
campo opta por la barbarie luego de eludir el quirófano y goza la buena suerte
de que pueda liquidarlo un gaucho:
Sintió, al atravesar el
umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo,
hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera
noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces,
hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido
o soñado.
Y el viejo
Casale en la tribuna, hinchando por Central, celebrando la palomita de Poy,
eufórico en el meollo de la barbarie futbolística, muere de alegría por la
alegría de todos los Canallas.
BORGES,
Jorge Luis. Obras completas I, Emecé, Buenos Aires, 2010.
FONTANARROSA,
Roberto. Puro fútbol, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 2000.
LAMAS,
Federico. “La palomita de Poy”, El Gráfico, www.elgrafico.com.ar/2011/12/19C-3977-la-palomita-de-poy.php