Con un monólogo precioso, papá, el señor taxista editorializa sin erudición, con brutal claridad, parte de lo que ha ocurrido: “Ta mal que cierren calles, pues se hace un desmadre bien culero en aquella pinche ciudad, aunque de veras estuvo gacha la manera como quisieron chingar a López Obrador antes de las elecciones”. Sin elegancia, como digo, pero con una sinceridad inoxidable, el señor taxista ha dado en el clavo: más allá del 2 de julio, literalmente más allá del 2 de julio, o sea antes de esa fecha, todos vimos y podemos estar de acuerdo en que hubo una campaña monstruo para destruir políticamente al candidato de la coalición. Sobre eso no polemiza nadie, a menos que quiera ser tomado como un tonto.
¿Y qué pasó? También lo sabemos todos. Tras los videos, tras el intento de desafuero, los rivales del Peje lograron lo contrario a su propósito, pues catapultaron al enemigo público número uno de la patria y prácticamente lo colocaron en el estrellato político, donde el tabasqueño llegó a rebasar con facilidad el 40% en las preferencias electorales. Salvo pues por los “errores” del propio Peje, como decir “cállate, cachalaca” a la entrometida chachalaca presidencial, la andanada destructiva le hizo, como él lo repitió una y otra vez, lo que el viento a Juárez.
Ante la contraproducencia (este neologismo bien lo pudo acuñar el filólogo Santiago Creel) de sus maniobras, el Estado se entregó al afán de bifurcar el ataque: seguiría la guerra de espots contra AMLO, la ofensiva directa, por un lado, y por otro, crearía un empate mediático, forzado, en las encuestas. La firma de los partidos, sancionada por las televisoras a todo gaznate, con la que las fuerzas políticas se comprometían a respetar cualquier resultado, no tenía más objeto que amarrarle las manos al previsible perdedor.
¿Y qué pasó?, pregunto de nuevo. El Estado que a todas luces quiso destruir a AMLO y que no hizo más que alzarlo como el virtual invencible, amaneció el 2 de julio convertido en una tierna paloma, en una especie de Santa Teresita incapaz de ensuciarse las manos ni con una gladiola. Pero ese Estado angélico y sin pecado original concebido había sido la víspera un persecutor tan feroz que ni en una fábula lograría ser verosímil, como si el lobo perverso, al final de su asedio, se autopersuadiera de que lo mejor es comer Maizoro y no engullir ovejas.
Por eso digo que mi casual amigo, el señor taxista, ha dado en la cabeza del clavo: para entender el cochinero del 2 de julio, y el ulterior, hay que remontarse al que todos vimos antes de esa fecha. Eso nos ayudará a comprender que vivimos tiempos de grotesca imposición.