La crónica ya la conocemos: el sábado 5 de agosto comenzó el torneo de apertura para el Santos. El cotejo fue contra Monterrey, y además de un apagón, el incidente que levantó mayor ampolla fue el tratamiento presuntamente racista que recibió el panameño Felipe Baloy, jugador de los Rayados. El árbitro Fabián Delgado asentó en su cédula el comportamiento de la afición lagunera, lo que introdujo el tema de la discriminación étnica en el futbol y el periodismo mexicanos.
No demoro mi opinión sobre el asunto: me parece exagerado pensar que tras una agresión que no llega a lo físico se arme un jaleo noticioso de tan subidos tintes. Miguel Herrera, verbigracia, habló de la barbarie ya bien conocida (bien conocida según él) de los fanáticos santistas. Lo dijo como si los aficionados del Monterrey fueran institutrices inglesas y no como lo que sabemos que son: ostrogodos con jersey de gruesas rayas azules. Ya hace dos o tres temporadas, no recuerdo, muchos seguidores del equipo regio provocaron una batalla medieval en el entorno del Corona, y prácticamente no hubo nadie que les pudiera hacer frente pues tiraban puñetazos, patadas y riscazos como si fueran discípulos de Atila. El gentleman Miguelito Herrera, quien por cierto militó en el Santos y nunca se distinguió por ser precisamente un jugador terso, añadió que lo fanáticos laguneros que manifestaron su racismo contra Baloy sólo merecen ser calificados como “nacos”.
Insisto: hay que bajarle. Si comenzamos a sumar las manifestaciones verbales de tirria al rival futbolero no acabaríamos de computarlas. Cuando el enemigo es pelón, los aficionados de todo México le gritarán “pinche pelón”; si anda pasado de kilos, le gritarán “maldito gordo” o “cabrón marrano”; si es chaparro, no faltará que le digan “tapón”, “enano” y lindezas parecidas, todas aderezadas con maldiciones misceláneas. Por eso, al jugador negro (sólo cuando es enemigo, no cuando es Dolmo o Robson) le tupirán lo suyo sin piedad, con una beligerancia no vista en las calles y sólo superada por lo que declaran algunos empresarios contra López Obrador.
Es entonces exagerado llevar el caso a los tribunales de la disciplinaria y crear la imagen de racistas a los laguneros. Si lo son, no lo son más ni menos que los demás mexicanos, pueblo que en general es tolerante en el sentido racial aunque no deja de ser evidente que cierto color o la simple condición indígena genere recelo entre los mestizos que secretamente se creen arios. Una consideración final: ya trepado a la tribuna, cualquier ciudadano modelo es un hooligan en potencia. De qué asustarnos, pues.