En su Contemporánea de ayer José Alfredo habló con agudeza de la desacralización del texto debido al maremagno de papeles que tenemos todos los días frente a la vista. Pone como ejemplo el caso de los manuales que acompañan a nuestros aparatos electrónicos. ¿Alguien los leerá? Como él, me abstengo lo más que puedo de ingresar en la prosa instructiva que da minuciosa cuenta de todos los conocimientos relacionados con el uso del celular o de la lap top. Imposible. Dos o tres botones, dos o tres consejos de viva voz me sacan de apuros, y que otros hombres más tecnologizados le saquen todo el jugo al último recurso de la novísima Palm.
El problema no está en la falta de amor al conocimiento, sino en la convicción de que apenas dominamos una máquina cuando ya salió la otra con chorrocientas mil utilidades más. Es el mito de la totalidad del que ya alguna vez escribí. El hombre actual, solo con el Internet, podría saciar, sin consumir ni una misérrima parte de lo que hay en la www, toda su sed cognitiva. Ahora, pues, ante la avalancha de información, lo fundamental no es abarcar mucho, pues lo mucho sobra por mucho, sino apretar, bien apretado, poco, lo humanamente apretable.
No leo manuales, como José Alfredo, pero tampoco leo nada que escape aunque sea mínimamente a mis intereses. Así, mi círculo de lectura es tan estrecho como lo permite el tiempo del que dispongo para leer. Prefiero eso al riesgo de ser erudito superficial. Tres periódicos (uno en papel y dos virtuales), una revista semanal, correspondencia de ocho o diez amigos, y permanentemente un libro que por alguna razón especial sea “mi” libro de ese día o de esa semana. ¿Puedo con más? Supongo que sí, pero con seguridad, si abriera cancha a nuevas horas de lectura, sería de libros que han quedado rezagados en mi agenda, y no sumaría más periódicos ni más revistas ni mucho menos vagabundearía en la red en busca de “algo” para leer. El tiempo es finito, e infinitas las páginas al alcance de cualquiera. Por eso es una proeza ganar hoy un lector, dos lectores fieles. Este día, por ejemplo, luego de escribir estas líneas, y luego también de haber deslizado los ojos por dos diarios, erraré por las páginas de Los buscadores de oro, autobiografía parcial (recuerda su infancia) de Monterroso que debo releer para incorporar algunos datos al libro que repulo sobre el gran microrrelatista centroamericano. Y además del pragmatismo, ¿qué me lleva a Monterroso? Casi nada: la certeza de que nunca escribió un renglón con desenfado y de que en su prosa siempre hay un poderoso olor a eternidad, lo que jamás encontraría en las miles y miles de páginas que jamás visitaré.