Si Borges fue la inteligencia desmesurada, el narrador, poeta y ensayista cubano José Lezama Lima fue la belleza sin coto, la incandescencia llevada a límites cegadores. Y no ubico de casualidad al caribeño junto al argentino, pues ambos no sólo representan, creo, dos extremos del talento en Latinoamérica, sino que pueden fácilmente ser unidos en virtud de sus abismales diferencias. Si Borges es la contención, el equilibrio, la suprema elegancia de la matemática verbal, Lezama es el torrente, el chisporroteo, la canasta con todas las frutas unidas en una orgía de colores que nadie puede bien a bien entender, pero que a muchos seduce.
Nació Lezama en 1910, y un 9 de agosto de 1976 murió —porque era imposible que pudiera morir en otro sitio— en La Habana. Al escribir sobre él en este preciso momento, en la madrugada del 9 de agosto de 2006, sobre un camión en marcha de la línea Turistar rumbo a la ciudad de México, me siento atravesado por la paradoja: Lezama, quien por su asma, su obesidad y su terror al transporte se autodefinía como el “peregrino inmóvil”, es ahora descrito por mi computadora móvil con el ánimo de no dejar pasar este día sin celebrar que hoy, hace treinta años, el habanero atravesó la frontera de la vida para colocarse al lado de los muertos invencibles por la muerte.
Sólo un par de veces salió el poeta de La Habana; se sabe que alguna vez estuvo en Jamaica y otra en México. Su condición de ser humano estático no le impidió, sin embargo, henchirse de mundo; como pocos, como muy pocos, Lezama era capaz de describir todas las realidades, incluidas las que creaba su pulposa fantasía, con tal detallismo que alcanzó algo así como el estatuto de cosmopolita honorario. La lectura fue entonces, para él, la puerta y el camino, el salvoconducto al universo-mundo agazapado en signos sobre papel.
Y conquistó. Ganó lectores, lo que de alguna forma es ganar batallas, sin moverse de su amable sillón. Desde allí, como desde un trono, Lezama armó sus libros, leyó toda la literatura, forjó legendarias revistas, instruyó a jóvenes escritores, despachó lentos habanos, saboreó pasteles, bebió infusiones mágicas e imaginó un mundo literario al que no le servía la expresión convencional, de ahí que, como agua que por naturaleza abre rendijas en la roca, inventó un español casi ajeno al español, tan suyo que hasta los lectores más feroces del momento —Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes, Monsiváis— tuvieron que rendir su admiración al gordo aquel varado por siempre en la calle Trocadero de La Habana vieja.
La nota periodística que me trae el recuerdo de este aniversario me permite, pese a la improvisación de estas palabras en tránsito, citar un breve pasaje de la obra lezamiana. Acostumbrados como estamos al menor esfuerzo en todo, y esto incluye la lectura, el cubano siempre decía que “sólo lo difícil es estimulante”. Cierto que su obra es un desafío y quien quiera encontrar diamantes debe picar piedra; Lezama es una veta para eso. No por ello dejamos de encontrar luminosos y claros momentos en su obra, como éste donde se transparenta su inquietante genio: “a todo sobreviví y he de sobrevivir también a la muerte. Heidegger sostiene que el hombre es un ser para la muerte; todo poeta, sin embargo, crea la resurrección, entona ante la muerte un hurra victorioso...”.