Mi amigo David Miklos, que es novelista, editor y viajero impenitente, acaba de presentar el primer número de una publicación que arma en dupla con el crítico literario Rafael Lemus. Me envió uno de los textos leídos en la noche de la presentación, y aquí lo reproduzco. Suerte a Miklos y a Lemus. Que su nado en la contracorriente editorial les depare lo mejor.
Cuaderno salmón
Fabio Morábito
Italo Calvino decía que el libro más auténtico de un autor es el primero, que a menudo no es su mejor libro, pero es aquel que lo refleja más profundamente, porque obedece a un impulso genuino de expresión que en los siguientes libros se irá atenuando, sustituido por el oficio y la costumbre. Antes del primer libro no hay nada. Sobre todo, no hay otro libro que, con su presencia, determine el carácter de los libros que habrán de seguirle. Es por eso, agregaría yo, que el primer libro es el que corre más riesgo de ser el último, porque en todo primer libro late el deseo de decirlo todo y luego callarse. Los siguientes libros son la prueba del fracaso del primero, pero también la explicación de ese fracaso. Así, fracasando, es cómo un escritor se conoce a sí mismo y se da a conocer. El autor de un único libro será siempre un acertijo, un ser inclasificable. Su libro lo retrata profundamente, tan profundamente, que sólo a través de sus libros siguientes, que amortiguan ese resplandor inicial, logramos hacernos una idea de su singularidad.
Así como ocurre con un primer libro, también el primer número de una revista es una oportunidad para intuir el rostro secreto que los siguientes números irán perfeccionando, transformando y oscureciendo. Tal vez sólo frente a este primer número de Cuaderno salmón, libres de la carga de los números que han de venir; sólo ahora en que, por decirlo así, no estamos todavía frente a un proyecto, sino a un impulso, podamos adivinar todas las aspiraciones y los deseos de esta revista que acaba de nacer. Llevando aún más lejos esta reducción al impulso inicial, podríamos decir que lo que más importa del primer número de una revista no es tanto su contenido como su nombre. ¿Por qué “Cuaderno salmón”? Parece claro que la palabra “cuaderno” representa un homenaje a Salvador Elizondo, figura tutelar de esta revista, tal como se desprende de las palabras que los editores le dedican en uno de los textos más lúcidos de este primer número. En efecto, Salvador Elizondo fue un escritor de cuadernos, más que de libros. El cuaderno era el horizonte mental más apropiado para una escritura en precario equilibrio y alérgica a los fermentos de la maduración como era la suya. Escribiendo cuadernos, Salvador Elizondo quiso ser el perpetuo autor de un primer y único libro. Rehuyó el segundo libro, alargando indefinidamente el primero, y esta voluntad suya de ser fiel al primer impulso y de concebir la propia obra como un único libro, evoca el otro término del nombre de esta revista, el del salmón, ese pez que concibe la vida bajo la forma del retorno hacia el nido, luchando contra la corriente adversa en un recorrido que tiene algo de místico, como si buscara una palabra pura.
¿Qué podemos esperar de una revista que se tutela bajo estas divinidades tan exigentes, la del cuaderno que nada a contracorriente del libro y la del salmón que sólo publica un libro en su vida, porque muere tan pronto como logra reproducirse? Tal vez lo que podemos esperar es que cada número conserve, de manera elizondiana, el radicalismo y la frescura de una entrega única, sin un antes ni un después; que cada cuaderno salmón, pues, rehuya el libro al que toda revista acaba por parecerse y se conserve como un cuaderno, esa criatura en la que se ensayan caminos, se apuntan ideas, se asientan predilecciones y fobias, se esbozan poéticas, se tacha y se corrige, se borra y se vuelve a empezar.
Me parece que uno de los textos más ejemplares de este carácter aventurado y tentativo es el ensayo de Rafael Lemus “Por una crítica en crisis”, que resulta ser una especie de programa espiritual de la revista, menos por lo que dice que por el estilo con que lo dice. Subrayo la palabra estilo, que es crucial en el ensayo de Lemus y le hace decir a su autor que “no debería confiarse en los críticos carentes de un estilo”. Esta frase delata contra qué tipo de crítica apunta Lemus sus baterías: la crítica que se reduce a ser un comentario invertebrado del texto que critica y que renuncia a tener un estilo, esto es, una autonomía propia frente al texto que es objeto de su análisis. Lemus aboga por una crítica que no se subordine al texto o a los textos que estudia, una crítica que, al hablar de un texto, construya una verdad independiente de él, una verdad que el texto analizado comparte pero no necesariamente cumple en toda su extensión. Si estoy en lo correcto al interpretar el pensamiento de Lemus, la crítica vendría a ser entonces una especie de partera a la manera socrática, que cuestionaría cada obra con el imperativo: “conócete a ti misma”, para lo cual buscaría atravesarla contracorriente, exactamente como hace un salmón, que no quiere conocer el río que remonta, sino que al remontar el río en busca de ese algo que el río atesora, lo reescribe y lo reinventa, exhibiendo su originalidad. Esto, que a mí me parece mucho, a Lemus le parece apenas una parte, y por eso invoca una crítica que esté menos preocupada por explicar, iluminar o esclarecer, que por sembrar la duda y poner en crisis; una crítica que con tal de inquietar recurra incluso a la estafa, al delirio, a la rabia, al silencio, al desorden y a la misma oscuridad, pues lo que importa, según Lemus, es rescatar a la crítica de su papel de sirvienta modosa y arrastrarla al centro del escenario. En resumen, y cito sus palabras, hay que “hacer evidente, protagónica, escandalosa, la crítica literaria”.
No es éste el lugar ni la ocasión para discutir una por una las afirmaciones vehementes de Lemus, pero no puedo dejar de cotejar este texto con otro suyo, el ya mencionado sobre Salvador Elizondo, y escrito, supongo, en mancuerna con David Miklos, puesto que lleva la firma de la Redacción. En ese texto se lee que “en un país adicto al escándalo, donde todos gritan porque nadie escucha, Elizondo intentó una literatura de la contención”. Salta a la vista que las virtudes que Lemus y Miklos celebran en Elizondo: la contención, la transparencia, el riguroso pudor y, sobre todo, el diálogo con el lector, son diametralmente opuestas al delirio, la oscuridad, el desorden, el escándalo y la rabia que Lemus invoca para el nuevo derrotero que él desearía para la crítica literaria. Yo me pregunto: ¿no será que a través de la contención, la transparencia, el riguroso pudor y el diálogo con el lector nuestra crítica consiga alcanzar sin escándalos, como lo consiguió Elizondo, esa creatividad que le hace falta? Dicho de otra manera: ¿pueden existir una verdadera iluminación y un auténtico esclarecimiento que no supongan una transformación crítica, esto es, algún tipo de crisis, en el lector? Quizá nunca como en estos momentos de vociferación exacerbada en la que estamos metidos, se hace más necesario el ejemplo de contención de Salvador Elizondo. En medio del protagonismo y la invectiva generalizados que nos rodean, el espíritu del cuaderno, que alberga la expresión más personal y gratuita, tan alejada de la arenga, debería prevenirnos contra toda clase de estrados y de proclamas. El texto de Lemus, tan importante en muchos aspectos, cae en el proclama, lo mismo, por cierto, que el texto de Fernando Vallejo, por demás estupendamente escrito, cuya larga diatriba contra las religiones cristiana, musulmana y judaica, a quienes el autor acusa de manifestar en sus textos canónicos una pareja crueldad contra los animales, se torna reiterativa y no exenta de un tono naïf. Me pregunto, en este sentido, si el salmón, a veces, durante su estoico viaje hacia el origen, en algún recodo o remanso del río, cuando la corriente en contra se atenúa, no se concederá a sí mismo un broma, una ironía, una pausa, dejará de tomarse en serio y, como los delfines, saltará por saltar. Es algo que no me parece del todo imposible y me recuerda que en la primaria tuve durante un breve periodo un maestro suplente que nos asignó, entre tantos cuadernos que debíamos llevar a la escuela, uno bastante extraño, en el que podíamos hacer lo que quisiéramos, desde dibujar hasta escribir chistes y groserías. Frente a los demás cuadernos, que eran cuadernos de tareas, éste era nuestro cuaderno de recreo, totalmente privado, que nadie podía abrir sin el permiso de su dueño, pero que teníamos que llevar todos los días, igual que los otros. Ahora que lo pienso, era nuestro cuaderno salmón, que saltaba cuando quería, en contra de la corriente de los otros cuadernos. Ojalá esta revista, en medio de todas las tareas que la esperan, no olvide nunca este gusto del salto por el salto.