domingo, noviembre 29, 2009

El gozoso dolor de la arena



Los elementos externos al corazón de un libro pueden ser, en el caso de los escritores sin malicia, meros rasgos ornamentales, ítems que se llenan nomás porque deben ser llenados. Entiendo por “elementos externos” el título, la imagen de la portada si la hay, los epígrafes, los nombres de los capítulos y las viñetas en el caso de que lleve. Para un escritor minucioso, todo comunica y emite pistas sobre el sentido de la obra, lo que resulta particularmente útil al lector cuando se trata de un libro con cierto carácter ambiguo, enigmático o simbólico. Son, pues, claves para ingresar a él, y aquí bien vale recordar que clave significa llave, la llave que nos abre las puertas del misterio.
Húmedo desierto es, como casi todo libro de poesía, un racimo de poemas cuajados con imágenes que no se dejan desnudar a la primera lectura. Para ir develando sus secretos es pertinente conocer algunas claves que, siento, están sobre el mismísimo tapete de entrada a este recinto, es decir, en el título, en la imagen de la portada y en el epígrafe principal. Voy a tratar de argumentar por qué. Primero, creo que éste, el tercer poemario individual de Graciela Guzmán, ha sido vertebrado con una imagen paradójica: el amor es una pasión que mitiga la desolación, pero no la disuelve totalmente.
Antes, porque casi recién ha escogido a La Laguna para radicar, quiero informar que Graciela Guzmán (León, Guanajuato, 1957) se ha especializado durante muchos años en la corrección de estilo, trabajo que sobre todo desempeñó en el diario AM de la ciudad de León, Guanajuato. En esa misma ciudad participó en talleres literarios y poco a poco fue consiguiendo una voz poética que maduró hasta cristalizar en sus primeras publicaciones: La vida no vale nada y La desnudez a solas. Algunos de sus poemas han sido traducidos al inglés y publicados en revistas de Estados Unidos. Ha sido becaria en la categoría creadores con trayectoria por el Instituto de Cultura del Estado de Guanajuato. Además de la literatura, practica la fotografía, actividad en la que ha obtenido, entre otros, el premio estatal de fotografía 1997 en su entidad natal.
Descrita esa trayectoria en la que destaco la labor de corrección, oficio que también he practicado y califico de extremadamente delicado, vuelvo al libro que nos reúne: a nadie se le escapa que su título encierra una paradoja: son dos términos contrastantes, oximorónicos: si el desierto se caracteriza por la sequedad, ¿por qué aparece aquí cómo húmedo? Sospecho que allí está la primera clave, pues lo que dijo David Lagmanovich para el microrrelato es también válido para otros géneros, en este caso la poesía: el título “cumple una indudable función de focalización y, al hacerlo, completa el significado —o, si así se prefiere, devela la intención autoral— a que aspira la composición en su totalidad”. La segunda clave es más visible todavía, aunque ignoro qué tanto influyó la autora en esto: la imagen que ilustra la portada muestra un desierto en color ocre, unas onduladas dunas que tienen algo de cuerpo; sobreimpuesto a esa imagen, un reloj de arena cuya cintura estrecha no necesito describir; el conjunto da la idea de dos cuerpos juntos: el del reloj ayuntado con las dunas; esta es la segunda clave. La última es el epígrafe: “El amor es el silencio más fino, / el más tembloroso, el más insoportable”, dos versos de Jaime Sabines arrancados de ya sabemos qué poema.
No sé si me excedo en el afán de interpretar los elementos que llamo externos, ajenos a la textualidad del libro en sí. Si exagero, nada se pierde. Si atino, algo habremos conseguido en el afán de leer con esta brújula. Las tres claves que destaco como llaves para ingresar a Húmedo desierto nos llevan a pensar que el amor no anula el yermo que es el cuerpo sin la irrigación de los afectos, pero esa pasión allí, sobre el desierto de la vida, es mejor que nada, grata a pesar de la sequedad esencial del ser que es conciente de su finitud. Por eso está allí Sabines, un poeta que es símbolo de enamorado triste, de amoroso melancólico, de húmedo desierto al fin. Por eso la imagen del páramo que es cuerpo hecho de sensuales dunas sobre las que cae el cuerpo de un reloj de arena que marca el ritmo de la felicidad carnal, es verdad, pero también la terminación ineludible del placer. Insisto: tal vez este conato de aproximación proporcione una idea general sobre el tema que deambula los poemas de Graciela Guzmán. Puede que sí, puede que no, pero al entrar en sus versos intuyo que es posible hallar una confirmación, al menos cierta coincidencia, entre lo que observo fuera del libro y lo que hay dentro. En los versos hay goce, hay alegría, hay humedad, pero también un persistente desamparo, una especie de aura que ensombrece con una capa de aridez el rito jadeante de los cuerpos.
Por ejemplo, en el “Poema desde el baldío que preparó tu calle sexta” Guzmán sugiere: “Hablo del amor que prepara exequias / porque no tiene suficiente vida para dos”. Igual, con un amor incompleto, como mutilado de antemano, el poema “Preparativos para volver a la realidad: “Las experiencias no son vanas / Lo son estos labios de río estéril / esta lengua habitante de páramos / estos brazos rodeando vacuidades / este corazón que late a ciclos / esta piel de cortesana furtiva / Lo es este amor que no me sirve / para eclipsar fantasmas”. Estos y muchos versos más, por no decir todos los de Húmedo desierto, remiten al título del libro, a la imagen de portada, al agridulce poeta chiapaneco: son una constancia de la desolación apenas tocada por fugaces dichas, por cuerpos que se irrigan pero no acaban por hacer que nazcan verdores en la arena.
Con poemas como estos, sinceros, ajenos al chantaje, Graciela Guzmán se presenta ante una comarca que esperamos no le sea desértica y sí pródiga. Ojalá. Pase lo que pase, bienvenida a La Laguna (texto leído en la presentación de Húmedo desierto celebrada en el Icocult Laguna el 27 de noviembre. Participamos Angélica López Gándara, Daniel Maldonado, la autora y yo).