Todo mundo sabe (cuando digo “todo mundo” todo mundo debe entender que me refiero a mi escaso lote de lectores) que en 2007 tuvimos en Torreón la visita de Mario Bunge. Creo que al respecto escribí un par de comentarios; en ambos lamenté, por decirlo de una manera amable, la indiferencia de nuestra ciudad ante el intelectual de más calibre que al menos una vez haya estado en Torreón durante sus primeros cien años de vida como ciudad. Alguien dirá, con legítimo escepticismo, que exagero, pero si se asoma a la ficha más accesible que todos tenemos a la vista, la de Wikipedia, advertirá que hasta me quedo corto, que Bunge es un intelectual de dimensiones extremas. El argentino es un científico sensible a los problemas de nuestro tiempo y un hombre cuya sed de conocimiento no lo ha alejado de las preocupaciones cotidianas. Así, armado con una biblioteca en su mente, Bunge lo explora todo, lo que a la postre da la idea de que su cabeza es un amplio centro de análisis en el que cabe lo denso y lo ligero, lo profundo y lo superficial, siempre examinado con un rigor que no admite opiniones epidérmicas.
Hace unos días, al vagabundear por los anaqueles de la Gandhi, me topé con uno más de los libros de Bunge. Su título es 100 ideas. El libro para pensar y discutir en el café. Desde allí podemos notar que en el corpus bibliográfico del argentino se trata de un libro en tono menor, periodístico más que académico. Y sí, eso es: una colección de cien artículos de diferente extensión, todos numerados y encabezados con sencillez. La malicia está en el contenido de cada pieza, que así esté vestido de prosa amena, casi coloquial, nunca abandona la profundidad, el enfoque novedoso, la mirada crítica de un hombre que ni desenfadado deja de ser poderosamente agudo.
Y hay más: 100 ideas… nos muestra que la erudición no está reñida con el humor, pues Bunge desliza en todo momento frases que no mueven a risa, sino a hilaridad. Lejos de la solemnidad, pues, el científico argentino radicado en Canadá va pasando los temas relajadamente, salpicando aquí y allá ironías de estirpe inglesa.
No resisto la tentación de copiar una parte de la ficha que sirve como zaguán del libro: “Mario Bunge, nacido en Buenos Aires en 1919, se doctoró en ciencias fisicomatemáticas, obtuvo quince doctorados honoris causa y pertenece a cuatro academias. Fundó la Universidad Obrera Argentina, la revista Minerva, la Society for Exact Philosophy y la Asociación Mexicana de Epistemología. Fue profesor titular de las universidades de Buenos Aires, La Plata y Nacional Autónoma de México, así como profesor visitante en cuatro universidades norteamericanas y cinco europeas. Es autor de más de quinientos artículos y más de cincuenta libros sobre ciencias y filosofía (…) Algunas de sus obras han sido traducidas a doce lenguas”.
Pese a tal capital curricular, Bunge se presenta en 100 ideas…, como digo, muy cercano al lector de a pie, al hombre no especializado pero con actitud abierta a la reflexión sobre los temas que aletean en cualquier sobremesa. Un listado a saltos del índice permite que nos hagamos de una visión panorámica del libro (nótese el orden alfabético): “Azar”, “Barbarie técnica”, “Cultura y gobierno”, “Deporte”, “Estudiantes”, “Fútbol e intelecto”, “Gobernar sin conocer”, “Incertidumbre”, “Libertad”, “Neofobia” y “excelsofobia”, “Precio de los hijos”, “Quema de libros”, “Sexo industrial”, “Terrorismos”, “Universidad moderna”, “Violencia”. Mostrado así, a brincos, parece el libro de un moderno Montaigne, y si me fuerzan a aceptar que eso es, lo acepto: este de Bunge es un muestrario de ensayitos personalísimos, a la manera de los que dejó para la historia el señor de la montaña al que con justicia le atribuimos la paternidad del género.
Voy a traer un ejemplo sencillo del enfoque que hace Bunge a un tema de todos los días: el futbol, asunto que, por cierto, ha estado muy presente entre nosotros por estos días: “El título de esta nota parecerá absurdo a quienes crean saber en qué se diferencian los futbolistas de los intelectuales. Dirán que es sabido que mientras los primeros patean, los segundos piensan. Pero quien haya jugado alguna vez al futbol sabe que, para patear bien y para meter o atajar goles de cabeza, se necesita una buena cabeza. Y quienes se hayan topado con autores posmodernos saben que hay quienes fingen pensar, cuando de hecho no hacen sino patear palabras, formando oraciones que carecen de sentido, así como hay compositores que simulan hacer música enhebrando notas al azar o repitiendo hasta el hartazgo estrofas primitivas.
Ésta sí que es una diferencia importante entre los dos tipos de personas: hay pseudointelectuales, pero no hay pseudofutbolistas. Se puede fingir pensar, pero no se puede fingir pasar la pelota, defender el arco ni meter goles. Se puede pertenecer al comité olímpico sin practicar deportes, pero no se puede participar en una olimpíada sin ser un deportista excelso. (…)
Lo que motiva a los futbolistas, al igual que a los científicos (y a los artistas y filósofos), es el juego mismo y el deseo de ser apreciado, y acaso admirado, por los conocedores. La diferencia reside en que el público del científico, artista o filósofo es minoritario, en tanto que el juego del futbolista de un equipo mundialmente famoso puede llegar a ser admirado por cien millones de personas.
Pero la fama del deportista suele ser efímera, en tanto que la del científico puede ser duradera, sobre todo cuando lo que ha descubierto o inventado lleva su nombre. Ejemplos: el principio de Arquímides, las leyes de Newton, las ecuaciones de Maxwell, el pascal, el watt, el voltio, el faraday, el amperio, el curie, el bacilo de Koch, la pasteurización. En cambio, no hay tal cosa con la corrida de Joe di Maggio, el raquetazo de André Agassi, el taquito de Pelé o el cabezazo de Maradona. Estas acciones fueron vistas y son recordadas por muchos, pero es todo.
¿A qué se debe esta diferencia? A que la jugada brillante provoca admiración, pero no entra en nuestras vidas como entran las ideas profundas que ayudan a comprender el mundo y a cambiarlo, ni la novela, sonata o pintura que sigue conmoviendo a través de los siglos.
¿Quién se acuerda de los atletas que participaron en las olimpiadas griegas? ¿Y qué recordamos de los Juegos Olímpicos de Munich, aparte del sangriento atentado terrorista? En cambio, seguimos estudiando mecánica cuántica, leyendo a Cervantes, escuchando a Beethoven y admirando a Van Gogh. Estos grandes triunfos de la actividad desinteresada han hecho más que entretenernos un rato: han enriquecido nuestras vidas, y con ello nos han mejorado…”.
Espero que mis lectores vayan a este libro. No tiene página baldía.
Hace unos días, al vagabundear por los anaqueles de la Gandhi, me topé con uno más de los libros de Bunge. Su título es 100 ideas. El libro para pensar y discutir en el café. Desde allí podemos notar que en el corpus bibliográfico del argentino se trata de un libro en tono menor, periodístico más que académico. Y sí, eso es: una colección de cien artículos de diferente extensión, todos numerados y encabezados con sencillez. La malicia está en el contenido de cada pieza, que así esté vestido de prosa amena, casi coloquial, nunca abandona la profundidad, el enfoque novedoso, la mirada crítica de un hombre que ni desenfadado deja de ser poderosamente agudo.
Y hay más: 100 ideas… nos muestra que la erudición no está reñida con el humor, pues Bunge desliza en todo momento frases que no mueven a risa, sino a hilaridad. Lejos de la solemnidad, pues, el científico argentino radicado en Canadá va pasando los temas relajadamente, salpicando aquí y allá ironías de estirpe inglesa.
No resisto la tentación de copiar una parte de la ficha que sirve como zaguán del libro: “Mario Bunge, nacido en Buenos Aires en 1919, se doctoró en ciencias fisicomatemáticas, obtuvo quince doctorados honoris causa y pertenece a cuatro academias. Fundó la Universidad Obrera Argentina, la revista Minerva, la Society for Exact Philosophy y la Asociación Mexicana de Epistemología. Fue profesor titular de las universidades de Buenos Aires, La Plata y Nacional Autónoma de México, así como profesor visitante en cuatro universidades norteamericanas y cinco europeas. Es autor de más de quinientos artículos y más de cincuenta libros sobre ciencias y filosofía (…) Algunas de sus obras han sido traducidas a doce lenguas”.
Pese a tal capital curricular, Bunge se presenta en 100 ideas…, como digo, muy cercano al lector de a pie, al hombre no especializado pero con actitud abierta a la reflexión sobre los temas que aletean en cualquier sobremesa. Un listado a saltos del índice permite que nos hagamos de una visión panorámica del libro (nótese el orden alfabético): “Azar”, “Barbarie técnica”, “Cultura y gobierno”, “Deporte”, “Estudiantes”, “Fútbol e intelecto”, “Gobernar sin conocer”, “Incertidumbre”, “Libertad”, “Neofobia” y “excelsofobia”, “Precio de los hijos”, “Quema de libros”, “Sexo industrial”, “Terrorismos”, “Universidad moderna”, “Violencia”. Mostrado así, a brincos, parece el libro de un moderno Montaigne, y si me fuerzan a aceptar que eso es, lo acepto: este de Bunge es un muestrario de ensayitos personalísimos, a la manera de los que dejó para la historia el señor de la montaña al que con justicia le atribuimos la paternidad del género.
Voy a traer un ejemplo sencillo del enfoque que hace Bunge a un tema de todos los días: el futbol, asunto que, por cierto, ha estado muy presente entre nosotros por estos días: “El título de esta nota parecerá absurdo a quienes crean saber en qué se diferencian los futbolistas de los intelectuales. Dirán que es sabido que mientras los primeros patean, los segundos piensan. Pero quien haya jugado alguna vez al futbol sabe que, para patear bien y para meter o atajar goles de cabeza, se necesita una buena cabeza. Y quienes se hayan topado con autores posmodernos saben que hay quienes fingen pensar, cuando de hecho no hacen sino patear palabras, formando oraciones que carecen de sentido, así como hay compositores que simulan hacer música enhebrando notas al azar o repitiendo hasta el hartazgo estrofas primitivas.
Ésta sí que es una diferencia importante entre los dos tipos de personas: hay pseudointelectuales, pero no hay pseudofutbolistas. Se puede fingir pensar, pero no se puede fingir pasar la pelota, defender el arco ni meter goles. Se puede pertenecer al comité olímpico sin practicar deportes, pero no se puede participar en una olimpíada sin ser un deportista excelso. (…)
Lo que motiva a los futbolistas, al igual que a los científicos (y a los artistas y filósofos), es el juego mismo y el deseo de ser apreciado, y acaso admirado, por los conocedores. La diferencia reside en que el público del científico, artista o filósofo es minoritario, en tanto que el juego del futbolista de un equipo mundialmente famoso puede llegar a ser admirado por cien millones de personas.
Pero la fama del deportista suele ser efímera, en tanto que la del científico puede ser duradera, sobre todo cuando lo que ha descubierto o inventado lleva su nombre. Ejemplos: el principio de Arquímides, las leyes de Newton, las ecuaciones de Maxwell, el pascal, el watt, el voltio, el faraday, el amperio, el curie, el bacilo de Koch, la pasteurización. En cambio, no hay tal cosa con la corrida de Joe di Maggio, el raquetazo de André Agassi, el taquito de Pelé o el cabezazo de Maradona. Estas acciones fueron vistas y son recordadas por muchos, pero es todo.
¿A qué se debe esta diferencia? A que la jugada brillante provoca admiración, pero no entra en nuestras vidas como entran las ideas profundas que ayudan a comprender el mundo y a cambiarlo, ni la novela, sonata o pintura que sigue conmoviendo a través de los siglos.
¿Quién se acuerda de los atletas que participaron en las olimpiadas griegas? ¿Y qué recordamos de los Juegos Olímpicos de Munich, aparte del sangriento atentado terrorista? En cambio, seguimos estudiando mecánica cuántica, leyendo a Cervantes, escuchando a Beethoven y admirando a Van Gogh. Estos grandes triunfos de la actividad desinteresada han hecho más que entretenernos un rato: han enriquecido nuestras vidas, y con ello nos han mejorado…”.
Espero que mis lectores vayan a este libro. No tiene página baldía.