Imbuido por el espíritu del gran sabio Perogrullo, cavilo: ¿alguno de ustedes se ha tomado la molestia de reflexionar sobre su actitud en el mismísimo momento en el que le cae una buena lana? Esto de “una buena lana” es relativo, por supuesto, ya que una buena lana para un millonario de Torreón puede ser una miseria para Steve Jobs, así como una buena lana para un obrero es una bicoca para el socio mayoritario de la empresa. Pero pensemos en nuestro concepto de “una buena lana”. Cuando nos cae, y más si andamos charros, la actitud ante la vida cambia de golpe. Como que el mundo se abre, como que las flores del hermoso campo miran hacia nosotros y silbamos o cantamos o sonreímos bien acodados en el barandal de la seguridad. Decimos: “Me cayó una buena lana”, y somos felices al menos por un rato.
El efecto plata es uno de los más canijos que conozco. En él veo, según lo ha planteado, insisto, el genial Perogrullo, la base de todo lo que se mueve en la actualidad. Hay tantas tentaciones y hay tan poco dinero para uno. Casi todo lo tienen, ya sabemos, unas pocas manos en el mundo, así que debemos resignarnos a vivir permanentemente colgados del anhelo. Hoy anhelamos esto, mañana aquello. Siempre anhelamos todo, y si dejamos de anhelarlo la publicidad se encarga de que no dejemos de anhelarlo. Con dinero, por eso, se mitigan los apetitos, aunque de golpe surgen otros que hacen infinitos los deseos. En otras palabras, el hambre de dinero sólo se sacia con más dinero, lo que nos hace concluir que hay algo que tiende a ser inacabable en este asunto.
Si nos ponemos blandos de corazón y vemos la vida como seguramente la ven Hello Kitty y Rosita Fresita, lo único que no cuesta es un amanecer, o la brisa que viene del mar (no, a los laguneros sí nos cuesta la brisa del mar, por ejemplo), o el hermoso canto de los pajaritos. Todo lo demás tiene precio. Una casa con lo básico cuesta un dineral, mucho más de lo que el salario mínimo es capaz de comprar. Sin duda. Esa casa “de material” (esta expresión es maravillosa, pues insinúa la hermosa idea de que hay casas inmateriales), con las paredes pintadas, sin goteras, con hidroneumático, refrigeración, bóiler, habitaciones aisladas e individuales o cuando mucho dobles y bien iluminadas y bien ventiladas y espaciosas, más sala, comedor, jardín, área de lavandería, cocina con aditamentos, baños sin fugas y algún hall-biblioteca de descanso, cuesta un dineral, mucho más, más que mucho más de lo que puede alcanzar el miserable salario mínimo mexicano, y eso cuando hay miserable salario mínimo mexicano, pues mucha gente ni eso tiene.
La casa también puede tener cochera, digamos, para dos autos. Los autos, cuando uno no desea que se queden muertos en los semáforos o cuando uno quiere que salgan de viaje y se traguen la carretera y lleven buena música y si se puede clima, cuestan un platal. A eso hay que sumar las abusivas tenencias, los puños de gasolina y la cuota regular para meterlos al “servicio”. Si el coche tiene esas o acaso más modestas características pero es de agencia, el seguro que exigen las financiadoras también es gasto.
Las tentaciones, pues, cunden como chancros en burdel. Por ejemplo, la ropa, para ser ropa, ya no debe ser ropa a secas, sino ropa “de marca”. El reloj, para ser reloj, también debe verse fino, de algún fabricante que nos deje bien parados cuando nos piden la hora. El celular igual: que no sea de plastiquito Nokia o Motorola porque da vergüenza contestar en público. Todo eso sirve para ir al mall, para que nos vean en el club o en los restaurantes donde uno no arriesgue el pellejo con la insalubridad de la comida. Y no sumemos aquello que parece más suntuario, como una laptop e internet inalámbrico en casa o módem que viaja a todos lados y tele por cable o por satélite y, y, y, y…
Los que tienen eso o los que tenemos una parte de eso, aunque sea pequeña, quizá no imaginamos la tortura que perforaría el alma si no tuviéramos ni tantito de lo que se necesita ahora para instalarnos en la zona del confort y del estatus. Por eso, cuando nos cae una lana, nos ponemos contentos, muy contentos, tanto como pueden ponerse quienes nunca tuvieron nada y alguna actividad ilícita les abre la posibilidad. En el mundo actual, con tantos y tantos que no pueden comprar nada, es relativamente fácil cruzar la línea y buscar el carajo dinero como sea, al precio que sea. Si bien el dinero es propiedad de unos pocos, el gusto por el dinero, dicho esto sin rodeos, es patrimonio de todos independientemente de cómo sea ganado o no ganado.
El efecto plata es uno de los más canijos que conozco. En él veo, según lo ha planteado, insisto, el genial Perogrullo, la base de todo lo que se mueve en la actualidad. Hay tantas tentaciones y hay tan poco dinero para uno. Casi todo lo tienen, ya sabemos, unas pocas manos en el mundo, así que debemos resignarnos a vivir permanentemente colgados del anhelo. Hoy anhelamos esto, mañana aquello. Siempre anhelamos todo, y si dejamos de anhelarlo la publicidad se encarga de que no dejemos de anhelarlo. Con dinero, por eso, se mitigan los apetitos, aunque de golpe surgen otros que hacen infinitos los deseos. En otras palabras, el hambre de dinero sólo se sacia con más dinero, lo que nos hace concluir que hay algo que tiende a ser inacabable en este asunto.
Si nos ponemos blandos de corazón y vemos la vida como seguramente la ven Hello Kitty y Rosita Fresita, lo único que no cuesta es un amanecer, o la brisa que viene del mar (no, a los laguneros sí nos cuesta la brisa del mar, por ejemplo), o el hermoso canto de los pajaritos. Todo lo demás tiene precio. Una casa con lo básico cuesta un dineral, mucho más de lo que el salario mínimo es capaz de comprar. Sin duda. Esa casa “de material” (esta expresión es maravillosa, pues insinúa la hermosa idea de que hay casas inmateriales), con las paredes pintadas, sin goteras, con hidroneumático, refrigeración, bóiler, habitaciones aisladas e individuales o cuando mucho dobles y bien iluminadas y bien ventiladas y espaciosas, más sala, comedor, jardín, área de lavandería, cocina con aditamentos, baños sin fugas y algún hall-biblioteca de descanso, cuesta un dineral, mucho más, más que mucho más de lo que puede alcanzar el miserable salario mínimo mexicano, y eso cuando hay miserable salario mínimo mexicano, pues mucha gente ni eso tiene.
La casa también puede tener cochera, digamos, para dos autos. Los autos, cuando uno no desea que se queden muertos en los semáforos o cuando uno quiere que salgan de viaje y se traguen la carretera y lleven buena música y si se puede clima, cuestan un platal. A eso hay que sumar las abusivas tenencias, los puños de gasolina y la cuota regular para meterlos al “servicio”. Si el coche tiene esas o acaso más modestas características pero es de agencia, el seguro que exigen las financiadoras también es gasto.
Las tentaciones, pues, cunden como chancros en burdel. Por ejemplo, la ropa, para ser ropa, ya no debe ser ropa a secas, sino ropa “de marca”. El reloj, para ser reloj, también debe verse fino, de algún fabricante que nos deje bien parados cuando nos piden la hora. El celular igual: que no sea de plastiquito Nokia o Motorola porque da vergüenza contestar en público. Todo eso sirve para ir al mall, para que nos vean en el club o en los restaurantes donde uno no arriesgue el pellejo con la insalubridad de la comida. Y no sumemos aquello que parece más suntuario, como una laptop e internet inalámbrico en casa o módem que viaja a todos lados y tele por cable o por satélite y, y, y, y…
Los que tienen eso o los que tenemos una parte de eso, aunque sea pequeña, quizá no imaginamos la tortura que perforaría el alma si no tuviéramos ni tantito de lo que se necesita ahora para instalarnos en la zona del confort y del estatus. Por eso, cuando nos cae una lana, nos ponemos contentos, muy contentos, tanto como pueden ponerse quienes nunca tuvieron nada y alguna actividad ilícita les abre la posibilidad. En el mundo actual, con tantos y tantos que no pueden comprar nada, es relativamente fácil cruzar la línea y buscar el carajo dinero como sea, al precio que sea. Si bien el dinero es propiedad de unos pocos, el gusto por el dinero, dicho esto sin rodeos, es patrimonio de todos independientemente de cómo sea ganado o no ganado.