Mi fila era la primera. No dentro del nuevo estadio, sino fuera, casi al borde de la carretera a San Pedro. Llegué a las 5:30 gracias al aventón que me dio Joel Cobos, viejo amigo mío, periodista y ahora mi vecino. La cola de coches era descomunal, casi chilanga, lo que no estamos acostumbrados a ver en estos terregosos páramos ajenos a la benevolencia del Señor. Lo que es a diario, pues, una ruta más o menos ágil devino lenta caravana de coches con el mismo apetito: llegar a los talqueados estacionamientos del TSM.
Luego de 45 minutos a vuelta de rueda (sin metáfora), alcanzamos el objetivo. Allí me despedí de Joel, pues la zona demarcada por nuestros boletos era muy diferente. A mí me tocó la tribuna denominada Takis, que según sé es la marca de unas frituras caracterizadas por su forma de minitaco. Tomé entonces la primera fila que tuve a la vista, una que llegaba hasta Cuatrociénegas. Allí empecé las morosas estaciones de un viacrucis que me sirvió para ver a media comarca lagunera. Mientras mi avance se daba a diez centímetros por minuto, por allí vi moverse al doctor Jalife, al notario Cárdenas, al empresario mueblero Roberto Rodríguez, el empresario del transporte Miguel Sánchez, al ex jugador Nicolás Ramírez, el ex candidato Chuy de León, a los alcaldes Calderón Cigarroa y Carlos “A poco nos vamos a quedar así” Aguilera, al rector Ochoa Rivera de la UAdeC, todos entre un mar de gente que corría en sentido contrario a la dirección de mi bostezante fila.
Me sentí en “Autopista del sur”, el cuento de Cortázar que narra un embotellamiento que poco tuvo para terminar en el compadrazgo de quienes se hallan varados. Así, atorado en esa fila infinita, tuve tiempo para reflexionar en la inmortalidad no sólo del cangrejo, sino de todas las especies del reino animal. Por otro lado, nadie daba información oficial. En esa parte del recorrido de acceso no se veía personal con gafete o algo parecido, de manera que la masa se convertía un conglomerado de seres extraviados en el desierto, hombres y mujeres cuyo único anhelo era llegar al paraíso terrenal del TSM. Por un extraño imán, mucha gente se aproximaba a mí para peguntar si la fila conducía a tal o cual parte. Traté de ser amable en mi flamante rol de orientador, pero en todo momento me sentí ciego guiando a otros ciegos: “No sé, al parecer es necesario pasar esa reja y allá dentro nos distribuyen a las diferentes tribunas, según se asiente en los boletos”. Repetí esa respuesta como cuarenta veces, siempre a sabiendas de que mi respuesta no era una respuesta, sino una forma más o menos cortés de decir algo, lo que fuera. El tedio, sin embargo, me llevó a contestar de una manera delirante: “No sé a dónde nos lleva esta fila. Yo vengo a un concierto de la Camerata y tal vez algún día pueda llegar a él” o “No sé, es probable que al final de la fila lleguemos al beis o a una función de box”.
La falta de información y la creciente inquietud al poco rato provocaron lazos de camaradería en diferentes sectores de la fila. Yo hice una estrecha amistad con los que iban un poco adelante, al grado de que quedamos en invitarnos a cenar uno de estos días. Como en toda muchedumbre, los rumores empezaron a cundir. Que ya comenzó el espectáculo; no, que no ha comenzado. Que hay otras cinco entradas, tres de las cuales no tienen mucha gente; no, que nomás hay una entrada. Que ya se llenó el estadio; no, que no se ha llenado el estadio. Todo era incertidumbre. Entre muchos, un rumor comenzó a tomar fuerza: “El Estado Mayor Presidencial colocó filtros que han hecho muy lento el acceso”. Y sí, más delante vi que el EMP tenía latosos arcos detectores para proteger (¿de qué?) al inquilino de Los Pinos. Mientras era o no era lo que decían que era, un sujeto con gafete apareció milagrosamente por allí. Muchos le reclamaron, algunos airadamente. Dijo que “los de Takis” debían buscar otro acceso, así que, resignado, abandoné mi ya querida fila. Asombrado, entré sin batallar a la zona Takis, pero ya no busqué mi asiento, pues debido al cansancio decidí permanecer en el estadio, no sin abnegación, durante menos de dos horas. Lo único bueno de mi larga espera en la fila de tres horas fue que tuve la oportunidad de no ver a Ricky Martin y llegué a tiempo para escuchar la opinión que atronó contra Felipe Calderón. Ah, y vi otra vez a Pelé, mi cuate Pelé. Salí del estadio cuando Vuoso marcó el primer pepino.
Luego de 45 minutos a vuelta de rueda (sin metáfora), alcanzamos el objetivo. Allí me despedí de Joel, pues la zona demarcada por nuestros boletos era muy diferente. A mí me tocó la tribuna denominada Takis, que según sé es la marca de unas frituras caracterizadas por su forma de minitaco. Tomé entonces la primera fila que tuve a la vista, una que llegaba hasta Cuatrociénegas. Allí empecé las morosas estaciones de un viacrucis que me sirvió para ver a media comarca lagunera. Mientras mi avance se daba a diez centímetros por minuto, por allí vi moverse al doctor Jalife, al notario Cárdenas, al empresario mueblero Roberto Rodríguez, el empresario del transporte Miguel Sánchez, al ex jugador Nicolás Ramírez, el ex candidato Chuy de León, a los alcaldes Calderón Cigarroa y Carlos “A poco nos vamos a quedar así” Aguilera, al rector Ochoa Rivera de la UAdeC, todos entre un mar de gente que corría en sentido contrario a la dirección de mi bostezante fila.
Me sentí en “Autopista del sur”, el cuento de Cortázar que narra un embotellamiento que poco tuvo para terminar en el compadrazgo de quienes se hallan varados. Así, atorado en esa fila infinita, tuve tiempo para reflexionar en la inmortalidad no sólo del cangrejo, sino de todas las especies del reino animal. Por otro lado, nadie daba información oficial. En esa parte del recorrido de acceso no se veía personal con gafete o algo parecido, de manera que la masa se convertía un conglomerado de seres extraviados en el desierto, hombres y mujeres cuyo único anhelo era llegar al paraíso terrenal del TSM. Por un extraño imán, mucha gente se aproximaba a mí para peguntar si la fila conducía a tal o cual parte. Traté de ser amable en mi flamante rol de orientador, pero en todo momento me sentí ciego guiando a otros ciegos: “No sé, al parecer es necesario pasar esa reja y allá dentro nos distribuyen a las diferentes tribunas, según se asiente en los boletos”. Repetí esa respuesta como cuarenta veces, siempre a sabiendas de que mi respuesta no era una respuesta, sino una forma más o menos cortés de decir algo, lo que fuera. El tedio, sin embargo, me llevó a contestar de una manera delirante: “No sé a dónde nos lleva esta fila. Yo vengo a un concierto de la Camerata y tal vez algún día pueda llegar a él” o “No sé, es probable que al final de la fila lleguemos al beis o a una función de box”.
La falta de información y la creciente inquietud al poco rato provocaron lazos de camaradería en diferentes sectores de la fila. Yo hice una estrecha amistad con los que iban un poco adelante, al grado de que quedamos en invitarnos a cenar uno de estos días. Como en toda muchedumbre, los rumores empezaron a cundir. Que ya comenzó el espectáculo; no, que no ha comenzado. Que hay otras cinco entradas, tres de las cuales no tienen mucha gente; no, que nomás hay una entrada. Que ya se llenó el estadio; no, que no se ha llenado el estadio. Todo era incertidumbre. Entre muchos, un rumor comenzó a tomar fuerza: “El Estado Mayor Presidencial colocó filtros que han hecho muy lento el acceso”. Y sí, más delante vi que el EMP tenía latosos arcos detectores para proteger (¿de qué?) al inquilino de Los Pinos. Mientras era o no era lo que decían que era, un sujeto con gafete apareció milagrosamente por allí. Muchos le reclamaron, algunos airadamente. Dijo que “los de Takis” debían buscar otro acceso, así que, resignado, abandoné mi ya querida fila. Asombrado, entré sin batallar a la zona Takis, pero ya no busqué mi asiento, pues debido al cansancio decidí permanecer en el estadio, no sin abnegación, durante menos de dos horas. Lo único bueno de mi larga espera en la fila de tres horas fue que tuve la oportunidad de no ver a Ricky Martin y llegué a tiempo para escuchar la opinión que atronó contra Felipe Calderón. Ah, y vi otra vez a Pelé, mi cuate Pelé. Salí del estadio cuando Vuoso marcó el primer pepino.