jueves, noviembre 19, 2009

Precipicio de la apatía



Dos notas que circularon ayer trazan la figura de un monstruo bicéfalo que deambula cual despiadado chupacabras por el territorio nacional. Por un lado, la corrupción; por otro, la apatía. Son dos cabezas de un mismo vestiglo, pues a mi ver se complementan y tienen en la lona a la mayoría de los mexicanos. Transa y desinterés, en feliz enlace, son pues las dos manos que mueven la palanca del sostenido derrumbe que presencia el país desde hace décadas. Por usar la experiencia que tengo más a la mano, la mía, debo decir que he visto sólo tres periodos de cierto entusiasmo cívico en lo que tengo de vida: 1988, 2000 y 2006. En el primero hubo un fraude brutal y nada pasó; en el segundo hubo un fraude disfrazado y nada pasó; en el segundo hubo un fraude sutil y nada pasó. Al final, la gente fue contenida con una estrategia de comunicación no ajena a la difusión del miedo; el caso es que pronto volvió a reinar la apatía que hoy está en la cúspide, pues coincidimos en que todos los gobiernos, los partidos y sus actores “son iguales”. Al enojo de antes lo ha sucedido la indiferencia, una especie de rebeldía domesticada, de ira puesta en estado vegetativo por los medios. Finalmente, el mexicano sabe que todo funciona mal, que en todos lados nos saquean y nos engañan, que la política a la usanza nacional es un chiste macabro, pero es mejor eso que movilizarse hacia cualquier lucha. Quien pelea desde cualquier trinchera por la crítica y el cambio, quien se involucra en serio, es inmediata víctima de la ridiculización o de la indiferencia, si bien le va.
Subirats y muchos analistas del presente señalan que ahora ya no es necesario llegar a la represión usual de las antiguas dictaduras. Los métodos de Trujillo o Somoza, por citar sólo a dos gorilas ilustres, han pasado a mejor vida y hoy duermen en el cuarto de los cachivaches históricos. Reprimir en las sombras o en las plazas públicas ya no es lo habitual, se ha tornado innecesario. Junto con la neutralización ideológica inducida por la cultura del hedonismo y la frivolidad, los noticieros operan de acuerdo a las necesidades del poder en turno, del cual ellos suelen formar parte. Así entonces, cuando se requiere fomentar el miedo a las calles, se difunden acontecimientos de sangre; cuando es necesario distraer, se construye una nota sensacionalista que sirva como cortina de humo; cuando es urgente achicar la imagen de un enemigo, se le ridiculiza, se le magnifican los errores y se le administra la cobertura con ediciones especiales. El juego es, por supuesto, más complejo, pero con esos ejemplitos nos podemos dar una idea del estado de coma cívico al que ha llegado el ciudadano: vive solitariamente indignado con su suerte, con sus problemas, con el empeoramiento de su calidad de vida y al mismo tiempo no mueve un dedo para revertir esa dinámica tan ajena a su bienestar.
Sobre la corrupción hay toneladas de opiniones, muchas de ellas académicas y autorizadas, con datos estadísticos y toda la cosa. Sobre la apatía, no tanto, o realmente poco, pues es en fechas recientes que ha cobrado visibilidad la tristeza de los mexicanos, ese sentimiento de desesperanza que lejos de moverlo hacia la acción lo lleva hacia el consuelo de los paraísos artificiales: las drogas, el alcohol, la abnegación religiosa, el esoterismo, el fervor deportivo en la pasividad del mero espectador, los divertimentos como el antro o las novedades fílmicas despolitizadas, la tecnofilia insulsa y demás.
Javier Oliva Posada, académico de la UNAM, observa sobre esto que la quiebra institucional se debe a “la incapacidad de los gobiernos para cumplir con los compromisos que asumen ante la sociedad, a la aparición de patologías sociales tendientes a la destrucción y deterioro del tejido social y en general, añade, a la ausencia de un proyecto de nación y de un pacto que sobrepase la agenda electoral y el análisis de la coyuntura”.
En resumen, peor que la partidocracia, peor que la delincuencia organizada, peor que las crisis económicas es la apatía, motor a su vez de nuevos cánceres, de más apatía, esa especie de todopoderosa güeva existencial que hoy vemos manifestarse en muchos lados, como cuando alguien afirma: “Todos son iguales, ya ni para qué hacer la lucha”. Lo terrible es que parece cierto, demasiado cierto.