En
El principio del placer (José Emilio
Pacheco, Joaquín Mortiz, México, 1972) figura el cuento “La fiesta brava”. El
título del libro es un empréstito de la psicología que se refiere, según
sabemos, a la noción formulada por Freud según la cual el sujeto busca fuentes
de placer para mantener el equilibrio en relación con el displacer que provoca
no obtenerlo. En este caso, la palabra “principio” es usada no como sinónimo de
“inicio” o “comienzo”, sino como equivalente, en el lenguaje científico, a
“ley” o “regla”. Así, cuando decimos “el principio de Arquímides” no nos
referimos “al comienzo de Arquímides”, sino a una ley o regla cuya postulación
se debe al físico siracusano: “Todo cuerpo sumergido
en un fluido experimenta un empuje vertical y hacia arriba igual al peso de
fluido desalojado”. Igualmente se habla del “principio de Pascal”, del
“principio de Bernoulli” y de muchos principios más.
Esta
introducción, en apariencia digresiva, se vincula con el contenido del relato
“La fiesta brava” y justifica el título del apunte que aquí avanza. Es, a mi
juicio, el mejor o uno de los mejores cuentos fraguados por JEP, un artefacto
literario con ángulos sociopolíticos y arquitectura peculiar. Cuando lo leí por
primera vez, más o menos a mediados de los ochenta, me impresionó Andrés
Quintana, su protagonista, un traductor y narrador enfermo de (la llamo así de
manera tentativa) manía gramatical. En efecto, Quintana no sólo es un obseso de
la corrección de sus textos, sino de todo lo que a su alrededor cuaja en
palabras. No poco tiempo se le va en rumiar lo que lee, oye, escribe o piensa,
y dado que la realidad se expresa abundantemente con palabras, material no le
falta al tal Quintana, como en este ejemplo situado en el metro capitalino:
“Bajó en la estación Insurgentes. Los magnavoces anunciaban el último viaje de
esa noche. Todas las puertas iban a cerrarse. De paso leyó una inscripción
grabada a punta de compás sobre un anuncio de Coca Cola: ASESINOS, NO
OLVIDAMOS TLATELOLCO Y SAN COSME. / Debe decir: “ni San Cosme”, / corrigió
Andrés mientras avanzaba hacia la salida. Arrancó el tren que iba en dirección
de Zaragoza”.
No es extraño pues que en los oficios de
escritor, traductor, corrector, periodista, profesor de español, similares y
conexos, se trajine en el placer, o acaso en la tortura, de pensar y repensar
palabras y frases. En todas partes se agazapan el acierto o el error, la rareza
o el tópico, la fealdad o el arte amonedados en palabras. Quien padece esta
manía disfruta con la reflexión de lo que lee, oye o piensa, pero también puede
sentir una suerte de molestia pues su cabeza se desentiende de la realidad sólo
para ponderar la viabilidad de una palabra o la ineficacia de otra. La lectura,
por ello, se torna algo tortuosa, no tan fluida como la del lector ajeno a la
enfermedad.
Hablé al comienzo del libro de Pacheco publicado
por Mortiz. Recordé a Freud y en seguida comenté el matiz de la palabra “principio”
colocada en el mundo de la ciencia. Curiosamente, yo publiqué en Mortiz una
novela titulada El principio del terror
que desde el punto de vista verbal tiene dos peculiaridades: una parte literal
y otra, digamos, metafórica. Se refiere en efecto al principio como comienzo, y
al terror como sinónimo de pavor político: con la decapitación de un tal Pelletier
comenzó la etapa llamada “del terror” en la Revolución Francesa. Si no se
explica esto, es fácil, como de hecho sucedió, que los potenciales lectores piensen
erróneamente en terror gótico, en “literatura de terror”.
Como dije, hasta en la palabra o la frase más
insípidas es posible acometer algún análisis. La manía gramatical no tiene
llenadero.