En
su siempre entusiasmante Minucias del
lenguaje (FCE, México, 1996), José G. Moreno de Alba incluyó un artículo
breve pero ilustrativo sobre la infinita variedad de la lengua española hablada
y escrita aquí, allá y acullá. Comenzó su comentario afirmando que si bien el
castellano-base llegó a América ya cuajado y no acusó cambios profundos en su
fonología, gramática y léxico, es imposible pensar que se trata de un monolito
impermeable a matices y diferencias.
“Con
frecuencia se menciona a la española como un ejemplo de lengua con mínimas
diferencias internas, con muy bajo índice de articulación dialectal.
Particularmente suele decirse lo anterior cuando se alude al español que se
habla en América, pues a diferencia del europeo, que es producto del predominio
de un dialecto latino, el castellano, sobre otros del mismo origen (el leonés,
el gallego, el asturiano…), que influyeron notablemente como sustrato, el de
este lado del Atlántico es sólo el desarrollo de una lengua que llegó ya
estructurada por completo. A ello se debe que se llegue a decir que hay más
diferencias lingüísticas entre dos valles contiguos de Asturias que en todo el
enorme territorio americano donde, como sabemos, poco influyeron las lenguas
aborígenes”, señaló el expresidente de la Academia Mexicana de la Lengua.
Ciertamente,
las lenguas americanas no calaron hondo en la estructura del español ni modificaron
el léxico que solemos llamar “patrimonial” (es decir, el constituido por las
palabras que todos los hispanohablantes entendemos y usamos parejamente: mesa,
amor, dios, madre, noche…), pero, como afirma Moreno de Alba, esto no significa
que el español carezca de innumerables variaciones, sobre todo en el plano del
léxico que infunde un carácter dialectal al uso de los diversos “españoles” de
nuestro continente.
Cita
para demostrarlo el libro Léxico del
habla culta de Santiago de Chile (UNAM, México, 1987) en el que advierte notables
diferencias entre el léxico de la capital chilena comparado con el de la
mexicana. Luego pone a prueba al lector y arma dos columnas, una con palabras
mexicanas y otra con chilenas, para que las relacionemos. Hice la prueba y
reprobé, lo digo sinceramente. En otros términos, no soy ducho en chilenismos.
Ahora
bien, y esto lo agrego yo, en un lugar y en otro no sólo hay cambios totales de
léxico (uso de una palabra en lugar de otra), sino matices de una misma palabra
o uso preferencial de una palabra equivalente y entendible. Pongo el ejemplo de
una actividad que tenemos muy a la mano gracias a los medios, el futbol. Si
tomamos por ejemplo el argot del futbol argentino, notaremos cambios o
variantes con respecto del mexicano. Pueden ser diferencias leves o grandes,
pero diferencias al fin: en México decimos, en algunos casos sólo
preferentemente, “alineación”, no “formación"; “banca”, no “banco”; “defensa”,
no “defensor”; “portero”, no “arquero”; “abanderado”, no “línea”; “árbitro”, no
“referí”; “quedó campeón”, no “salió campeón”; “narrador”, no “relator”; “el
chance”, no “la chance”; “estadio”, no “cancha”; “porra”, no “hinchada”.
Si
en una actividad mediática y ubicua no hay estandarización en el léxico y sí cambios
o matices de género o de léxico, ya podemos imaginar qué pasa con las enormes
diferencias atañederas a la gastronomía, el vestido y las múltiples realidades
que apelan a designaciones específicas en cada país hispanohablante.
Venturosamente,
tales diferencias son un valor de nuestra lengua, no una pobreza o un demérito.