La micronarrativa es más antigua de lo que suponemos. De
hecho, creo que acompaña al hombre desde que a gruñidos comenzó a contar
historias, a codificar en pequeños relatos su experiencia diaria, desde la caza
del bisonte hasta la compra vía internet del nuevo Ipad. Más allá de que hoy la
llamemos así (micronarrativa, microficción, microrrelato, microtexto,
microloquesea), la historia armada en poco espacio y cuyo propósito es
divertir, edificar, informar, adoctrinar y demás desde siempre ha estado allí,
como el dinosaurio de Monterroso. La micronarrativa, pues, es ubicua, se cuela
por todos los poros de la realidad y no le pertenece sólo a los
micronarradores. Es tal vez, por ello, el más democrático de los géneros, pues
basta compartir un café para que nazcan, con o sin intención estética, pequeñas
historias que harán de nuestras vidas un amplio repositorio de microhistorias.
El microrrelato entonces es antiguo y acusa decenas de
fisonomías. Hoy mismo, por ejemplo, cunde el brevísimo de una o dos líneas
gracias a las nuevas tecnologías, sobre todo a la plataforma de Twitter que
fuerza la hechura de los llamados tuits en 280 caracteres o menos.
Nunca como ahora hubo relatos, nunca como ahora proliferaron las microhistorias
que son ya la forma predominante del arte narrativo, de suerte que los
estudiosos del género deban estar atentos sobre todo para destilar y obtener lo
mejor en el inagotable menú que tiene hoy sobre la mesa.
Parte del trabajo que es posible perfilar en este inabarcable
universo consiste, lo sabemos, en delimitar, describir, historiar aquellos
productos que sin ser micronarrativa en estado químicamente puro bordean,
rozan, atraviesan este territorio y confirman que contar en un palmo de papel
es una de las prácticas incisivas del ser humano. Finalmente, reitero, la
micronarrativa y las formas aledañas del relato no son patrimonio de los
micronarradores, ni siquiera de los escritores en general, sino de todo aquel
que desee contar algo y observe un mínimo propósito estético, así sea fallido,
así sea rupestre.
(Este texto es un fragmento, el arranque, del ensayo “Balas
contadas y cantadas: micronarración de la violencia en el corrido mexicano”
contenido en el libro Rostros de la
agresión. Aproximaciones a la diversidad de la violencia, Ibero Torreón,
2018, pp. 65-80).