Hay un cuento de JEP (léase José Emilio Pacheco) que en
algún momento deseo arrimar a esta mesa de disección exprés. Me refiero a “La
fiesta brava”, texto que me gusta y siempre recuerdo con admiración, pues fue
el primero que leí, hace ya 35 años o poco más, entre los que apelaban al recurso de meter
un cuento en otro cuento. Para entonces no era ya una novedad formal en la
narrativa contemporánea, pero me sorprendió por lo que tenía de enfático: un
personaje debe escribir un cuento y en el mismo cuento leemos el cuento que
escribió.
Varios años después cayó en mis manos una pequeña reunión
de cuentos publicada por la UNAM con prólogo de Juan Villoro. Su autor era
Ricardo Piglia, así que no podía esperar nada malo dado el gustazo provocado
poco antes por su novela Plata quemada.
En aquel lote de historias leí el, quizá, más famoso cuento de Piglia: “La loca
y el relato del crimen”. Tras leerlo reviví el impacto de “La fiesta brava”
casi como una repetición en cámara lenta. ¡Qué buen cuento!, pensé, un homenaje
a la perfección que es posible alcanzar en este género latoso y muchas veces
asumido como poca cosa pero que a la hora de la hora es uno de los más
difíciles de domesticar.
“La loca y el relato del crimen” cuenta la historia,
claro, de un crimen cuyo único posible testigo es una loca. Dos tipos, Almada y
Antúnez, que se mueven en el mundillo prostibulario, algo así como padrotes (cafishos, los llaman en Argentina), tienen
en medio a una prostituta que un buen día aparece asesinada. La policía apresa
a Antúnez como sospechoso del delito. Hasta aquí el primer tramo.
En el segundo aparece Emilio Renzi, periodista del rubro literario
que por la ausencia de un reportero específico debe cubrir la nota sobre el
asesinato de la prostituta. Va a la zona de detención y junto a varios
reporteros escucha el delirante relato de la loca. Transcribe luego la
grabación y, tras analizarlo con los métodos aprendidos en la universidad, concluye que el acusado no fue el asesino, sino
un tal Almada, y se lo comunica a Luna, su jefe en el periódico, quien lo
regaña.
“—¿Qué
me contás? —dijo Luna, sarcástico—. Así que Antúnez dice que fue Almada y vos
le creés.
—No. Es la loca que lo dice; la loca que hace diez horas repite siempre lo
mismo sin decir nada. Pero precisamente porque repite lo mismo se la puede
entender. Hay una serie de reglas en lingüística, un código que se usa para
analizar el lenguaje psicótico”.
Renzi
no lo convence, pues Luna se atiene a lo que ha concluido la policía.
“—Escuche,
señor Luna —lo cortó Renzi—. Ese tipo se va a pasar lo que le queda de vida
metido en cana.
—Ya sé. Pero yo hace treinta años que estoy metido en este negocio y sé una
cosa: no hay que buscarse problemas con la policía. Si ellos te dicen que lo
mató la Virgen María, vos escribís que lo mató la Virgen María
—Está
bien —dijo Renzi juntando los papeles—. En ese caso voy a mandarle los papeles
al juez.
—Decíme ¿vos te querés arruinar la vida? ¿Una loca de testigo para salvar a un
cafishio? ¿Por qué te querés mezclar?”
Como vengo haciéndolo en estos vistazos críticos, no digo
el final. Busquen el cuento y ya verán que el cierre es, como su apertura y su
desarrollo, perfecto.
Para su comodidad, aquí está:
La
loca y el relato del crimen
Ricardo Piglia
I
Gordo, difuso, melancólico, el traje de filafil verde nilo flotándole en el
cuerpo, Almada salió ensayando un aire de secreta euforia para tratar de borrar
su abatimiento.
Las calles se aquietaban ya; oscuras y lustrosas bajaban con un suave declive y
lo hacían avanzar plácidamente, sosteniendo el ala del sombrero cuando el
viento del río le tocaba la cara. En ese momento las coperas entraban en el
primer turno. A cualquier hora hay hombres buscando una mujer, andan por la
ciudad bajo el sol pálido, cruzan furtivamente hacia los dancings que en el
atardecer dejan caer sobre la ciudad una música dulce. Almada se sentía
perdido, lleno de miedo y de desprecio. Con el desaliento regresaba el recuerdo
de Larry: el cuerpo distante de la mujer, blando sobre la banqueta de cuero,
las rodillas abiertas, el pelo rojo contra las lámparas celestes del New Deal.
Verla de lejos, a pleno día, la piel gastada, las ojeras, vacilando contra la luz
malva que bajaba del cielo: altiva, borracha, indiferente, como si él fuera una
planta o un bicho. “Poder humillarla una vez”, pensó. “Quebrarla en dos para
hacerla gemir y entregarse.”
En la esquina, el local del New Deal era una mancha ocre, corroída, más
pervertida aun bajo la neblina de las seis de la tarde. Parado enfrente,
retacón, ensimismado, Almada encendió un cigarrillo y levantó la cara como
buscando en el aire el perfume maligno de Larry. Se sentía fuerte ahora, capaz
de todo, capaz de entrar al cabaret y sacarla de un brazo y cachetearla hasta
que obedeciera. “Años que quiero levantar vuelo”, pensó de pronto. “Ponerme por
mi cuenta en Panamá, Quito, Ecuador.” En un costado, tendida en un zaguán, vio
el bulto sucio de una mujer que dormía envuelta en trapos. Almada la empujó con
un pie.
—Che, vos —dijo.
La mujer se sentó tanteando el aire y levantó la cara como enceguecida.
—¿Cómo te llamás? —dijo él.
—¿Quién?
—Vos. ¿O no me oís?
—Echevarne Angélica Inés —dijo ella, rígida—. Echevarne Angélica Inés, que me
dicen Anahí.
—¿Y qué hacés acá?
—Nada —dijo ella—. ¿Me das plata?
—Ahá, ¿querés plata?
—La mujer se apretaba contra el cuerpo un viejo sobretodo de varón que la
envolvía como una túnica.
—Bueno —dijo él—. Si te arrodillás y me besás los pies te doy mil pesos.
—¿Eh?
—¿Ves? Mirá —dijo Almada agitando el billete entre sus deditos mochos—. Te
arrodillás y te lo doy.
—Yo soy ella, soy Anahí. La pecadora, la gitana.
—¿Escuchaste? —dijo Almada—. ¿O estás borracha?
—La macarena, ay macarena, llena de tules —cantó la mujer y empezó a
arrodillarse contra los trapos que le cubrían la piel hasta hundir su cara
entre las piernas de Almada. Él la miró desde lo alto, majestuoso, un brillo
húmedo en sus ojitos de gato.
—Ahí tenés. Yo soy Almada —dijo y le alcanzó el billete—. Cómprate perfume.
—La pecadora. Reina y madre —dijo ella—. No hubo nunca en todo este país un
hombre más hermoso que Juan Bautista Bairoletto, el jinete.
Por el tragaluz del dancing se oía sonar un piano débilmente, indeciso. Almada
cerró las manos en los bolsillos y enfiló hacia la música, hacia los cortinados
color sangre de la entrada.
—La macarena, ay macarena —cantaba la loca—. Llena de tules y sedas, la
macarena, ay, llena de tules —cantó la loca.
Antúnez entró en el pasillo amarillento de la pensión de Viamonte y
Reconquista, sosegado, manso ya, agradecido a esa sutil combinación de los
hechos de la vida que él llamaba su destino. Hacía una semana que vivía con
Larry. Antes se encontraban cada vez que él se demoraba en el New Deal sin
elegir o querer admitir que iba por ella; después, en la cama, los dos se
usaban con frialdad y eficacia, lentos, perversamente. Antúnez se despertaba
pasado el mediodía y bajaba a la calle, olvidado ya del resplandor agrio de la
luz en las persianas entornadas. Hasta que al fin una mañana, sin nada que lo
hiciera prever, ella se paró desnuda en medio del cuarto y como si hablara sola
le pidió que no se fuera. Antúnez se largó a reír: “¿Para qué?”, dijo.
“¿Quedarme?”, dijo él, un hombre pesado, envejecido. “¿Para qué?”, le había
dicho, pero ya estaba decidido, porque en ese momento empezaba a ser consciente
de su inexorable decadencia, de los signos de ese fracaso que él había elegido
llamar su destino. Entonces se dejó estar en esa pieza, sin nada que hacer
salvo asomarse al balconcito de fierro para mirar la bajada de Viamonte y verla
venir, lerda, envuelta en la neblina del amanecer. Se acostumbró al modo que
tenía ella de entrar trayendo el cansancio de los hombres que le habían pagado
copas y arrimarse, como encandilada, para dejar la plata sobre la mesa de luz.
Se acostumbró también al pacto, a la secreta y querida decisión de no hablar
del dinero, como si los dos supieran que la mujer pagaba de esa forma el modo
que tenía él de protegerla de los miedos que de golpe le daban de morirse o de
volverse loca.
“Nos queda poco de juego, a ella y a mí”, pensó llegando al recodo del pasillo,
y en ese momento, antes de abrir la puerta de la pieza supo que la mujer se le
había ido y que todo empezaba a perderse. Lo que no pudo imaginar fue que del
otro lado encontraría la desdicha y la lástima, los signos de la muerte en los
cajones abiertos y los muebles vacíos, en los frascos, perfumes y polvos de
Larry tirados por el suelo: la despedida o el adiós escrito con rouge en el
espejo del ropero, como un anuncio que hubiera querido dejarle la mujer antes
de irse.
Vino él vino Almada vino a llevarme sabe todo lo nuestro vino al cabaret y es
como un bicho una basura oh dios mío andate por favor te lo pido olvidame como
si nunca hubiera estado en tu vida yo Larry por lo que más quieras no me
busques porque él te va a matar.
Antúnez leyó las letras temblorosas, dibujadas como una red en su cara
reflejada en la luna del espejo.
II
A Emilio Renzi le interesaba la lingüística pero se ganaba la vida haciendo
bibliográficas en el diario El Mundo: haber pasado cinco años en la Facultad
especializándose en la fonología de Trubetzkoi y terminar escribiendo reseñas
de media página sobre el desolado panorama literario nacional era sin duda la
causa de su melancolía, de ese aspecto concentrado y un poco metafísico que lo
acercaba a los personajes de Roberto Arlt.
El tipo que hacía policiales estaba enfermo la tarde en que la noticia del
asesinato de Larry llegó al diario. El viejo Luna decidió mandar a Renzi a
cubrir la información porque pensó que obligarlo a mezclarse en esa historia de
putas baratas y cafishios le iba a hacer bien. Habían encontrado a la mujer
cosida a puñaladas a la vuelta del New Deal; el único testigo del crimen era
una pordiosera medio loca que decía llamarse Angélica Echevarne. Cuando la
encontraron acunaba el cadáver como si fuera una muñeca y repetía una historia
incomprensible. La Policía detuvo esa misma mañana a Juan Antúnez, el tipo que
vivía con la copera, y el asunto parecía resuelto.
—Tratá de ver si podés inventar algo que sirva —le dijo el viejo Luna—. Andáte
hasta el Departamento que a las seis dejan entrar al periodismo.
En el Departamento de policía Renzi encontró a un solo periodista, un tal
Rinaldi, que hacía crímenes en el diario La Prensa. El tipo era alto y tenía la
piel esponjosa, como si recién hubiera salido del agua. Los hicieron pasar a
una salita pintada de celeste que parecía un cine: cuatro lámparas alumbraban
con una luz violenta una especie de escenario de madera. Por allí sacaron a un
hombre altivo que se tapaba la cara con las manos esposadas: enseguida el lugar
se llenó de ángulos. El tipo parecía flotar en una niebla y cuando bajó las
manos miró a Renzi con ojos suaves.
—Yo no he sido —dijo—. Ha sido el gordo Almada, pero a ése lo protegen de
arriba.
Incómodo, Renzi sintió que el hombre le hablaba sólo a él y le exigía ayuda.
—Seguro fue éste —dijo Rinaldi cuando se lo llevaron—. Soy capaz de olfatear un
criminal a cien metros: todos tienen la misma cara de gato meado, todos dicen
que no fueron y hablan como si estuvieran soñando.
—Me pareció que decía la verdad.
—Siempre parecen decir la verdad. Ahí está la loca. La vieja entró mirando la
luz y se movió por la tarima con un leve balanceo, como si caminara atada. En
cuanto empezó a oírla Renzi encendió su grabador.
—Yo he visto todo he visto como si me viera el cuerpo todo por dentro los
ganglios las entrañas el corazón que pertenece que perteneció y va a pertenecer
a Juan Bautista Bairoletto el jinete por ese hombre le estoy diciendo váyase de
aquí enemigo mala entraña o no ve que quiere sacarme la piel a lonjas y hacer
visos encajes ropa de tul trenzando el pelo de la Anahí gitana la macarena, ay
macarena una arrastrada sos no tenés alma y el brillo en esa mano un pedernal
tomo ácido te juro si te acercás tomo ácido pecadora loca de envidia porque
estoy limpia yo de todo mal soy una santa Echevarne Angélica Inés que me dicen
Anahí tenía razón Hitler cuando dijo hay que matar a todos los entrerrianos soy
bruja y soy gitana y soy la reina que teje un tul hay que tapar el brillo de
esa mano un pedernal, el brillo que la hizo morir por qué te sacás el antifaz
mascarita que me vio o no me vio y le habló de ese dinero Madre María Madre
María en el zaguán Anahí fue gitana y fue reina y fue amiga de Evita Perón y
dónde está el purgatorio si no estuviera en Lanús donde llevaron a la virgen
con careta en esa máquina con un moño de tul para taparle la cara que la he
tenido blanca por la inocencia.
—Parece una parodia de Macbeth —susurró, erudito, Rinaldi—. Se acuerda ¿no? El
cuento contado por un loco que nada significa.
—Por un idiota, no por un loco —rectificó Renzi—. Por un idiota. ¿Y quién le
dijo que no significa nada?
La mujer seguía hablando de cara a la luz.
—Por qué me dicen traidora sabe por qué le voy a decir porque a mí me amaba el
hombre más hermoso en esta tierra Juan Bautista Bairoletto jinete de poncho
inflado en el aire es un globo un globo gordo que flota bajo la luz amarilla no
te acerqués si te acercás te digo no me toqués con la espada porque en la luz
es donde yo he visto todo he visto como si me viera el cuerpo todo por dentro
los ganglios las entrañas el corazón que perteneció que pertenece y que va a
pertenecer.
—Vuelve a empezar —dijo Rinaldi.
—Tal vez está tratando de hacerse entender. —¿Quién? ¿Esa? Pero no ve lo rayada
que está —dijo mientras se levantaba de la butaca—. ¿Viene?
—No. Me quedo.
—Oiga viejo. ¿No se dio cuenta que repite siempre lo mismo desde que la
encontraron?
—Por eso —dijo Renzi controlando la cinta del grabador—. Por eso quiero
escuchar: porque repite siempre lo mismo.
Tres horas más tarde Emilio Renzi desplegaba sobre el sorprendido escritorio
del viejo Luna una transcripción literal del monólogo de la loca, subrayado con
lápices de distintos colores y cruzado de marcas y de números.
—Tengo la prueba de que Antúnez no mató a la mujer. Fue otro, un tipo que él
nombró, un tal Almada, el gordo Almada.
—¿Qué me contás? —dijo Luna, sarcástico—. Así que Antúnez dice que fue Almada y
vos le creés.
—No. Es la loca que lo dice; la loca que hace diez horas repite siempre lo
mismo sin decir nada. Pero precisamente porque repite lo mismo se la puede
entender. Hay una serie de reglas en lingüística, un código que se usa para
analizar el lenguaje psicótico.
—Decime pibe —dijo Luna lentamente—. ¿Me estás cargando?
—Espere, déjeme hablar un minuto. En un delirio el loco repite, o mejor, está
obligado a repetir ciertas estructuras verbales que son fijas, como un molde
¿se da cuenta? un molde que va llenando con palabras. Para analizar esa
estructura hay 36 categorías verbales que se llaman operadores lógicos. Son
como un mapa, usted los pone sobre lo que dicen y se da cuenta que el delirio
está ordenado, que repite esas fórmulas. Lo que no entra en ese orden, lo que
no se puede clasificar, lo que sobra, el desperdicio, es lo nuevo: es lo que el
loco trata de decir a pesar de la compulsión repetitiva. Yo analicé con ese
método el delirio de esa mujer. Si usted mira va a ver que ella repite una
cantidad de fórmulas, pero hay una serie de frases, de palabras que no se
pueden clasificar, que quedan fuera de esa estructura. Yo hice eso y separé
esas palabras y ¿qué quedó? —dijo Renzi levantando la cara para mirar al viejo
Luna—. ¿Sabe qué queda? Esta frase: El hombre gordo la esperaba en el zaguán y
no me vio y le habló de dinero y brilló esa mano que la hizo morir. ¿Se da
cuenta —remató Renzi, triunfal—. El asesino es el gordo Almada.
El viejo Luna lo miró impresionado y se inclinó sobre el papel.
—¿Ve? —insistió Renzi—. Fíjese que ella va diciendo esas palabras, las
subrayadas en rojo, las va diciendo entre los agujeros que se puede hacer en
medio de lo que está obligada a repetir, la historia de Bairoletto, la virgen y
todo el delirio. Si se fija en las diferentes versiones va a ver que las únicas
palabras que cambian de lugar son esas con las que ella trata de contar lo que
vio.
—Che, pero qué bárbaro. ¿Eso lo aprendiste en la Facultad?
—No me joda.
—No te jodo, en serio te digo. ¿Y ahora qué vas a hacer con todos estos
papeles? ¿La tesis?
—¿Cómo qué voy a hacer? Lo vamos a publicar en el diario. El viejo Luna sonrió
como si le doliera algo.
—Tranquilizate pibe. ¿O pensás que este diario se dedica a la lingüística?
—Hay que publicarlo ¿no se da cuenta? Así lo pueden usar los abogados de
Antúnez. ¿No ve que ese tipo es inocente?
—Oíme, el tipo ese está cocinado, no tiene abogados, es un cafishio, la mató
porque a la larga siempre terminan así las locas esas. Me parece fenómeno el
jueguito de palabras, pero paramos acá. Hacé una nota de cincuenta líneas
contando que a la mina la mataron a puñaladas.
—Escuche, señor Luna —lo cortó Renzi—. Ese tipo se va a pasar lo que le queda
de vida metido en cana.
—Ya sé. Pero yo hace treinta años que estoy metido en este negocio y sé una
cosa: no hay que buscarse problemas con la policía. Si ellos te dicen que lo
mató la Virgen María, vos escribís que lo mató la Virgen María.
—Está bien —dijo Renzi juntando los papeles—. En ese caso voy a mandarle los
papeles al juez.
—Decime ¿vos te querés arruinar la vida? ¿Una loca de testigo para salvar a un
cafishio? ¿Por qué te querés mezclar?
—En la cara le brillaban un dulce sosiego, una calma que nunca le había visto—.
Mira, tomate el día franco, andá al cine, hacé lo que quieras, pero no armes
lío. Si te enredás con la policía te echo del diario.
Renzi se sentó frente a la máquina y puso un papel en blanco. Iba a redactar su
renuncia; iba a escribir una carta al juez. Por las ventanas, las luces de la
ciudad parecían grietas en la oscuridad. Prendió un cigarrillo y estuvo quieto,
pensando en Almada, en Larry, oyendo a la loca que hablaba de Bairoletto.
Después bajó la cara y se largó a escribir casi sin pensar, como si alguien le
dictara:
Gordo, difuso, melancólico, el traje de filafil verde nilo flotándole en el
cuerpo —empezó a escribir Renzi—, Almada salió ensayando un aire de secreta euforia
para tratar de borrar su abatimiento.