Rasgo frecuente de los cuentos clásicos es la
focalización en el protagonista. La historia podrá tener algunas derivaciones,
vertientes, peripecias, saltos temáticos, piruetas, pero el lector debe sentir
que se le cuenta una sola historia y que en tal historia actúa un personaje
amagado por un conflicto del cual se desprenderá una determinada resolución. En
“El tipo” (Cuentos completos, 1999),
de Mempo Giardinelli, este esquema mínimo y a la vez complejo se ve trazado con
una silueta de bordes tan marcados que resulta imposible no comprender a
cabalidad su microcosmos. Usé la aparente paradoja “mínimo y a la vez complejo”
porque al construir un cuento la complejidad está en el ahorro, en la economía
de elementos, en la evasión de todo lo que pueda resultar accesorio. O sea,
parte de los difícil en un cuento radica en esquivar el ornamento, en no ceder
a la tentación del arabesco.
Giardinelli ha logrado que en “El tipo” no perdamos la
huella del protagonista. Una voz narrativa omnisciente lo persigue ceñidamente y
no lo suelta, y a su alrededor dosifica la información que nos lleva a lograr,
conforme avanza el relato, la inteligencia de sus motivaciones, de sus filias y
sus fobias, de su perseguidor. Las imágenes relacionadas con la vista son
abundantes, como si al personaje perseguido sólo le quedara mirar, impotente,
el espectáculo de su desplome.
Expongo grosso modo
el argumento. Un periodista prematuramente derrotado por su pesimismo ha
escrito un reportaje contra cierto poderoso. En textos como ése encuentra una
especie de placer: “Esa nota lo había metido en líos. Nadie lo
había obligado a firmarla sino ese deseo un tanto voluptuoso de fustigar a un
personaje importante, a pesar de que era consciente de lo absurdo y
desproporcionado que resultaba correr riesgos trabajando para una empresa que
sólo le aseguraba un sueldo para sobrevivir. Pero así eran las cosas, y la
consecuencia había sido esa llamada, al mediodía, para informarle que le
costaría caro”.
Cuando
comienza a ver que un tipo (“El tipo” que da título al cuento) lo persigue, no
mete las manos. Ya para entonces, pese a su corta edad, es un periodista kamikaze
no sólo al escribir, sino también al vivir, ya que se entrega a la bebida y al
tabaco sin cuidar las consecuencias: “Sus inventarios no incluían más placeres
que los muy burgueses de fumar dos atados diarios, beber cualquier brebaje que
contuviera alcohol y admirar, resignado, a toda esa recua de mujeres rubias,
altas y flacas que andan sueltas por Buenos Aires con descarada impunidad. No
le interesaban otras cosas”.
Así
vive, y con absoluta resignación sabe que su hora se aproxima. El tipo que lo sigue
lo sigue a todos lados, implacable: “Era un hombre alto, de anchas espaldas y
un rostro de esos que parecen fabricados en serie, como para pasar
inadvertidos, pero tienen esa expresión indolente, desolada, cruel, que los
hace inconfundibles en su modo de inspirar miedo”.
Los lectores caminamos con el protagonista como si fuéramos una cámara no sobre, sino tras su hombro, muy cercanos a su enrarecida circunstancia. Lo vemos entrar a su departamento, lo vemos ver el espacio donde vive, lo vemos tomar una cerveza y, en fin, lo vemos viendo la conclusión del cuento como si fuéramos, repito, una cámara tras su hombro.
Por si apetecen, dejo el cuento aquí:
El tipo
Mempo Giardinelli
A Osvaldo Soriano, que ama su soledad
Cuando salió de la París y sintió que el frío de la noche le pegaba como un
latigazo en la cara, supo que el tipo estaría ahí, parado junto a la boca del
subte, esperándolo, porque lo había seguido desde que abandonara el diario,
muchas horas antes. Era un hombre alto, de anchas espaldas y un rostro de esos
que parecen fabricados en serie, como para pasar inadvertidos, pero tienen esa
expresión indolente, desolada, cruel, que los hace inconfundibles en su modo de
inspirar miedo. Vestía un sobretodo negro que le quedaba grande y le cubría las
piernas casi hasta los tobillos, y aunque aparentaba mirar una vidriera
resultaba tan disimulado como un elefante paseando alrededor del obelisco.
Corrientes parecía un abatido lagarto iluminado, un barato insulto a la
discreción. Algunos taxis se desplazaban tediosamente mientras los mozos del La
Paz se arremangaban los pantalones para baldear los pisos, desafiando el grado
bajo cero. La calle que nunca duerme se moría de sueño, ese lunes a las cuatro
de la madrugada, cuando reconoció al tipo, se encogió de hombros, insólitamente
despreocupado, y empezó a caminar pensando que había tomado mucho, carajo,
mezclé vino, café y whisky y ahora tengo el estómago revuelto, y encima con
esta úlcera de mierda. Llevaba ocho horas de deambular bajo ese frío del
demonio y sabía que estaba casi en el límite de su aguante; su resistencia
física se había ido desinflando como un globo viejo, a pesar de su juventud. Y
acaso eso lo agravaba todo; acababa de cumplir treinta años, se le había caído
la mitad de los cabellos, tardaba dos horas, promedio, en conciliar el sueño y
estaba harto del periodismo, de sus pocos amigos de la noche, de su propia
parquedad y de mirarse siempre como a un extraño, pero a un extraño que le
parecía cada día más triste e insoportable.
Esa nota lo había metido en líos. Nadie lo había obligado a firmarla sino ese
deseo un tanto voluptuoso de fustigar a un personaje importante, a pesar de que
era consciente de lo absurdo y desproporcionado que resultaba correr riesgos
trabajando para una empresa que sólo le aseguraba un sueldo para sobrevivir.
Pero así eran las cosas, y la consecuencia había sido esa llamada, al mediodía,
para informarle que le costaría caro. De modo que él sabía mejor que nadie qué
peligros lo acechaban. Con ciertos personajes no se juega, después de todo, y
sin embargo él había dicho cosas muy graves, esas acusaciones cargadas de mala
leche, viejo, sí, ya sé, pero es todo cierto porque investigué una semana ese
negociado, como le explicó al director, quien sonreía como una puta satisfecha,
escuchándolo, y entonces hay que decir todo esto, hay que decirlo, no podemos
quedarnos callados, y previa consulta al asesor legal le dio el visto bueno,
métale, che, dieciséis carillas, va en la contratapa, y él escribió todo lo que
sabía para la edición matutina y al mediodía el director fue citado a declarar
en el ministerio, adonde concurrió con cara de puta maldormida, lo hubieras
visto, mientras a él lo amenazaba esa voz fría, hueca, que parecía venir de tan
cerca que ni siquiera se asustó, simplemente colgó el tubo y se fue a tomar un
café, solo, sin hablar con nadie. Casi se olvidó del asunto, que
empecinadamente se negó a comentar con sus compañeros, hasta que a la noche se
retiró de la redacción y no vio al tipo que lo seguía; reparó en él recién
mientras cenaba, qué cara conocida, se dijo y casi lo saludó, y fue entonces
que se dio cuenta de que la familiaridad resultaba de haberlo visto en el café
y en la puerta del diario, como lo vería luego, en el mostrador de la París, en
la boca del subte y ahora, indiscutiblemente detrás, caminando por Corrientes
mientras él recordaba una ringlera de notas peligrosas, comprometidas, de esas
que se solazaba en redactar con mordacidad, con ese desinterés por el mundo y
esa especie de desidia interior que se había criado con él y que algunos amigos
admiraban porque le concedía patente de duro, pero ninguna tan jodida como
ésta, juro que ninguna con tanta mala leche.
Caminó lentamente, dibujando formas sobre las baldosas, bamboleándose apenas y
pensando que todavía le faltaban como veinte cuadras para llegar a su
departamento. Sabía que tenía las horas contadas, acaso su cuenta regresiva ya
se había iniciado, pero se mantenía lo suficientemente frío y contenido como
para que su adrenalina no aumentara desmesuradamente, como aquella vez que
había ido al dentista, enloquecido de miedo y de dolor y no doy más, doctor,
sáqueme esta muela de mierda, y en cuanto lo anestesiaron sintió un alivio
maravilloso hasta que se le pasó el efecto de la xilocaína y descubrió que le
habían extraído una muela que no era la que le dolía sino la de al lado,
carajo, otra noche en vela y con la presión por las nubes; y a pesar de lo
mucho que había bebido se conservaba lúcido, pero acaso todo se debía a su
omnipotencia, porque él era un tipo duro, en efecto, y se jactaba de ello y
entonces tenía que ser capaz de afrontar hasta ese supremo peligro sin
desesperarse, desmerecedor de esa circunstancia y sin preocuparse demasiado por
que el tipo lo siguiera, en última instancia morir de un certero balazo podía
ser como un buen parto, pum y chau, sólo que en vez del berrido de un bebé
resultaría un parate de su corazón así que deseó que el tipo tuviera, por lo
menos, buena puntería.
Pensó, haciendo una mueca que podía parecer una sonrisa amarga, que el mundo se
quedaría con un anarquista menos. No porque él lo fuera, sino porque le
importaba un reverendo bledo, en definitiva, lo que pasara con el país y con el
mundo y sólo creía, a su manera, en un remoto orden natural que ni siquiera
terminaba de imaginar. Era un testigo crítico del desorden gubernamental, que
no desperdiciaba oportunidad de fustigar a sus personeros, nada más, una suerte
de tirabombas solitario, moralista y esquemático que, en lo íntimo, hacía mucho
tiempo que había dejado de interesarse por la sensualidad intelectual de querer
arreglar el mundo desde las mesas de los cafés. Sus inventarios no incluían más
placeres que los muy burgueses de fumar dos atados diarios, beber cualquier
brebaje que contuviera alcohol y admirar, resignado, a toda esa recua de
mujeres rubias, altas y flacas que andan sueltas por Buenos Aires con descarada
impunidad. No le interesaban otras cosas. En cierto modo, se consideraba un
infiltrado entre los seres humanos, un sujeto que había perdido la capacidad de
interesarse y hasta la más elemental de pensar en sí mismo.
Quizá por ello no le preocupaba que el tipo lo siguiera, eficientemente, media
cuadra más atrás. Consideró que quizá todo era una fantasía suya, una obsesiva
deformación de su miedo, pero recordó la llamada telefónica del mediodía y las
dos veces que había cruzado miradas con el tipo y se convenció de que esos ojos
fríos, alertados y despreciativos, que ni siquiera parecían ojos de un criminal
y por eso mismo infundían tanto miedo, no eran producto de su fantasía. Seguro
que el tipo esperaba que llegara a su departamento para proceder. Calculó que
le habrían pagado bien y, por eso mismo, le exigirían un buen trabajo. Quizá
era un profesional. O un simple guardaespaldas en misión especial. Pero daba lo
mismo: el tipo tenía aspecto de matón; bastaba observarle esas espaldas anchas,
esos brazos largos, el lomo como un ropero, carajo, y seguramente la
sensibilidad de un pedazo de madera. O bien podía ser un tipo que le debía
favores a un funcionario de segunda categoría que había acomodado a su mujer en
el ministerio. Y estaba bien: en cualquiera de esos supuestos había una razón
para su accionar, lo mataría sin remordimientos, total no lo conocía, él no
significaba absolutamente nada para el tipo y sólo ocurriría que la ciudad
tendría un habitante menos. Ni los censos se darían cuenta. El tipo saldaría
una deuda económica, o una deuda honorífica, cumpliría con su deber y después
se iría a dormir tranquilo, satisfecho luego de terminar honrada y eficazmente
su labor, sin nada que reprocharse, de modo que mi eliminación servirá para
algo, sonrió, qué bien, la puta madre.
Claro que él podía detener a un patrullero de esos que recorren esta ciudad con
tanto celo que parece ocupada, igual que esos pueblos italianos de posguerra
que se ven en las películas norteamericanas en las que los policías militares
andan por las calles mascando chicles en yips del ejército y las aldeanas, al
verlos pasar, suspiran por ellos y los saludan festejando la victoria y los
chocolates y los Chesterfield; también podía meterse en un bar y llamar al
comando radioeléctrico, a riesgo de quedarse adentro debido a las influencias
que moverían los funcionarios del ministerio (siempre hay formas de salvarse
cuando uno sabe que lo están por matar, al menos se puede intentarlo, pero para
eso hay que tener miedo, coraje y ganas de vivir, todo junto, y ése no era su
caso), pero de pronto, cuando cruzó Callao, llegó a la conclusión de que todo
sería inútil, si estoy marcado estoy frito, reconoció, porque aunque lograra
eludir al tipo esa noche, mañana habría otro en su camino pues el único destino
de su vida, parecía, era recibir una pequeña, mortífera dosis de plomo
caliente.
Pensó entonces, con prematura nostalgia, que sus costumbres se quedarían solas
(las costumbres viven con uno, no en uno, se dijo) y supo que ya no llegaría,
como todas las madrugadas, para estar dos horas, promedio, fumando en la
oscuridad de su departamento hasta conciliar el sueño. Su cama ya no lo vería
desvestirse, borracho, en medio de la habitación, tirar el traje en el suelo,
la camisa en el baño y los zapatos en cualquier lugar insólito de modo que al día
siguiente no los encontrara. Y nunca más la corbata con el nudo siempre armado
en la cocina. Y nunca más el diario debajo de la puerta, ni las aspirinas para
mitigar el ineludible dolor de cabeza de todos los mediodías, cuando se
levantaba con el pelo revuelto y ese indescriptible gusto a mierda en la boca.
Y nunca más nada, se dijo, repentinamente acongojado, nunca más nada después de
que este cabrón me reviente.
Dobló en Córdoba pensando que en el diario pondrían una flor en un vaso, sobre
su escritorio, hasta que se marchitara (o hasta que viniera un nuevo redactor a
cubrir la vacante), en la sexta edición se publicarían una nota sobre el
crimen, un editorial “de repudio al vandálico episodio” y, en un recuadrito,
una semblanza de su personalidad escrita por uno de sus compañeros. Se preguntó
quién podría escribir dos líneas sobre su personalidad; tocarían de oído, meta
guitarra, para decir lo obvio: que era un excelente profesional que había
sabido granjearse el afecto, mentirosos, de todos los que lo conocieron y
trataron, lo elevarían a la categoría de brillante redactor, mentirosos, un
cronista talentoso y audaz asesinado porque su pluma veraz no sabía de
claudicaciones y la dirección de este diario se compromete a hacer todo lo
posible para esclarecer el crimen, mentirosos, lugares comunes, sanata,
estupideces que redactaría el obsecuente de turno del director, o el mismo
director, que andaría una semana con su cara de puta emocionada y solidaria,
hablando de su muerte con la solemnidad y el encuadernamiento de su ineptitud,
y acaso hasta deslizaría la rebuscada tesis psicologista de que había sido una
forma de suicidio pues —escribiría— los interrogantes se suman y son infinitos:
¿por qué no avisó a sus compañeros de redacción?, ¿por qué no ofreció resistencia?,
¿por qué, llegaría a preguntarse el hipócrita, se atrevió a afectar intereses
inafectables si conocía los riesgos que tal actitud le traería aparejados?
Pero lo lindo era que, en efecto, había pensado muchas veces en suicidarse, una
idea que desechó por cursi, por fuera de época, por cobarde. Sobre todo por
cobarde, porque él admiraba a los valientes, como Misterix, qué huevos tenía
Misterix, carajo, tantos que no se había perdido un solo número en su infancia;
había descartado cuanta idea suicida se le cruzó alguna vez, no entendía cómo
puede un hombre quitarse la vida, si se puede dejar que la vida lo lleve a uno
por delante, inútil resistirse, algún día ella sola se encarga de suicidarlo a
uno. Entre la muerte natural y el suicidio sólo hay una diferencia etimológica,
al fin y al cabo la muerte es un hecho cotidiano. Y mentira eso de la soledad,
de las grandes depresiones; ahí estaba el ejemplo de Philip Marlowe, no había
nadie en el mundo más solitario que Marlowe; ¿y se suicidaría él? En absoluto,
qué ocurrencia, jamás lo haría, la soledad también es una cuestión de huevos,
se dijo, y ni el hombre que menos se interesara por su propia suerte tenía por
qué suicidarse.
El tipo seguía ahí, detrás, eso era lo concreto. Por cada paso suyo, uno del tipo.
Si aceleraba la marcha, el tipo aceleraba. Si se detenía en una vidriera, el
tipo miraba la que estaba treinta metros más atrás. No se podía negar,
trabajaba a conciencia, sin demasiado disimulo, un poco despreocupadamente,
como quien sabe lo que hace y no duda de que alcanzará el objetivo propuesto,
con exasperante eficacia, de modo que inútil correr, inútil resistirse y,
después de todo, para qué intentar torcer un destino inevitable; por más cerca
que estuviera la muerte decidió que no cambiaría sus costumbres. Recorrería el
camino de todas las madrugadas, abriría la puerta con la parsimonia de siempre,
subiría por la escalera con las pausas que le exigiera su mareo y si el tipo
quería seguirlo, adelante. Si prefería matarlo ahí mismo, en esa esquina de
Agüero y Córdoba, o en la mismísima puerta de su edificio de departamentos
también, era cosa suya, de ninguna manera se doblegaría ante el sentimentalismo
de que ésa era, seguramente, su última noche. Estaba triste, ciertamente, pero
una última noche no tenía por qué cambiar nada.
Ya estaba llegando: unos metros más y dejaría Córdoba para tomar por Mario
Bravo y desandar esas cuatro cuadras lóbregas, pobladas de sombras y en las que
sólo faltaba un monstruo para que pareciera imaginada por el doctor Jekyll. Y
el tipo seguía, firme en la brecha, acaso especulando con que le pagarían el
doble por la limpieza del trabajo, sin apuro, como convencido, paradójicamente,
de que él era su cómplice, no su víctima, porque le facilitaba la tarea y no
huía, no pedía auxilio, no intentaba nada sucio, era noble para morir. Se
preguntó si el tipo valoraba su actitud, si habría pensado en lo odioso que le
resultaría tener que correrlo, dispararle a la distancia, un blanco móvil, la
posibilidad de errar y después tener que evitar a la policía y esconderse en un
aguantadero. No, él jugaba limpio; todo estaba claro: había escrito un texto
con mucha mala leche acerca de un personaje importante, el personaje importante
le había encargado al tipo que lo eliminara, el tipo lo iba a eliminar de un
balazo, el balazo le entraría por cualquier lado y se quedaría, caliente,
preciso, alojado en su cuerpo cuando cayese en posición decúbitodorsal.
Entonces él tenía que dejar que todo sucediese con la sencillez planificada,
para que el tipo ejecutase su faena de acuerdo a lo previsto, cobrara su
salario y se olvidara del asunto.
Anduvo la última cuadra sin que se le acelerara el pulso, sin controlar sus
sensaciones, sin mirar hacia atrás, porque tampoco era el caso de invitar al
tipo a que lo matara enseguida. Se suponía que sabía su trabajo, como él sabía
sus costumbres; cada cual debía hacer su parte ordenadamente.
Abrió la puerta, entró, la cerró y se detuvo a escuchar, traicionándose, los
ruidos de la calle. Caminó por el pasillo y empezó a subir por la escalera,
preguntándose por qué no le había disparado todavía, y bueno, se dijo, tendrá
sus razones, no es mi tarea adivinarlas, metió la llave en la cerradura, abrió,
encendió la luz y miró el desorden del departamento, su querido desorden que se
quedaría solo, pensó, pero también sabría arreglárselas y entonces se sintió
excitado, súbitamente nervioso, incómodo como un jipi con corbata. Se dirigió a
la heladera, sacó una lata de cerveza y bebió un largo trago, casi hasta la
mitad, sintiendo cómo se le congelaban las tripas, qué ironía, pensó, en la
noche más fría de este invierno, con una cerveza helada en la mano, me parece
que me van a cocinar a balazos.
Se dirigió al dormitorio y se desvistió desganadamente, dejando las ropas
esparcidas por el suelo, y notó que el calzoncillo tenía el elástico roto en el
preciso instante en que escuchó los pasos en la escalera. Encendió un
cigarrillo, inevitablemente estremecido, y tosió un par de veces, sin
necesidad. Después sonó el timbre.
Hizo una mueca desprovista de intención, vació la lata de cerveza y caminó
hacia la puerta. La abrió. Lo primero que vio fue la pistola con el silenciador
puesto. Y lo último.