Carlos Kaiser es uno de
los futbolistas más asombrosos de la historia. Pasó al menos por nueve equipos de
futbol profesional y en todos ellos demostró con solvencia su mayor virtud: no
jugar. Nació hacia 1963 como Carlos Henrique Raposo en Río de Janeiro, y desde
chico su mayor ilusión fue la mayor ilusión de casi todos los chicos de Río:
llegar a la primera división, vestir los colores de algún equipo importante. Se
autorrebautizó Kaiser, obvio, por su admiración a Beckenbauer, así que su
nombre real quedó arrumbado en el basurero de la historia.
De los nueve equipos en
los que militó, al menos seis gozan de alto prestigio: Botafogo, Flamengo,
Puebla, Fluminense, Vasco Da Gama y América de Cali. Los otros tres fueron El
Paso (Texas, EUA) Patriots, Bangú y Gazélec Ajaccio. Los números de Kaiser como
jugador activo son extraordinarios: Botafogo, cero partidos y cero goles.
Flamengo, cero partidos y cero goles. Puebla, cero partidos y cero goles. El
Paso Patriots, cero partidos y cero goles. Bangú, un partido y un gol (hasta
aquí el porcentaje goleador de Kaiser era altísimo, de cien por ciento, un gol
por partido disputado). Gazélec Ajaccio, cero partidos y cero goles.
Fluminense, quince partidos y cero goles. Vasco Da Gama, cero partidos y cero
goles. América de Cali, cero partidos y cero goles. Debemos acotar que, según
lo dicho por el mismo Kaiser, los cotejos en los que participó fueron todos
amistosos, así que en el rubro oficial ostenta un palmarés impecable de cero
goles.
La pregunta que todos
podrán estarse formulando a estas alturas es lógica: ¿cómo demonios le hizo
Carlos Kaiser para llegar a la primera división y luego pasar de un equipo a
otro con un currículum en el que los ceros eran sus guarismos más destacados?
La historia es asombrosa, tal vez la más sobresaliente del futbol mundial.
Ciertamente a Kaiser le interesaba llegar a los equipos, firmar contratos, que
le pagaran, pero no jugar. Para él, jugar era un asunto incómodo, una molestia
que debía ser evitada a toda costa. Sentía un profundo agrado cuando se
anunciaban sus contrataciones, portar la camiseta del nuevo club, ser
entrevistado, recibir el primer cheque, gozar de los entrenamientos, los viajes
y las concentraciones, pero no jugar, nunca jugar. Desde que vistió su primer
jersey, se prometió jugar lo menos posible, y poco a poco, con el tiempo, se
cumplió a sí mismo tal promesa; jugó lo menos posible, casi nada.
Cualquier otro
futbolista sin las destrezas de Kaiser hubiera sucumbido de inmediato. Sin
partidos ni goles en la estadística personal es difícil que un equipo tire el
lazo, pero Kaiser logró nueve contratos, un récord para cualquier jugador con
cartas credenciales de esa calidad. Fue un mago no tanto del balón, sino de la
amistad y la palabra. Su truco consistió en trabar relación estrecha con buenos
jugadores, divertirse con ellos en las noches, presentarles chicas, es decir,
jugar con ellos fuera de la cancha. Gracias a su capacidad como secuaz de
francachela, el gran Kaiser carioca consiguió recomendaciones que aquí y allá
le abrían puertas sin necesidad de que su foja de servicios en la cancha fuera
compulsada. Entre otros, contó con la amistad de Renato Gaúcho, Romario y
el Animal Edmundo, quienes supieron agradecer la buena onda que les
prodigaba Kaiser; éste les daba grata charla y compañerismo nocturno, y
aquéllos supieron pagarle con espaldarazos que aflojaban sin dificultad las
reticencias de entrenadores y dueños de clubes.
Sus contratos duraban
poco, eso sí, pero para Kaiser el triunfo estaba en llegar, no en sostenerse.
Luego de la firma, buscó siempre, y siempre encontró, los pretextos adecuados
para no jugar. El más importante consistía en hacer su primer entrenamiento con
la firme convicción de lesionarse. Podemos imaginar que primero trotaba un poco
junto a sus nuevos compañeros; luego hacía restiramientos, sentadillas,
abdominales…; después, desenfadado, como crack, pateaba algunos balones y
cuando se daba un conato de partido interescuadras, esperaba el primer contacto
de cualquier defensor para tirarse al césped y retorcerse de dolor. En aquel
tiempo no había resonancias, así que era imposible saber por la vía científica
qué tan aguda era la lesión del nuevo elemento. Él, Kaiser, mientras tanto,
dueño de una capacidad histriónica que envidiarían Brando y DeNiro juntos,
simulaba un padecimiento extremo y eso imposibilitaba que saltara a las canchas
para colaborar con el equipo. Seis meses después, un año después, no sin cobrar
lo estipulado en el contrato, se iba del club y reincidía en el complicado
proceso de ser contratado, lesionarse y cobrar.
La habilidad de Kaiser
para no jugar, entonces, se basaba en la amistad. Hacerse amigo de Romario, por
ejemplo, no era cualquier cosa, y Kaiser lo logró. Se sabe de otra estrategia
digna de un campeón goleador en materia de relaciones públicas. Como sabía el
rol de los partidos, muchas veces adelantaba su viaje cuando iban de visita.
Tenía la ventaja de estar embusteramente lesionado, así que no se concentraba
con sus compañeros. Gracias a esa ventaja, buscaba chicas disponibles, las
hospedaba en el hotel al que llegaría su equipo y en las noches armaba otra
concentración más animada que la meramente futbolística.
Hay una anécdota que él
cuenta lleno de justificado orgullo, pues no deja de ser meritorio, así sea en
el contexto de la picaresca latinoamericana, lo que hizo. Narra que en alguna
ocasión, cuando vestía la casaca del Bangú brasileño, tuvo la obligación casi
irremediable de jugar. Estaba en la banca en un choque contra Curitiba, el
partido era intenso, iban perdiendo, y el entrenador lo llamó. “Prepárese,
Kaiser, va a entrar”, fueron las palabras que oyó. Pero no quería jugar, jamás
quería jugar, así que pensó rápido. Tenía la virtud de reaccionar de inmediato
ante la adversidad, y halló la solución. Mientras calentaba, notó que ciertos
aficionados lo insultaban. Decidió entonces saltar la valla e ir a pelear
contra ellos con el fin de que lo expulsaran antes de entrar a la cancha. Como
era previsible, Kaiser fue botado del terreno y ya en los vestidores muchos de
sus compañeros pensaron que el dueño del equipo, un magnate llamado Castor de
Andrade, lo iba a matar. Pero nuestro personaje tenía otro as bajo la manga, y
cuando el tal Castor llegó acompañado por sus guardaespaldas, enfurecido, a
liquidarlo, Kaiser lo contuvo de esta forma: “Doctor Castor, dios me ha dado un
padre, y me lo ha quitado, y me ha dado otro padre que es usted, y las personas
que estaban detrás de la valla estaban diciendo que usted hace maldades, que vive
de malos negocios, y no he podido aguantar, entonces he perdido la cabeza.
¿Usted sabe lo que es para un hijo oír hablar mal de un padre? Sé que mi
contrato termina la semana que viene, soy consciente de que he perjudicado al
club, puede hacer conmigo lo que le dé la gana, tendrá toda la razón”. Entonces, tras
escuchar estas conmovedoras palabras, Castor de Andrade le habló al supervisor,
le ordenó que extendiera por seis meses el contrato a Kaiser y que le duplicara
el pago.
Un último detalle quizá
innecesario, pero casualmente significativo. Kaiser se apellida en realidad
“Raposo”, como fue señalado párrafos arriba. Pues bien, “raposo” es, según el
diccionario de nuestra Academia, un sustantivo que sirve para designar a la
“persona taimada y astuta”. Carlos Kaiser lo fue en grado superlativo, pero no
se vaya a creer que engañó sólo por engañar. No, no fue un vulgar defraudador.
Su alto propósito queda resumido en una frase que podría brillar con letras de
oro en algún hemiciclo dedicado a la justicia en el futbol: “Los clubes han
engañado y engañan mucho a los futbolistas, Alguno tenía que vengarse por todos
ellos”.