El arte de centrar no lo domina
cualquiera. Es como el de cabecear, gambetear o meter la pierna: una
especialidad en el futbol. Quien se dedica a esto, por lo general juega cargado
a las líneas laterales, pues es complicado imaginar un centrador que juegue
sólo por el centro, valga la reiteración. Los buenos centradores, por ello, son
generalmente extremos rápidos, medios abiertos o laterales de amplio recorrido.
No es, sin embargo, suficiente habilitarse en esas posiciones para ser un buen
centrador. La mayor virtud de este especialista radica, creo, en la tenencia de
una especie de mira telescópica y un buen toque de pelota. La combinación de
ambas virtudes da como resultado posibilidades francas de gol; la carencia de
alguna de las dos, o de las dos, el fracaso.
Aclaro que un centrador no es
sinónimo de gol, por eso digo que su producción debe ser medida solamente en
“posibilidades francas de gol”. Esto significa que un centrador, para que su
trabajo se vea bien coronado, necesita rematadores que empujen las
oportunidades hacia la red. Sólo por mencionar, recuerdo tres grandes
tiracentros del futbol mexicano, los tres de tres épocas distintas: Carlos
Reinoso, quien se hartó de enviar centros a Enrique Borja y compañía en los
setenta; Juan Antonio Cabezón Luna, quien colocó pases templados por
racimos sobre todo a Ricardo Peláez; y el último Rodrigo PonyRuiz, mago
del centro con ventaja para, principalmente, Jared Borgetti.
El centrador no es entonces un tipo
que corre por la banda y de buenas a primeras saca un servicio al azar. Ese
tipo de jugador lo único que hace es deshacerse del balón, no centrar. Creo que
esto pasa con frecuencia en nuestro futbol, pues casi todos los jugadores
obligados a centrar suelen lanzan melones informes a la olla para ver quién llega
a, de milagro, rematar. Centros demasiado largos, centros demasiado cortos,
centros al tumulto, centros que parecen tiro y tiros que parecen centro, estos
son los servicios que caracterizan, con honrosas excepciones, al futbol
mexicano. Extremos y laterales, por ello, deben triplicar el entrenamiento del
centro, pues de esto dependerá que los rematadores queden realmente libres para
anotar y todo derive en algo más que mera aproximación.
El mejor ejemplo que tengo a la
mano para explicar lo que es un centro racional lo podemos encontrar en el
partido de Argentina contra Bulgaria del mundial de México 86. Lo jugaron en Ciudad
Universitaria, y, como sabemos, fue ganado 2-0 por los sudamericanos. En aquel
juego los goles de Valdano y Burruchaga fueron anotados de cabeza tras sendos
pases de José Luis Cucciufo y Maradona. En el primero, Cucciufo roba un balón
por la banda derecha, levanta la cabeza casi en la línea de fondo, ve
disponible a Valdano y manda un centro suave y con efecto hacia adentro, lo que
permite a Valdano rematar franco hacia el primer ángulo de la puerta. El
segundo gol me permitió admirar el mejor centro que he visto en mi vida. En
tres cuartos de cancha, Maradona se da un autopase para eludir a un rival y
avanza por el extremo izquierdo, levanta notoriamente la cabeza y cuando está a
dos metros de la línea de fondo cucharea el balón de zurda y dibuja un centro
hermoso, con comba en dos sentidos: de arriba hacia abajo y del fondo hacia
adentro de la cancha, y es allí cuando aparece Burruchaga quien remata sin
piedad ese servicio que por el efecto da la impresión de venir de frente, no de
lado.
Sería abusivo pedir que los centros
de un futbolista normal salgan así, como el de Maradona. Lo que sí se puede
pedir es que los centradores aprendan al menos a levantar de vez en cuando la
cabeza. Si sólo centran por centrar, con la mirada puesta en el suelo y
pateando hacia el bulto, harán permanentemente el papelón de enviar servicios
para nadie y el gol jamás llegará.