Son muchas las virtudes que es posible destacar en Chernóbil (México, 2018, 177 pp.),
primera novela de Ileana Olmedo, obra con la que ganó el Premio internacional
de narrativa Siglo XXI-UNAM-Colegio de Sinaloa 2017. Entre otras, la habilidad
para contar simultáneamente el destino de varios personajes cuyas vidas, unidas
al principio, estallan y se disparan hacia realidades completamente distintas, se
desperdigan y se convierten en jirones hasta desconfigurar la llamada (sé que
de manera conservadora) “célula fundamental de la sociedad”: la familia.
Chernóbil es una ficción articulada en formato
de diario personal. Daniela Arenas, fotógrafa de la Ciudad de México, es quien
lo escribió durante, al menos, tres décadas, de 1986 a 2016. Decir, empero, que
se trata de “un diario personal” es engañoso, pues en realidad se trata de muchos
diarios, todos escritos, eso sí, por la misma mano. En el amanecer de la
narración, Daniela recibe la noticia de que su hermana Paula se ha suicidado,
lo que la obliga a viajar. Al volver a casa, reencuentra los diarios acumulados
durante varios años y es allí donde se nos insinúa la estrategia de lectura
para este libro: Daniela, quien en el presente narrativo sigue llevando un
diario, consigna allí que vagabundea entre las páginas de sus viejos diarios y
es por ese medio que accedemos a su mundo y al de su familia. Nosotros somos, por
ello, los ojos de Daniela leyendo los antiguos diarios de Daniela.
Turbada por la muerte de su hermana, la autora ficcional de
los diarios deja errar la mirada, a saltos, por su propia escritura. Todo
comienza en el primer diario, regalo de su padre. La fecha inaugural del
registro coincide con la hecatombe de Chernóbil, y a partir de allí,
simbólicamente, la catástrofe de la planta nuclear ucraniana avanza tomada de
la mano de la catástrofe vivida por la familia Arenas y acotada en los diarios.
Iliana Olmedo tenía dos caminos para adentrarse en el
contenido de su escritura, el cronológico y el no cronológico. Suena simple,
pero de esta decisión dependía gran parte del efecto que debía producir, y
produce, el libro. Quizá para el lector hubiera sido más cómodo seguir una
línea uniforme de tiempo, de pasado a presente, pero la autora optó el camino
no cronológico. El pespunte entre las páginas de los distintos diarios,
justificado, como digo, al principio de la historia, compromete al lector en el
armado del rompecabezas y le crea una sensación de incertidumbre y
dislocamiento, lo mismo que acaso siente Daniela al deslizar su mirada por el
pasado retenido en los volúmenes que ella misma fue colmando de palabras. La
historia, por todo, avanza a trancos cortos, de un año a otro, que son como
rendijas que se abren y se cierran para que vislumbremos la fragmentación de la
familia Arenas constituida por las mencionadas Daniela y Paula, además de
Rafael, su hermano, y sus padres Fernando y Patricia. El efecto de la
composición entrecortada es el de, si se pudiera decir así, un sutil caos. Los
personajes están bien delineados, son inconfundibles en términos de carácter
(como en el caso de la madre y su neurosis), pero su andanza por la vida se nos
va iluminando con estroboscopio, a marchas y contramarchas. No podía ser de
otra manera, pues los diarios de Daniela son ojeados por Daniela, como ya lo señalé,
sin un orden preciso, azarosamente, como quien, en la perplejidad del luto,
quiere abrazar el sentido de su pasado y el de su familia de un solo vistazo.
Este recurso supone, por todo, un lector cómplice, lo que no sería tan necesario
si la novela se hubiera ajustado a una cronología convencional, del antes al
ahora.
Digno de resaltar en Chernóboil
es el estilo. Como en la estructura temporal cronológica o no cronológica, aquí
nos enfrentamos a otro dilema: el que siempre nos plantea el narrador en
primera persona. ¿Cómo debe hablar (o escribir) un narrador en primera persona?
Es común, lo sabemos, que como lectores demos ciertas permisos a este narrador,
como que escriba/piense con cierto vuelo lírico, o que reflexione con imágenes
literarias y demás, siempre y cuando no se torne inverosímil sobre todo en el
plano del léxico. Es un artificio, una convención literaria, y por esto los
lectores muchas veces debemos suspender nuestra incredulidad o al menos
mitigarla, pues de otra manera el relato no cuajaría. Ileana Olmedo resolvió la
disyuntiva entre lo lírico y lo no lírico de una manera harto sensata: si lo
que leemos es escritura en un diario, justo era que el estilo se apegara a la
sencillez, a la economía de recursos, para que fuera creíble. Y más allá de esto,
otra malicia: Chernóbil no tiene un
estilo, sino varios, pues entre segmento y segmento de los diarios hay matices,
tonalidades, registros que se ciñen a la madurez de quien vacía sus
experiencias en los diarios: no es lo mismo, claro, una página de 1986 a otra
de 2000 a otra de 2016. Uno siente el cambio, la simplicidad o la agudeza de
las observaciones según convenga a la edad de la Daniela que “redacta”.
Por supuesto, muchas otras virtudes fortalecen las páginas de
Chernóbil, como su sentido general
relacionado con el tema, creo, de la desconfiguración social, de la disolución
y de la pérdida simbolizada por el extinto pueblo de Príapiat (colmena de los
trabajadores de Chernóbil) y por la familia de Daniela Arenas, principalmente
de Fernando, el padre, especialista mexicano en energía nuclear que termina
siendo arrasado, pese a la distancia y aunque parezca increíble, por el
desastre ucraniano, símbolo del desastre científico. Eso y más contiene la
novela, pero basten estas palabras para alentar a que todos seamos pronto sus
azorados cómplices.
Nota. Comentario leído el jueves 26 de abril de 2018 ante estudiantes
de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Autónoma de
Coahuila, Torreón. Acompañé en la mesa a Iliana Olmedo, la autora, y a Vicente Alfonso,
quien presentó junto conmigo. Esta actividad fue organizada por el Instituto de Educación y Cultura de Torreón a través de Ruth Castro, su coordinadora de literatura.