En marzo de 2001 entrevisté a Sergio Pitol. El diálogo se dio por teléfono de Torreón a Xalapa, y fue algo difícil porque el maestro se encontraba enfermo y su voz me resultó apenas audible. Años después, creo en 2007, lo conocí en la FIL de Guadalajara donde participó en una mesa redonda junto a Luisa Valenzuela, Rubem Fonseca y Ednodio Quintero, si no recuerdo mal; en aquella ocasión su voz era todavía más débil y de lejos percibí que el maestro ya no estaba para viajes. Sin embargo, vivió otros diez años, hasta hoy.
Mi entrevista sólo fue
publicada en un periódico pequeño, escolar, de corta vida. La desempolvo con la sensación que
ya tuve en aquel momento, cuando la desgrabé: pudo ser mejor, pero en mi
autodescargo guardo el consuelo de que, como siempre, le hice la lucha pese a la circunstancia de estar acá, en la Casi Nada. Va, la comparto y ahí disculpen mi candor treintañero.
La imaginación, otra realidad al
lado de la vida
Sergio Pitol (Puebla, Puebla, 1933) ha escrito hermosas palabras en
homenaje a Alfonso Reyes: “En México, durante la adolescencia, frecuenté larga
y devotamente la obra de Alfonso Reyes (...) Si algo le debo a Reyes y a los
varios años de tenaz lectura de su obra, fue la pasión por el lenguaje, su
insospechada y serena originalidad, su infinita capacidad combinatoria, su
humor, su habilidad para insertar giros del lenguaje cotidiano (...) Concebía
como una especie de apostolado el compartir con su grey todo aquello que le
deleitaba. Fue un esperanzado y paciente pastor que se propuso, y en algunos
casos lo logró, desasnar a varias generaciones de mexicanos” (La Jornada
Semanal # 232, noviembre, 1993, p. 38).
Según los críticos más autorizados, Pitol está llamado a ser, como Reyes, un clásico
de nuestra literatura. Su obra es sin discusión una de las más originales y
consistentes que se pueden localizar en el mapa de la actual literatura y a
estas horas ya nadie le escamotea elogios, que bien los merece.
Radicado desde
hace algunos años en Xalapa, Pitol ha recibido numerosos premios como el
Xavier Villaurrutia, en 1981; el Premio anual de la Asociación Polaca de
Cultura Europea por su labor en pro de la popularización de la cultura polaca
en el extranjero, en 1987; el Premio Nacional de Literatura y Lingüística, en
1993. Ha escrito cuento, ensayo, novela y traducción, y entre sus obras destacan
Cuerpo presente (1990), Los climas (1966), Domar a la divina garza (1989), La
vida conyugal (1991), El arte de
la fuga (1997), El viaje (2000), entre otras.
Como diplomático ha sido consejero cultural en las embajadas de
Varsovia, Budapest y Moscú, subdirector de Asuntos Culturales en la Secretaría
de Relaciones Exteriores, director de Asuntos Internacionales del Instituto
Nacional de Bellas Artes (INBA) y embajador de México en Checoeslovaquia.
—Maestro,
¿cuáles fueron los primeros estímulos de su escritura? ¿Por qué comenzó a
escribir?
—Yo fui un niño muy enfermo. Desde pequeño contraje una malaria
consuntiva que es una forma de paludismo muy peligroso. Entonces, no tuve
escolaridad regular. Atendía las tareas en mi casa. Aprendí idiomas, pasaba los
exámenes al final de año. Aprendí a leer muy temprano. Aprendí las letras a una
edad muy precoz. El mundo que se me hacía apetecible y gozoso era el de los
libros. Yo era, además, huérfano de padre y madre, y mis tías y mis familiares
me llevaban libros para la infancia, para la adolescencia. Devoraba los libros
de Julio Verne. Leí los Grandes viajes, que son novelas que suceden en
muchas partes, una de ellas en México. Una novela de Verne tiene como espacio
el puerto de Acapulco y una marcha de esa ciudad hasta cerca de la ciudad de
México. Con Verne viajé yo, que casi no podía salir ni al jardín. Viajé por el
mundo entero, por el corazón del África, por la India, por las nevada y helada
Siberia y sus tundras, por la pampa Argentina, por el Amazonas, por el Orinoco,
por el Nilo. Por todas partes hasta el centro de la tierra o hasta la
estratósfera. Y en esos libros hay muchísimos niños y adolescentes que van
acompañados de sus padres o maestros, o que van a buscar a sus padres perdidos
por el mundo en un barco que naufragó y llegaron a una isla misteriosa, a una
isla desolada. Todo esto hizo que mi realidad mediocre, gris, con ataques
frecuentes de fiebre, con la imposibilidad de salir de la casa, esa realidad
tan triste que llevaba yo se llenara de una realidad fantástica, de los viajes
extraordinarios que relataba Julio Verne.
Después de haber leído la literatura infantil y para adolescentes, llegó
el momento en que me acerqué a la gran literatura novelística del siglo XIX, al
grado de que cuando llegué a los doce años, yo ya había leído los seis
volúmenes de La guerra y la paz de Tolstoi. Todo ese vivir en la
fantasía, por los libros que me parecían asombrosos, hizo que mi infancia no
fuera difícil ni desdichada. Por el contrario, fue una infancia llena de
experiencias fantásticas.
Además, también en mi casa, mi hermana y yo vivimos con mi abuela
después de la muerte de nuestros padres, y esto también hacía que las
conversaciones que oíamos cuando llegaba su cuñada o las familias amigas de mi
abuela, que eran de su misma edad y habían vivido otra experiencia histórica
anterior o simultánea a la revolución, tampoco tenían que ver con la realidad
inmediata, siempre estaba sujeta a la fantasía, contaban cuentos que narraban
una vez, y otra más y los contaban siempre de otra manera. Cuando yo llegué a
la adolescencia y recobré la salud, tenía mucha literatura consumida, muchas
historias para contar y muy pronto supe que quería ser escritor. No sabía bien
a bien cómo escribía uno, cuál había sido el procedimiento de los escritores de
esos libros que había leído con deleite, pero tenía la idea de que yo iba a ser
escritor.
En la primera juventud me apasioné del teatro. Veía y leía teatro y en
ese tiempo creía que si iba a ser escritor, sería dramaturgo. Empecé a hacer
algunas cosas y nada me salía. Tenía algo para teatro y si lo hacía con
diálogos teatrales me salía mal, forzado, y me disgustaba. Pensé en hacer las
tramas primero, una especie de borrador con la trama de un drama o una comedia,
lo que saliera, y lo que resultaba era un cuento, un relato, y así comencé a
escribir narrativa.
—Es
fascinante escucharlo porque muchos jóvenes creen que el mundo está necesariamente
afuera, nunca en los libros, siempre en la calle. Por supuesto, también los
libros pueden ser un excelente condimento de la vida...
—Claro, y le dan a uno la posibilidad de conocer la historia, viajar por
el tiempo, estar en las Guerras de Troya, en el mundo prehispánico y al mismo
tiempo en el contemporáneo, en un lado y en otro. Los libros amplían la
imaginación y potencian la vida.
—Usted ha
alternado la literatura y la diplomacia. ¿En qué medida ayuda y en qué medida
estorba a la literatura otra actividad?
—Yo llegué a la diplomacia ya tarde. Yo viajé mucho, creo que por
compensación a los años de encierro. Cuando ya tuve salud viajé muchísimo: a
Sudamérica, a Nueva York, por la República, siempre con medios mínimos, con
carencias, de aventón, que en aquella época era muy seguro. Ahora nadie se
atreve a levantar a una persona desde que empezó esto del narco y la
inseguridad. En un momento me fui de México a hacer un viaje largo, de unos
meses, a Europa, y me quedé veintitantos años porque; como sabía idiomas, me
defendía con eso, haciendo traducciones a los turistas mexicanos o
latinoamericanos. Luego empecé a traducir, di clases en Inglaterra, trabajé
editorialmente en España pero, sobre todo, durante catorce años me mantuve con
las traducciones y como con eso uno es dueño de su tiempo, no tiene jefe y sólo
se necesita una máquina de escribir y unos diccionarios, me pasaba de un país a
otro y fue una gran formación esa vida de free lancer. En una ocasión,
después de catorce años de haber salido, me sondearon para ver si quería ser
agregado cultural en Polonia, y acepté. Era por dos años pero me pasé quince en
el servicio exterior. Ya tenía yo mucha cancha en esto de vivir en el
extranjero, fui agregado cultural varios años, en varios países y terminé mi
carrera como embajador en Checoslovaquia. En todos los viajes era libre. No
adscrito a nadie. Cuando estuve en la vida diplomática recogí muchas historias,
conocí muchas culturas, me entusiasmé por algunas literaturas como las
centroeuropeas, las eslavas, la italiana, fui redondeando mi formación
literaria, pictórica, musical, teatral y conociendo a mucha gente de distintas
formas de ser, de distintos rangos, de distintas costumbres, distinta religión,
distinta lengua, distintos sistemas sociales. La vida diaria del diplomático lo
pone a uno en un mundo muy diversificado porque siempre está tratando con gente
de muchos países y no sólo de aquellos en los que está uno acreditado. Eso me
enriqueció mucho. Por cierto, me alegra enormemente que después de los últimos
dos sexenios, el de Salinas y el de Zedillo, donde los agregados culturales
eran generalmente burócratas que no sabían nada o muy poco de la cultura de su
país ni de la cultura del país al que los enviaban, ahora, por fortuna, se ha
buscado a muchos escritores para que sean los agregados culturales de México.
—¿En qué
medida le sirve a un escritor ser reconocido, recibir premios? Usted, en los
últimos años, no se puede quejar...
—Los primeros veinte años no sabía ni siquiera cuándo iban a salir mis
libros, me llegaban pocas notas, fui muy desconocido durante muchos años. Eso
me hizo bien porque escribía por el placer de escribir, por el escape que me
daba a muchas tensiones, a muchas pulsiones, a muchos conflictos. Todos estos
los plasmaba en mis libros y jamás pensé en la gloria, sino en escribir bien y
cada vez mejor. Los premios han sido muchos en estos últimos años,
internacionales y cada vez que me llegan me da gusto. Me han librado de muchos
momentos difíciles, económicos. Pero no escribo para ganar premios porque mi
literatura no es light, afín a las corrientes del momento, es muy mía y
no quiero prescindir de eso.
—A
propósito, ¿cómo escribe usted? ¿Usa computadora?
—Si fuera joven ahora y comenzara a escribir, comenzaría con la computadora.
Tengo una computadora que me manejan unas personas aquí pero yo sigo
escribiendo a pluma y paso mi primera versión en máquina, la corrijo y luego la
voy pasando a un empleado mío para que la pase a computadora y luego la vuelvo
a corregir. En las editoriales se han dado cuenta que si un escritor mayor
escribe con computadora pierde mucha intensidad, mucha tensión. Los jóvenes no,
porque están acostumbrados a escribir con otro tiempo. La escritura, decían los
griegos, es una producción de la respiración, del neuma, uno va
escribiendo al tono de su respiración y en la computadora eso se rompe. A los
escritores mayores les dicen: “Ya no escriba en la computadora porque no es lo
mismo”, y han vuelto a la máquina; otros sin embargo se han ahogado ya, se han
destruido por tratar de ganar más dinero, de ser más rápidos.
—Una última
pregunta. Usted es un amplio conocedor de nuestra literatura y quiero pedirle
que nos destaque a tres autores mexicanos, ¿a quiénes elegiría y por qué?
En primer lugar, a Juan Rulfo, por su originalidad, por su vigencia,
porque va a las raíces de nuestro lenguaje y a las raíces casi de nuestra alma,
de nuestro espíritu, de nuestro imaginario. Después a Manuel Payno, que nos da
la sensación de historia, de dónde venimos, de dónde surgimos literariamente y
nos presenta la conformación de la sociedad mexicana con un atractivo enorme,
enorme, enorme. Y el tercero y cuarto pueden ser algunos poetas, López Velarde
y Pellicer, sobre todo.
—Y de
pasada, ¿algún ensayista?
—Alfonso Reyes, definitiva y absolutamente.