No
sé, pero supongo que el espíritu de vecindario sólo sobrevive hoy en las colonias
populares. Al hablar de ese espíritu
me refiero al ambiente que privaba en los antiguos barrios en los que todos nos
conocíamos, jugábamos a los mismos juegos e incluso asistíamos a las mismas
escuelas. Los padres de entonces salían a trabajar y tanto las madres como los
hijos entretejían lazos buenos o malos, pero reales, “presenciales”, en todo el
vecindario.
Tal
modelo de relación quedó hecho trizas en los años recientes por motivos que
aquí apenas alcanzo a sobrevolar: por la inseguridad que provoca desconfianza y
miedo al exterior, por la salida de la madre del entorno hogareño tanto para
ganar dinero como para desarrollarse en tareas profesionales y, por último, debido
a la aparición de internet que trajo aparejados modos de comunicación/distracción
ajenos a la cercanía física. Sospecho pues que sólo en las colonias populares,
como dije, sobrevive el tipo de relaciones comunitarias que conocí en mi niñez,
pero ya ni de esto estoy seguro.
Con
el crecimiento de las ciudades se fueron creando áreas de radicación en las
periferias, muchas de ellos llamadas, con obviedad, “cerradas”. Cuando
comenzaron a nacer y multiplicarse, calculo que hace más o menos 20 o 25 años,
pensé que en ellas se abría de nuevo la posibilidad de interactuar
comunitariamente, pero no pude probarlo en la práctica, in situ, porque jamás viví en una ínsula de esa especie. Fue hasta
hace un año cuando luego de algunas carambolas de la vida caí a vivir en una
cerrada de, digamos, clase media tirándole a baja. Es ordenada, tiene algunos
servicios pagados por la colectividad (como el cuidado del parque y la caseta)
y en general es llevadero vivir encapsulado en su barda perimetral. Aquí sí
pude comprobar que la interacción del vecindario también es mínima, casi nula.
En el modelo gringo, y salvo por el caso de algunos jóvenes de entre 13 y 17
años que sí conviven entre ellos, veo que nadie tiene inquietud por inmiscuirse
en nada ajeno, y todos los residentes vivimos recluidos bajo nuestros techos,
indiferentes cabalmente al ambiente exterior.
Es
claro ahora sí, para mí, que el modelo de vinculación comunitaria, antes
característica de los barrios del centro, ha desaparecido casi por completo en
la periferia de las nuevas colonias. Las fiestas, los chismes, los velorios e
incluso los pleitos otrora definitivos del ambiente barrial han pasado a ser
mito de película con Pedro Infante y Blanca Estela Pavón dirigidos por Ismael
Rodríguez. Lo que parece no haber cambiado son ciertos hábitos de vecino
nefasto. No están, por suerte, tan generalizados, pero afloraran aquí y allá
como molestias que pudieran ser evitadas a fuerza de actuar con un poco más de
tacto.
Como
dije arriba, hay un parque, y a su alrededor tiene cerca de treinta casas.
Todos los residentes estacionan sus vehículos en sus cocheras techadas, aunque
de vez en cuando, sobre todo cuando reciben visitas, usan la circunferencia del
parque para detener allí sus autos. Hasta aquí todo bien. Lo malo es que dos
inquilinos han dejado dos autos estacionados por meses o años como si aquello
fuera un yonke, y no hay poder humano que los obligue a eliminar sus chatarras.
¿Qué hay en la cabeza de alguien que decide invadir así un espacio público?
No sé, pero es evidente que no precisamente sesos.
Otra
calamidad frecuente es la basura. También en este ítem es mayoritario el número
de los vecinos que a diario o casi a diario limpian sus cocheras y tratan de
mantener a raya la fealdad de la mugre que, como sabemos, es casi inevitable en
La Laguna por la frecuencia de las tolvaneras y porque jamás hemos tenido mucha
vocación por la limpieza. No faltan, sin embargo, como en cualquier lugar, los
vecinos que parecen regodearse en el desaseo, esos que sacan la basura
despatarrada cada dos meses, que atesoran objetos inservibles junto a sus
fachadas y jamás pasan la escoba por su pedazo de exterior.
Un
último rasgo de la vecindad tóxica es la música estentórea. Por suerte, tampoco
es reiterada, pero cuando se manifiesta es espantosa. Llamar música a esa música es, claro, una
concesión, pues se trata comúnmente de tamborazos y berridos cuya vulgaridad
impide vislumbrar que allí se manifiesta alguna forma del arte. Lo mismo pasa
con la plaga llamada reguetón y otros
ritmos parecidos, casi todos obsesionados por el deseo de que alguna chica
mueva el culo.
En suma, ser vecino nunca ha sido tan difícil. Todo es cuestión de meter en nuestros actos una pizca, aunque sea una pizca, de consideración por los demás.