sábado, abril 09, 2022

Sobre el señor de Montaigne

 














Michel Eyquem es uno de los personajes más interesantes en la historia de la cultura occidental. No se le conoce tanto por su nombre real, sino por el que él eligió: Michel de Montaigne, o, mejor, Montaigne a secas. Dada la admiración que desde 1580 despierta en muchos lectores, no son pocas las semblanzas que han tratado de escudriñar su vida. Una de ellas, todavía reciente, es La muerte de Montaigne (Tusquets, 2011, 289 pp.), del chileno Jorge Edwards (Santiago, 1931). Dije “semblanza” pero en realidad es eso y algo más, o algo más y eso, no sé. La verdad es que se trata de un libro articulado a caballo entre la biografía, el ensayo y quizá un poco, si queremos, la autobiografía. Lo importante en todo caso es que se trata de un libro entrañable sobre la figura más saliente del Renacimiento francés, y eso basta para acometer su lectura.

Edwards, gran narrador que además ha sido diplomático de su país en Cuba y en Francia, se siente fascinado por la figura de Montaigne, y afortunadamente ha podido comunicarnos esta fascinación. Sin apegarse a un criterio cronológico ceñido, poco a poco reconstruye ante nosotros el perfil de aquel hombre peculiar. Nació en 1533 en el castillo familiar ubicado en Burdeos, y allí mismo murió hacia 1592. En medio de esas dos fechas cupieron muchas andanzas y una formación intelectual que a la postre serviría como dinamo de su escritura. Montaigne, nos cuenta Edwards, tuvo una relación estrecha con su padre, Pierre Eyquem, hombre próspero y sin gran cultura, pero admirador de artistas e intelectuales. Esto lo movió a buscar para su hijo Michel un preceptor que desde las primerísimas letras lo instruyera sólo por medio del latín. Así fue como Montaigne, de niño, trabó amistad literaria con ídolos que lo acompañarían toda su vida: Plutarco, Séneca, Cicerón y muchos más, principalmente latinos. Su amor por la lectura lo movió después a escribir y a publicar, de modo que en 1580, a los cuarenta y tantos de su edad, dio a la estampa, como antes se decía, la primera tanda de sus Essais, palabra que escogió como título para los extraños textos que había confeccionado.

La palabra, que en español conocemos como “ensayo”, corrió con mucha suerte sobre el lomo de las páginas escritas en el Château de Montaign, castillo donde su dueño se encerró a leer y a entintar la pluma. Su placer mayor estaba en la biblioteca, sitio donde grabó frases latinas en las vigas y donde halló el tono y la forma de su escritura, es decir, el tono y la forma del ensayo puro, el ensayo a la manera de Montaigne: viable para desmenuzar una idea con la mirada más personal posible, sin temor a la erudición digresiva, íntimo, sincero en su rechazo al dogmatismo, libre. Esta forma de proceder, mostrada en la famosa página que sirvió como prólogo a la primera salida de los Essais, es la que sirve para afirmar hoy que el ensayo revela a su autor, lo desnuda espiritualmente: “Si mi objetivo hubiera sido buscar el favor del mundo, habría echado mano de adornos prestados; pero no, quiero sólo mostrarme en mi manera de ser sencilla, natural y ordinaria (…) yo mismo soy el contenido de mi libro, lo cual no es razón para que emplees tu vagar en un asunto tan frívolo y tan baladí. Adiós, pues”.

El hombre que ha escrito esas páginas, que ha bautizado el molde de su quehacer como “ensayo”, es pues el centro del libro La muerte de Montaigne. Jorge Edwards no ha querido fijarse sólo en la escritura de Montaigne, sino enriquecer la imagen que de él podemos hacernos ubicándolo en su contexto social y cultural. Aunque era un hombre acomodado, le tocó una época difícil. Católicos y protestantes (llamados “hugonotes” en Francia) reñían sin escatimar violencia y sangre. La política de la tolerancia y la diplomacia, a la que Montaigne era afecto, no servía de mucho para aplacar los extremismos religiosos, pero aún en ese contexto supo hacerse oír por ambos bandos, aunque siempre con zozobra ante el peligroso qué dirán. Frente a la radicalización de las posiciones, fórmula que en aquellos tiempos derivaba sin titubeos en agresión física, en adicción a los azotes y las hogueras, Montaigne vivió y escribió en el tono medio de quien desea, para empezar, como primer requisito, que la vida se mantenga siendo vida para a partir de allí, sobre ese piso elemental, construir algo. El espíritu de moderación, templanza y sinceridad en la exhibición de emociones/opiniones es la savia que recorre los renglones de Montaigne, su pulsión humana.

Como ya observé, este libro tiene mucho de poliédrico. Sus facetas más destacables tienen que ver con la vida privada (incluso íntima) de Montaigne, con sus viajes, con su trabajo como funcionario público, con su pasión por el encierro y los libros, con su rechazo al acoso basado en las posiciones que hoy, anacrónicamente, podemos llamar supremacistas.

Dos ingredientes relevantes más contienen estas páginas: por un lado, aquel en el que el autor espiga su circunstancia, sus ideas políticas y literarias, su visión de Chile, y, por otro, la referencia que hace sobre Marie de Gournay, la admiradora de Montaigne que terminaría siendo su corresponsal epistolar, más adelante su albacea literaria y más adelante todavía una de las precursoras del pensamiento feminista.

La muerte de Montaigne es, por todo, un libro cómodo para aproximarse al señor de la Montaña, aquel terco y novedoso, en su tiempo, “historiador de sí mismo”.