Michel Eyquem es uno de los personajes más interesantes
en la historia de la cultura occidental. No se le conoce tanto por su nombre
real, sino por el que él eligió: Michel de Montaigne, o, mejor, Montaigne a
secas. Dada la admiración que desde 1580 despierta en muchos lectores, no son pocas
las semblanzas que han tratado de escudriñar su vida. Una de ellas, todavía
reciente, es La muerte de Montaigne
(Tusquets, 2011, 289 pp.), del chileno Jorge Edwards (Santiago, 1931). Dije
“semblanza” pero en realidad es eso y algo más, o algo más y eso, no sé. La
verdad es que se trata de un libro articulado a caballo entre la biografía, el
ensayo y quizá un poco, si queremos, la autobiografía. Lo importante en todo
caso es que se trata de un libro entrañable sobre la figura más saliente del Renacimiento
francés, y eso basta para acometer su lectura.
Edwards, gran narrador que además ha sido diplomático de
su país en Cuba y en Francia, se siente fascinado por la figura de Montaigne, y
afortunadamente ha podido comunicarnos esta fascinación. Sin apegarse a un
criterio cronológico ceñido, poco a poco reconstruye ante nosotros el perfil de
aquel hombre peculiar. Nació en 1533 en el castillo familiar ubicado en
Burdeos, y allí mismo murió hacia 1592. En medio de esas dos fechas cupieron
muchas andanzas y una formación intelectual que a la postre serviría como
dinamo de su escritura. Montaigne, nos cuenta Edwards, tuvo una relación
estrecha con su padre, Pierre Eyquem, hombre próspero y sin gran cultura, pero
admirador de artistas e intelectuales. Esto lo movió a buscar para su hijo
Michel un preceptor que desde las primerísimas letras lo instruyera sólo por
medio del latín. Así fue como Montaigne, de niño, trabó amistad literaria con
ídolos que lo acompañarían toda su vida: Plutarco, Séneca, Cicerón y muchos
más, principalmente latinos. Su amor por la lectura lo movió después a escribir
y a publicar, de modo que en 1580, a los cuarenta y tantos de su edad, dio a la
estampa, como antes se decía, la primera tanda de sus Essais, palabra que escogió como título para los extraños textos
que había confeccionado.
La palabra, que en español conocemos como “ensayo”,
corrió con mucha suerte sobre el lomo de las páginas escritas en el Château
de Montaign, castillo donde su dueño se encerró a leer y a entintar la pluma.
Su placer mayor estaba en la biblioteca, sitio donde grabó frases latinas en
las vigas y donde halló el tono y la forma de su escritura, es decir, el tono y
la forma del ensayo puro, el ensayo a la manera de Montaigne: viable para
desmenuzar una idea con la mirada más personal posible, sin temor a la erudición
digresiva, íntimo, sincero en su rechazo al dogmatismo, libre. Esta forma de
proceder, mostrada en la famosa página que sirvió como prólogo a la primera
salida de los Essais, es la que sirve
para afirmar hoy que el ensayo revela a su autor, lo desnuda espiritualmente: “Si
mi objetivo hubiera sido buscar el favor del mundo, habría echado mano de
adornos prestados; pero no, quiero sólo mostrarme en mi manera de ser sencilla,
natural y ordinaria (…) yo mismo soy el contenido de mi libro, lo cual no es
razón para que emplees tu vagar en un asunto tan frívolo y tan baladí. Adiós,
pues”.
El
hombre que ha escrito esas páginas, que ha bautizado el molde de su quehacer como
“ensayo”, es pues el centro del libro La
muerte de Montaigne. Jorge Edwards no ha querido fijarse sólo en la
escritura de Montaigne, sino enriquecer la imagen que de él podemos hacernos
ubicándolo en su contexto social y cultural. Aunque era un hombre acomodado, le
tocó una época difícil. Católicos y protestantes (llamados “hugonotes” en
Francia) reñían sin escatimar violencia y sangre. La política de la tolerancia
y la diplomacia, a la que Montaigne era afecto, no servía de mucho para aplacar
los extremismos religiosos, pero aún en ese contexto supo hacerse oír por ambos
bandos, aunque siempre con zozobra ante el peligroso qué dirán. Frente a la
radicalización de las posiciones, fórmula que en aquellos tiempos derivaba sin
titubeos en agresión física, en adicción a los azotes y las hogueras, Montaigne
vivió y escribió en el tono medio de quien desea, para empezar, como primer
requisito, que la vida se mantenga siendo vida para a partir de allí, sobre ese
piso elemental, construir algo. El espíritu de moderación, templanza y
sinceridad en la exhibición de emociones/opiniones es la savia que recorre los
renglones de Montaigne, su pulsión humana.
Como
ya observé, este libro tiene mucho de poliédrico. Sus facetas más destacables
tienen que ver con la vida privada (incluso íntima) de Montaigne, con sus
viajes, con su trabajo como funcionario público, con su pasión por el encierro
y los libros, con su rechazo al acoso basado en las posiciones que hoy,
anacrónicamente, podemos llamar supremacistas.
Dos
ingredientes relevantes más contienen estas páginas: por un lado, aquel en el
que el autor espiga su circunstancia, sus ideas políticas y literarias, su
visión de Chile, y, por otro, la referencia que hace sobre Marie de Gournay, la
admiradora de Montaigne que terminaría siendo su corresponsal epistolar, más
adelante su albacea literaria y más adelante todavía una de las precursoras del
pensamiento feminista.
La muerte de Montaigne es, por todo, un libro cómodo para aproximarse al señor de la Montaña, aquel terco y novedoso, en su tiempo, “historiador de sí mismo”.