El
balón provenía de un rebote. Lo tomé como dos metros afuera de nuestra área
grande, justo cuando ellos se habían ido en masa a rematar un córner en aquel
partido surrealista. Íbamos igualados a dos y ya estábamos en la compensación.
El empate determinaba tiempos extras y sin duda nos aventajaban en condición
física. Mis compañeros ya estaban derretidos por el cansancio. Ellos habían
dejado al zaguero y al guardameta en el fondo, y me salió de inmediato un
enemigo al que eludí con un autopase largo, ya con mi última reserva de energía.
De reojo vi que su lateral, un enano velocísimo, comenzó la carrera para
alcanzarme desde el otro lado de la cancha. Avancé diez metros y con una mirada
inmediata hacia atrás noté que nadie, ninguno de los míos, me acompañaba. La
jugada se abría pues para mí solo, sin remedio. El defensa corrió unos cinco
metros hacia atrás y abrió los brazos para cuidar el quiebre por alguno de sus flancos.
Indeciso llegué casi hasta él y sólo por intuición le piqué corto el balón
hacia la izquierda. Cometió entonces un error de central primerizo: me dio la
espalda para alcanzarme por el lado hacia donde empujé el balón. Como mi trazo
fue cortito viré hacia la derecha. El defensor, perdido ya, iba corriendo en mi
dirección, de espaldas al balón y sin saber por qué punto me escurriría. Al
verme de reojo le tiré de nuevo el balón hacia su lado ciego y ahí quedó, el
pobre, hecho nudo con su propio cuerpo. Creí que el portero sería más fácil
cuando lo vi venir encarrerado a cerrar el ángulo. Para tomarlo a contramarcha
adelanté como siete metros el balón por su derecha. Pensé que yo iba pasar
limpio, pero como estábamos afuera de su área grande todavía alcanzó a echarme el
cuerpo encima para tratar de derribarme. Trastabillé, temí que el árbitro
pitara tiro libre y expulsión, pero supongo que le pareció clara la ley de la
ventaja. Toqué el césped con las dos manos, sin caer. Al recuperar mi vertical
vi que el balón se adelantó hacia la línea de meta. Sentí que podía alcanzarlo,
pegué el último sprint y llegué a tiempo para patear al arco en diagonal. No sé
de dónde, sin embargo, salió el enano lateral para obstruir el primer palo. Por
intuición, sólo por intuición, porque el futbol es así, corté hacia dentro y el
enano se estrelló en el poste. Entonces quedé solo a medio metro del arco.
Detuve el balón, miré hacia atrás, esperé uno, dos, tres, cuatro, cinco segundos
eternos mientras nuestra gente ya gritaba gol. Por fin la empujé con un
toquecito. Para celebrar corrí hacia la esquina, miré a la tribuna y en la
espalda sentí las palmadas del primero que llegó a felicitarme. Las palmadas
fueron poco a poco más insistentes. Miré hacia atrás y allí estaba mi padre,
despertándome.