Mi
relación con el ajedrez fue breve pero intensa, de algunos meses apenas. En
1981 u 82 lo aprendí sin mucho profesionalismo, un tanto a la fuerza, gracias a
un vecino que necesitaba un rival fácil de vencer, lo que en México denominamos
“pichón”. Tras elegirme como discípulo-sparring, en unas cuantas horas me
enseñó los movimientos según la pieza y las reglas principales. Cuando al fin
tuve la información básica entablé (literalmente: en-tablé) algunas partidas contra
aquel cuate que deseaba con toda su alma hacerme ver ridículo. No lo logró: en
el poco tiempo que jugué ajedrez, un año más o menos, maniobré con sagacidad,
con la suficiente destreza para que los desafíos no resultaran un trámite en el
que mi rival ganaba y yo quedaba como tonto. No, con el paso de los meses las
partidas se hicieron largas y debo reconocer, sin abusar de la inmodestia, que
hubo un momento en el que le gané casi todos los encuentros, de manera que poco
a poco terminamos aburridos y alejados de aquel magnético divertimento. Ya
nunca jugué más. Bueno, sí, una vez, esto en 1995 más o menos, contra un
compañero de trabajo, un periodista que me derrotó sin despeinarse. Por esas
mismas fechas vi una escena muy interesante. Yo trabajaba en una revista, y al
salir una tarde de mi cubículo alcancé a mirar hacia la zona donde teníamos la impresora.
Allí estaban, serios, concentradísimos, el vigilante y el prensista con el
mismo tablero de ajedrez que a mi colega periodista para hacerme añicos. Me detuve.
Los contendientes apoyaban sus codos en los muslos, las manos en las barbillas,
ambos inclinados sobre el tablero, como si fueran Kasparov contra Karpov.
Apenas notaron mi presencia. Aquello despertó mi interés y tomé una silla para
seguir la partida como espectador. Pasaron dos minutos, tres, cuatro, y uno de
los jugadores movió un peón. Seguía el turno de su rival. Esperé. Para mí era
lógico el movimiento que seguía, pero el jugador la pensó varias veces antes de
tomar la pieza y transitar hacia otro escaque. Lo raro fue que era un caballo,
y lo movió mal. Noté pues algo raro. Me atreví a opinar, a romper aquel
silencio. Le dije que el caballo no podía realizar ese movimiento. El jugador
cuestionado respondió: “¿Cuál movimiento?”. Les expliqué: “Ése, no puede moverse hacia
un casillero inmediato. En el ajedrez el caballo salta desde su posición dos
casilleros hacia cualquier lado y uno más a izquierda o a derecha”. La
respuesta fue fulminante. “No estamos jugando ajedrez. No sabemos jugar a esa chingadera.
Estamos jugando a las damas”.