Desde hace quince años se veían
una vez a la semana sin mayor motivo, sólo movidos por la necesidad de
chingarse unas cervezas y platicar de los temas que al azar fueran saliendo.
Habían estudiado juntos la carrera y ese dato generacional se repetía más o
menos, simétricamente, en sus biografías: ambos se dedicaron al pequeño
comercio, ambos se habían casado jóvenes, ambos tenían dos hijos, ambos leían
revistas de política sólo para maldecir a los políticos, ambos gustaban de
platicarse —sin ahorro de detalles— lances con mujeres que mezclaban la verdad
con la mentira y ambos, para colmo, se llamaban igual: Raúl. Eran pues buenos
amigos, de ésos que no se guardan secretos y podrían parecer algo gemelos. Por
eso la conversación en la cantina a veces era innecesaria: se sabían todo y
como había semanas sin novedad en el trabajo, en la familia o en las supuestas
andanzas con mujeres terminaban bebiendo Tecates en silencio, sin algo más o
menos interesante para comentar. Un martes cualquiera, Raúl uno recordó un
asunto: Ayer recibí un embarque nuevo de productos, lo estaba descargando en el
negocio y allí cerca vi la escena del vendedor de burritos que desde hacía
meses tomó la esquina para vender. Llegó un hombre como de treinta y cinco con
un adolescente, a comprar. El adulto pidió cuatro, pero le faltaban tres pesos
y dijo al burrero que si después se los pagaba, porque deseaba dos para él y
dos para su hijo, pues habían salido hace tres días de Guanajuato, que iban a
Juárez y casi no habían comido. El burrero se negó, dijo que sólo alcanzaba
para tres. En eso intervine, le dije al burrero que le diera el cuarto burro,
que yo pagaba la diferencia. Ya con la comida en la mano, el hombre y su hijo
se acercaron y me dieron las gracias con demasiada insistencia. El padre
añadió, sumiso, casi servil, que si me ayudaba a descargar, que si lavaba la
camioneta, que si barría la calle. Le dije que no, que comiera y siguiera su
rumbo, que nada debía agradecer, que lo había ayudado con mucho gusto pues era
una injusticia que no tuviera para los cuatro burritos que necesitaba. Raúl dos
conocía muy bien a Raúl uno y vio que, como en otras ocasiones, quería lucir su
espíritu caritativo, y como sabía que el enojo era imposible entre ambos, lo ubicó.
Lo injusto no es, le dijo, que el padre no pudiera comprar eso. Lo injusto es
que ese hombre no estuviera en su casa, lo injusto era que no tuviera trabajo,
lo injusto era que ese joven no estuviera en su escuela, lo injusto era que
ambos se sintieran obligados a agradecer algo que debían tener completo tres
veces al día sin necesidad de humillaciones ni Raúles cómodamente apiadados.