Cuando comenzaba el viaje de regreso vio que todo tuvo algo de sueño o fue una
especie de milagro aunque esta palabra religiosa no se aviniera bien con aquel
tipo de aventuras. Había salido de La Laguna sólo movido por la necesidad,
acaso interminable, de conseguir unos pesos más para su familia. Ya sumaba dos
hijos, y si bien había “cerrado la fábrica” —como se refería a la operación
anticonceptiva de su esposa—, sacar adelante los gastos de la casa constituía
desde hace varios años un pequeño y habitual infierno. Tal era la razón por la
que no daba largas cuando lo llamaban de Chiapas para ofrecer el curso; era un
una joda de jodas viajar hasta allá un viernes por la tarde, trabajar casi todo
el sábado y regresar el domingo más cansado que un camello luego de cruzar el
Sahara, pero eso significaba una entradita nada desdeñable que servía siempre, cómo
no, para resolver alguna necesidad de su esposa o de sus hijos, los tres tiburones
que sin la menor consideración extinguían cualquier ingreso. Siempre era lo
mismo. Llegaba la invitación del curso quince días antes, él aceptaba y de
inmediato le enviaban la reservación del vuelo, los detalles del hotel y algún
pormenor extra muy afectuosamente comunicado por una secretaria eficaz. Todo
era preciso, mecánico, muy de estilo empresarial. E igual, al aterrizar en
Chiapas, la recepción de un chofer, el recorrido al hotel y las infalibles
muestras de que todo estaba en orden. El sábado, ya en el curso, las seis horas
con descanso intermedio —break, le
llaman ahora los siervos del inglés—, la foto con el grupo bien hinchado por la
camaradería que infundían sus palabras y al final el pago en efectivo, la presa
anhelada. Así era siempre, pero aquella vez falló lo última parte del proceso.
El pago no estuvo a tiempo y lo agarró sin un peso en las arcas, ni uno. El
problema era el trasbordo en la capital, las ocho horas de espera en el DF y
sin nada para hotel. Allí se dio el milagro: la vecina de asiento era
conversadora y él se hizo el canchero, un hombre de mundo aunque no trajera un chicle
en la bolsa. Pronto, entre insinuaciones ambiguas de los dos, ella lo convidó a
no pasar solo la noche en un hotel, y lo convidó a su casa de Polanco. Era
funcionaria pública, no muy agraciada pero de hermoso corazón, tan hermoso que
a la mañana siguiente, con la serena alegría de quien se sabe solvente y
desinteresado, le preparó café, fruta, panecito con mantequilla y lo mandó al
aeropuerto con un taxista de confianza. Poco antes, con ella todavía en bata de
dormir teóricamente sexy, se intercambiaron teléfonos por si volvía a
ofrecerse. Pero eso no ocurrió. En Tuxtla ya nunca fueron impuntuales con el
pago.