miércoles, agosto 31, 2016

Visita













Elías observa el número incrustado en la pared de ladrillo rojo. Como si fuera a robar, mira a los dos flancos de la calle y advierte que no viene nadie. Un olor a jazmines rodea ese momento y detiene la vista en la maceta rectangular: “Cuida bien sus flores”, piensa. Toca el timbre, una especie de gong oriental que suena casi en su oreja, muy próximo. La casa es pequeña, de apenas unos cinco metros de ancho. Oye una respuesta lejana, seguramente la voz de Rita. Pasan dos minutos y vuelve a timbrar. Unos segundos después, la puerta se abre y allí está ella, Rita. Pasa un instante que ambos dedican al reconocimiento fugaz de las facciones. Pese a las arrugas, descubren en la memoria de esos rasgos la antigua cara que tuvieron, cuando fueron jóvenes. Sonríen, se dicen hola y aproximan sus mejillas en un roce que intenta ser un beso. Rita le permite el paso y él, Elías, avanza hacia uno de los sofás. No sabe si sentarse o permanecer de pie hasta que ella le ofrece tomar asiento. Suena entonces, del fondo, una voz que dice Rita. Ella se disculpa y va hacia una habitación. Tarda como cinco minutos y Elías aprovecha para mirar. Objetos de cerámica, manteles tejidos, cuadros de metal repujado, un óleo con la imagen de una casita en la montaña, un trastero con vajillas chinas, un florero y una vela inmensa delante de la guadalupana. En una mesa ratona más lejana, decenas de cajas con medicamento. Piensa en su situación: sesenta y cinco años, soltero, un infarto salvado de milagro y la sensación de que pronto llegarán más enfermedades. Rita vuelve. Explica que su madre le demanda mucho tiempo. Ochenta años, muchas enfermedades. Rita debe tener sesenta o poco más. Ya no es bella, pero algo, algo lejano de lo que era sobrevive todavía en su gesto. Elías supone que la vitalidad de Rita, lo que quizá la hace parecer más joven, es la fe. Ella tiene fe, cree en algo. Rita sonríe, dice que trabajar y cuidar a su madre es muy pesado, pero no importa, ella estará allí hasta que dios quiera. Elías imagina entonces esas manos, las manos de Rita, cuidándolo. No queriéndolo. Cuidándolo cuando lleguen los malos días.