La edición tira a feyita y el ejemplar que el azar con celofán me
deparó está descabalado —le faltan algunas diez páginas—, pero no importa, es
un gran libro. Me refiero a El humor de
Borges (Lectorum, 2008, 207 pp.), de Roberto Alifano, amigo y colaborador
de Borges. Sé que hay una edición más reciente y, supongo, mejor, más aseada,
así que es de relativamente fácil consecución. Hago énfasis en la idea de
conseguirlo sobre todo a los borgólatras, aunque no está de más para los no
iniciados en este autor que, como el mismo Borges señalaba de Quevedo, es menos
un escritor que una literatura, una amplia y profunda y divertida literatura.
Lo leí en 2009, cuando lo compré, y desde entonces no dejo de sentir gozo
ante el pingüe racimo de anécdotas compiladas por Alifano para demostrarnos lo
que observa en su presentación: “Borges fue generando así una obra verbal
paralela a su obra escrita que compite con ésta y la enriquece. A fuerza de
tanto reportaje y tanta inquisición terminó siendo un conversador fascinante.
Por más que se lo saque de contexto [las cursivas son de Alifano], Borges
siempre es genial, siempre es prodigioso. Un escucha sagaz puede notar que, a
la vez que contesta toda respuesta muy solemnemente, por lo común toma el pelo
muy solemnemente a su interlocutor”.
Es pues una colección de comentarios del mejor escritor y repentista latinoamericano,
de manera que uno puede leerla de corrido o a saltos, dejándose llevar por el
encabezamiento más sugerente. Nunca en estos años di una opinión general sobre
el libro, pero lo mencioné y cité directamente en un artículo titulado “Borges
en el futbol”; ahora, en el cumpleaños 117 de Borges, no sobra recomendar El humor de Borges como una de las
muchas puertas de entrada, la más risueña, a la lujosa mansión de su obra
escrita. La compilación de Alifano me lleva a creer que se trata de un libro importante
pese a su ligereza, pues subraya de forma sencilla, nada abstrusa, el talento
del inmenso escritor argentino: si así hablaba, si así respondía a cualquier
espontánea incitación, ya podemos imaginar cómo se desempeñaba a la hora de
escribir.
Es, en suma, un libro que no complica su justificación. Con unas cuantas
instantáneas arrancadas de sus páginas basta, creo, para persuadirnos: hay que
buscarlo, leerlo y sonreír con sus numerosas pinceladas.
Va un puñado:
La peligrosidad de ser Borges
Borges es acosado por unas
señoras en el momento mismo en el que cruzamos la calle.
—¿Usted es Borges, verdad?
—pregunta una de ellas.
—Sí —responde el escritor—. Pero
si seguimos aquí corro el riesgo de dejar de serlo en cualquier momento.
Posición ética
Hacia mil novecientos cuarenta y
tantos Borges integraba la comisión directiva de la Sociedad de Escritores. En
una reunión, el poeta Vicente Barbieri clama ante sus compañeros:
—Señores, debemos hacer algo por
los jóvenes que se inician en el camino de las letras.
Borges levanta la cabeza y con
dos palabras aconseja el procedimiento a seguir:
—Sí, disuadirlos.
Trueque
Aunque es bien sabido que nunca
se le concedió el Premio Nobel de Literatura, muchas veces Borges fue propuesto
para ese premio. Las propuestas venían de diversas instituciones del mundo. Un
señor le informa en la calle que se ha enterado de una de ellas.
—Borges, más de veinte críticos
italianos lo proponen a usted como candidato al Nobel para este año.
Y Borges responde con sonrisa
maliciosa:
—Bueno, le cambio a esos veinte
italianos por un sueco.
Asesino sí, pero ladrón, no
Contaba Borges que un compadrito
le contó que había estado preso un par de veces; pero agregó: “Siempre por
homicidio, señor, siempre por homicidio”.
Seguridad borgiana
En la Sociedad de Distribuidores
de Diarios, Revistas y Afines, le presento a Borges al periodista Enrique
Bugatti.
—¿Cómo me dijo que se llamaba
usted, señor? —le pregunta Borges.
—Bugatti, como los automóviles
—le responde el periodista.
—Ah, encantado, yo soy Borges,
como las cajas fuertes.
Plagio
Una tarde, mientras completábamos
un artículo que Borges me dictaba para la agencia EFE, cierta urgencia (no
literaria), hizo que me disculpara por un minuto. Cuando regresé, Borges me esperaba
de pie afirmado en su bastón: “Bueno, el hábito del plagio —me dijo sonriendo—.
En este caso será un plagio diurético. Ahora discúlpeme usted por un minuto”. Y
se dirigió al baño.
En el trono
En el avión que nos lleva a la
ciudad de Santa Fe, donde mantendremos un diálogo público sobre El Quijote, Borges me pregunta si conocí al poeta
Pedro Miguel Obligado.
—Lo conocí muy poco, casi no lo
traté —le respondo—. Era un excelente poeta.
—Pero sí, tiene poemas magníficos
—asiente—. Yo recuerdo de memoria un poema de él que empieza con estos versos: Es otoño.
Estoy solo. Pienso en ti. Caen las ojas…
Unos versos realmente espléndidos.
—Coincido con usted, tiene poemas
bellísimos; un gran lírico.
—Sí, pero era un hombre raro,
poco tratable —comenta Borges—. Le voy a revelar uno de sus hábitos, un hábito
un poco escatológico. Resulta que todos los días, a las cinco de la tarde,
entraba a la librería Atlántida, de la calle Florida, pedía la llave del baño,
tomaba un voluminoso tomo de arte, y se encerraba por un largo tiempo. Cuando
algún empleado quería entrar al baño, lo encontraba ocupado, y si golpeaba la
puerta, se oía de adentro: Un momento, tenga paciencia, soy Pedro Miguel
Obligado”. ¿No le parece raro eso a usted?
Al día siguiente, por la mañana
llamo a la habitación de Borges para
bajar a desayunar y no responde. Preocupado le pido a una empleada del hotel
que me abra la puerta. Compruebo entonces que Borges está en el baño. Golpeo y
desde adentro se oye su voz, intencionalmente grave: “Un momento, tenga
paciencia, soy Pedro Miguel Obligado”. Cuando sale, completa la broma diciendo:
“Bueno, Alifano, como puede imaginarse estaba ocupando el sitio de Pedro Miguel
Obligado”.
Sensatez trasandina
—Borges, esto sin duda habrá de
alegrarlo —dice asombrada una joven chilena—. En mi país a usted se lo estudia,
se lo lee y se lo reconoce más que en el suyo.
—Bueno, eso puede ser una prueba
de que aquí seguramente son más sensatos que en Chile —responde Borges.
Último comentario: el libro cierra con un texto sobre el sobreseimiento
a Alifano luego de que María Kodama lo acusó de “delitos contra la propiedad
intelectual” por El humor de Borges. La justicia argentina juzgó que Alifano no incurrió en ningún
delito pues “aportó su creatividad individual transcribiendo fragmentos de
conversaciones entre ambos, y que en ellas fue co-protagonista y determinador
de muchas respuestas a sus preguntas”.