No voy a darle mucha importancia, pero al menos sí opinaré
brevemente sobre él. Lo llamaré feisbuquero-tía. Se trata de un militante del
regaño y de la enmienda, un aconsejador profesional aunque sin paga, un enderezador
de entuertos que a la menor provocación nos indica —como si fueran pellizcos,
coscorronazos o jalones de oreja/trenza— qué hacer, cómo comportarnos, qué
camino seguir en la vida. El feisbuquero-tía no amplía una opinión, no plantea
su modesto parecer sobre un tema, sino que escribe para corregir nuestro
camino, para que abandonemos malos hábitos y andemos por la senda adecuada, precisamente la que
él transita. En su obsesión por hacernos el bien, no se conforma con escamotear sus likes; en lugar de eso nos interpela con respuestas en las que figura casi textual y por sistema la frase “lo que debes hacer” y otras análogas. El feisbuquero-tía siempre tiene la boca fruncida, el ceño cejijunto
y permanentemente a la mano un poderoso dedo índice —de Zeus— para señalar todos los errores en los que
incurren los feisbuqueros-sobrinos. No opina, no plantea una posición que, como
todas, puede ser aceptada o no, sino que nos hace ver lo jodidos que andamos,
lo ridículos que nos vemos, lo grave de nuestro fallido comportamiento. No nos pide,
nos exige que depongamos nuestras luchas, que renunciemos a lo que somos, que
bajemos la cortina de nuestro negocio y abramos uno nuevo. El feisbuquero-tía entra
a Facebook y siente perverso gusto al ver el tiradero, pues eso le dará la
oportunidad de repartir órdenes para que hagamos, al menos, un poco de limpieza. El
feisbuquero-tía jamás se distrae: vigila, nos mira entrar y salir, y bufa como un
depravado bisonte porque estamos mal, muy mal, y a veces siente, pese a sus generosos
esfuerzos, que no tenemos remedio. El feisbuquero-tía no sabe que es feisbuquero-tía.