Fuimos
a competir en los juegos estatales con un equipo de veinte atletas y obtuvimos
extraordinarios resultados. Todos, me incluyo, nos habíamos preparado con
dificultades y sacrificios pero al fin logramos sacar adelante nuestro entrenamiento. Por eso mismo atravesamos con total facilidad las eliminatorias
regionales: de antemano no nos preocupaba pues gozamos de un nivel muy superior
en esta zona. Este primer logro coincidió con el cambio de director en el
Instituto Deportivo Municipal (IDM). Si antes era complicado conseguir todo lo
necesario para los viajes y las competencias, ahora fue peor. Faltaban tres
semanas para el viaje, y los atletas no fuimos siquiera recibidos por la
autoridad. Nuestra preocupación no estaba tanto en que ese sujeto nos recibiera
o no, sino en saber si contaríamos con lo necesario para participar en los
estatales. Por medio de un vocero nos comunicaron que todo estaba listo:
uniformes, transporte, hotel, comidas, lo mínimo indispensable para participar.
Pero llegó el día de la salida y lamentablemente no llegaron los uniformes.
Todos nos ajuareamos con los trapos del año pasado y antepasado y ante antepasado, de
manera que parecíamos una delegación de carnaval. Al llegar al punto de reunión
esperamos durante varias horas el transporte en el que viajaríamos seis horas a
la sede de los juegos. Nuestro representante llamó desesperadamente al IDM y
luego de no sé cuánto nos enviaron un camión desvencijado, inútil hasta para cargar
maíz. Pese a todo, subimos y ya arriba comprobamos que la pasaríamos algo más
que mal: el cacharro no traía aire acondicionado y dentro olía a una mezcla
peligrosa de diésel y mierda, porque ni el escape ni el baño funcionaban. La
tortura en cámara lenta duró nueve horas, tres más que en un camión normal.
Llegamos ya de noche, molidos y directo al hotel que nos habían previsto. Para
nuestra mala suerte, jamás hubo una reservación, así que nuestro representante
llamó al IDM y luego de media hora nos comunicaron que pararíamos en otro
hotel. Nos llevaron hacia allá y cuando lo vimos fue inocultable, por las
cortinas en cada habitación, que se trataba de un hotel de paso que por eso y
por el nombre exaltaba su especialidad, pues se llamaba “Momentos Íntimos” con
sórdidas letrotas de neón. Ya no digo lo que pasó a la hora de cenar: tuvimos
que salir del hotel y buscar alguna taquería donde nuestro coordinador hizo
malabares para que alcanzara el presupuesto con una ingesta inevitablemente
grasosa y antideportiva. Al día siguiente competimos e, insisto, nuestros
resultados fueron extraordinarios. En todas las disciplinas quedamos entre los
últimos lugares. Sólo un atleta, yo, saqué un miserable sexto sitio en salto
triple.