Hubo
tristeza general en la familia cuando el tío Hernán cayó en coma. Yo también lo
lamenté, pues era un tipo muy querido pese a sus excentricidades. En las
fiestas hacía bromas, siempre insistía en traer más cerveza cuando se acababa y
era bueno para bailar con cuanta tía y sobrina se atravesara en su camino. Su
último gran descubrimiento fue el karaoke, aparato que usaba para torturarnos
con su repertorio de “boleros de oro”, racimo obsoleto de canciones cuyo tema
eje era la desdicha amorosa. Porque el tío Hernán, hay que decirlo, siempre fue
muy enamorado. Jamás se casó, pero los que lo conocieron de joven (mi mamá, por
ejemplo) dicen que cada mes cambiaba de novia y que en La Laguna no hubo lupanar
ajeno a su infatigable escrutinio. Visto así, sólo por encima, parecería un
bicho frívolo. En el fondo no lo era, pues tenía un flanco intelectual, por
decirlo de algún modo, que lo llevó a formar una biblioteca relativamente bien
surtida con unos dos mil títulos entre los que se contaban los tres de poesía
que escribió y publicó: Rosas del
corazón, Sinsabores del alma y Por la geografía de Venus, todas ediciones
de autor impresas con buena voluntad aunque con las patas. Fue mi madre quien
me dio la noticia cuando el coma de su hermano ya no tuvo marcha atrás: el tío
Hernán, previsor, había escrito una carta con su testamento. Carecía de hijos,
así que dejó sus pertenencias a quienes tenía más cerca: sus dos hermanas y
algunos sobrinos. Supo que alguna vez publiqué dos inolvidables (por malos) poemas
en una revista cultural de la universidad y ya con eso me consideró su “heredero
literario”, así que me quedé con todos los libros. Ahorro detalles sobre los
títulos y los géneros del material. Sólo me detengo en un libro encuadernado en
azul oscuro, como tesis pero escrito a mano. En la portada tiene el nombre de
mi tío con ampulosas letras doradas. Las hojas lucen amarillentas, y aunque le
entiendo poco a su caligrafía, sé que se trata de una especie de
memoria exclusivamente donjuanesca del irrefrenable tío. El libro está dividido
en años. Cada uno abarca como veinte páginas y como diez mujeres distintas, o
sea, poco menos de una al mes. El estilo es rebuscado, dulzón y a ratos picante,
cuando la ocasión lo ameritó. La cronología comienza en abril de 1960 y termina
en agosto de 2003, cuando el promedio de conquistas había descendido a tres por
año. Tengo la impresión de que el tío Hernán me dejó todos los libros sólo para
que yo intente publicar sus impublicables memorias, “el río de placer que
conservaré en palabras que serán como trofeos, como rosas encajadas en el
jardín de mi recuerdo”, según consignó glucosamente en la página 16.