Escribí el apunte que viene hace 25 años, cuando cumplió cien la primera edición de Vidas imaginarias de Marcel Schwob, que ahora tiene casi 125. Se trata, pues, de un texto reencontrado entre los muchos que publiqué durante la década de los noventa para Brecha, revista cuyo suplemento cultural, La Tolvanera, yo editaba. Eran, son, textos sencillos, cuartillas escritas con la premura que impone el trajín periodístico, pero todavía, supongo, pueden decir algo. En este caso, destacar la belleza que siempre tendrá Vidas imaginarias. Me alegraría mucho que alguien llegue a este libro gracias a los párrafos siguientes. De antemano, una disculpa por mi prosa de aquel tiempo, cuando yo tenía treinta años.
Un siglo de Vidas imaginarias
Los amigos de
literatura son muy necesarios. Sea suficiente como ejemplo que gracias a la
bibliomanía de Gerardo García Muñoz conocí, allá por 1988, la Historia universal de la infamia (1935),
libro que Borges concibió gracias a la previa existencia de las Vidas imaginarias publicadas por Marcel
Schwob hace exactamente cien años, en 1896. Recuerdo sin opacidad aquella
portada del libro con el que Borges inició su quehacer de narrador: un rostro
contrahecho y con un ojo repugnante anunciaba la truculenta índole de los
relatos hospedados en la Historia...
Como todas las de Alianza editorial, la carátula era estupenda por abominable,
un esperpento que hubieran elogiado El Bosco, Goya o, en este siglo, Bacon.
Gil, Gerardo y yo leímos en el café las biografías acuñadas por Borges y no
dudamos en reconocer lo evidente: las pasiones humanas más infames eran el
resorte de un humor que no cedía a la tentación de la moraleja. Los personajes
más réprobos eran mirados por el argentino con un desparpajo que los hacía entrañables,
y sacamos en claro que aquellos relatos eran obras maestras de la ironía y la
malditez. En esa primera aproximación, creo, le dimos erróneamente todo el
crédito al maestro sudamericano. Poco después nos enteramos, gracias al Ficcionario (antología crítica de textos
borgeanos, FCE, 1985) preparado por Emir Rodríguez Monegal, de esto:
Uno de sus primeros y
más exitosos ejercicios en la ficción, este relato [“El atroz redentor Lazarus
Morell”] se basa libremente en un personaje histórico. Pero el modelo general
para ésta y otras historias del libro en que fue recogido son las Vies imaginaires, de Marcel Schwob, como
tardíamente ha reconocido Borges, que olvidó incluir esta obra en la
bibliografía del volumen. En sus relatos, Borges distorsionó los hechos y fue
mucho más radical en la parodia. Concibió, además, un estilo de tal barroquismo
que, años más tarde, llegaría a parecer excesivo (...) La crítica
latinoamericana ha tardado en reconocer los méritos excepcionales de este
libro, el primero de la nueva narrativa que desembocaría en lo que se ha
llamado el Boom. Pero algunos
lectores privilegiados —como el narrador cubano Alejo Carpentier y el colombiano
Gabriel García Márquez— pronto descubrieron la mina verbal y humorística que
era la Historia universal de la infamia,
como lo demuestran, en tácito homenaje, El
reino de este mundo (1949), del primero, y Cien años de soledad (1967), del segundo.
Parece cierto: Borges
influye en escritores como Carpentier y García Márquez, pero no es menos cierto
que parte de la herencia original proviene del librito aquel que, en Francia,
Schwob dio a la estampa en 1896. Vidas
imaginarias, obra seminal, cumple entonces una centuria de empreñación a
creatividades variopintas que a partir del modelo primigenio han esculpido una
obra caracterizada por el diestro manejo de la ironía y la paradoja a propósito
de una biografía. Hay, pues, un cáñamo que ata al Crates (de Schwob) con sus
cronológicos descendientes Lazarus Morell (de Borges), Henri Christophe (de
Carpentier) e incluso con la parentalia de los Buendía (de Gabo). De ahí que
muchos hayan afirmado que la obrita de Schwob, sola, le hubiese asegurado a su
autor un lugar en la historia de la literatura contemporánea. La genialidad,
sin embargo, a veces no es reconocida y suelen ocurrir crasos ninguneos como el
perpetrado por Robert G. Escarpit en su Historía
de la literatura francesa (FCE, 1986); aunque sabemos que la empresa es
difícil por lo copioso de la buena literatura francesa, en este sumario de apellidos
gloriosos y semigloriosos no está el de Schwob, hecho que per se desacredita al señor Escarpit.
Pero independientemente
de nichos y pedestales, Vidas imaginarias
no ha perdido su jerarquía de libro que produce libros. Al leerlo, el usuario
siente el sutil encanto propagado por esos relatos de facilidad aparente; de
hecho, adquirir el tono impreso en esas veinte biografías imaginarias hoy no es
muy difícil, pero tuvo que ser Schwob quien entreabriera la puerta al siglo XX
para que se escribieran biografías con la receta y el sazón de sus Vidas... Entre nosotros fue tan feliz el
impacto causado por Schwob que Gilberto Prado, ensayista y poeta, fraguó vidas
(excelentes fueron las de los filósofos Plotino y Giordano Bruno) y Gerardo
García, ensayista, urdió la comicísima biografía imaginaria de un poetastro
lagunero que soñaba con ser, pese a sus magníficas porquerías, emperador de las
letras nacionales. Por mi parte, no recuerdo cuándo escribí sobre Tyson, el
feroz pugilista, una historia que no me quedó tan mal y que también reconoce
ser dedudora de Schwob.
Mi primera edición de Vidas... la pesqué, para no variar,
entre los libros de viejo que esporádicamente se comercian en la plaza de armas
de Torreón (1). Editado por la catalana casa Barral en 1972, de entrada el
volumen me pareció muy pequeño para la importancia que Borges y otros le
atribuyeron —eso, lo supe allí, resultaba una supersitición: los libros
clásicos no deben ser aparatosos por necesidad—; al leerlo, creo, entendí la
razón que apuntalaba el éxito de Schwob. El prefacio fue una revelación
equiparable a la que me deparaban las biografías. En él, el francés arma una
teoría de su arte y entrega la brújula para emularlo; no se le puede solicitar
más claridad a un inventor cuando explica las entrañas de la máquina recién
nacida:
El arte se encuentra en
el lado opuesto de las ideas generales, se limita a describir lo individual y a
desear lo único. Nunca clasifica sino que desclasifica. En lo que nos afecta,
nuestras ideas generales pueden ser parecidas a las que funcionan en Marte
mientras que tres líneas que se cortan forman un triángulo en cualquier rincón
del universo. Pero fijaos en una hoja de árbol, con sus caprichosas nervaduras,
su variedad de tonalidades según la luz, la arruga que provoca una gota de
lluvia caída, la picadura de algún insecto, el rastro plateado del caracol, la
muerte dorada que va trayendo el otoño, buscad una hoja exactamente igual por
todos los grandes bosques de la tierra: a que no la encontráis.
El individuo, como la
hoja del árbol ya descrita, es para Schwob ente único e irrepetible en el
bosque gigante que es la historia de la humanidad. A partir de allí, el joven
escritor (tenía 29 cuando publicó Vidas...)
traza una visión de la nueva biografía literaria: “... el ideal del biógrafo
consistiría en distinguir hasta el infinito el aspecto de dos filósofos que
hubieran inventado la misma metafísica”. Schwob aspira, pues, a la
particularidad: extraer al individuo todo lo que de peculiar guarda su ser, sea
esto físico o psicológico, y de paso barrunta un pincelazo de la que hoy día es
conocida como historia de la vida cotidiana:
los biógrafos antiguos
son especialmente avaros. Al no apreciar nada más que la vida pública o la
gramática, sólo nos transmitieron de estos grandes hombres sus discursos y los
títulos de sus libros. Es el mismo Aristófanes quien nos ha dado la alegría de
saber que era calvo, y si la nariz chata de Sócrates no hubiera servido para
hacer comparaciones literarias, si su costumbre de caminar descalzo no hubiera
formado parte de su sistema filosófico de desprecio por el cuerpo, lo único que
hubiéramos conservado de él serían sus diálogos sobre la moral (2)
A partir de pocos o
muchos datos, el francés sugiere que la herramienta más importante del biógrafo
es la lupa que le servirá para distinguir, para desclasificar, aquellos
elementos que le den carácter único a un ser humano resucitado con palabras.
Además, el autor cuestiona por qué sólo ciertos hombres, los más grandes y
famosos, los que representan la quintaescencia de una raza o un gremio, han
recibido el abrazo de la biografía, género que a su juicio debe apartarse de la
ciencia histórica, ya que mientras ésta incide en las generalidades, aquélla
debe indagar, se quiera o no, en lo particular. Con estas palabras,
emblemáticas de su genialidad, termina Schwob “El arte de la biografía” que
sirvió de esqueleto a sus relatos y de trampolín para muchos otros que le deben
el ejemplo:
Desgraciadamente, los biógrafos
han creído a menudo que eran historiadores. Así fue como nos privaron de
retratos admirables. Han supuesto que sólo la vida de los grandes hombres podía
interesarnos. El arte es ajeno a este tipo de consideraciones. Para un pintor,
el retrato de un hombre desconocido de Cranach tiene tanto valor como el
retrato de Erasmo. No es gracias al nombre de Erasmo por lo que el retrato es
inimitable. El arte del biógrafo consistiría en darle tanto valor a la vida de
un pobre actor como a la vida de Shakaspeare. Es un instinto bajo el que nos
lleva a notar con placer el acortamiento del esternomastoideo del busto de
Alejandro, o el mechón sobre la frente del retrato de Napoleón. La sonrisa de
la Mona Lisa, de la cual no sabemos nada (tal vez sea un hombre), es más
misteriosa. Una mueca dibujada por Hokusai nos arrastra a las meditaciones más
profundas. Si intentáramos practicar el arte en el que destacaron Boswell y
Aubrey, sin duda no tendríamos que describir minuciosamente al hombre más
grande de cada época, ni anotar las características de los más célebres del
pasado, sino relatar con la misma seriedad las existencias únicas de los
hombres, hayan sido divinos, mediocres o criminales. (3)
Con esta página
perfecta cierra su teoría el precoz maestro, quien murió en 1905. Como ya
dijimos, Vidas imaginarias hubiera
bastado para dar duradera fama a su autor. A un siglo de la primera edición,
los lectores de 1996 pueden corroborar la afirmación y, por qué no, escribir
biografías como las de aquel muchacho judeo-francés al cual Rémy de Gourmont
definió como un genio de “simplicidad espantosamente complicada”. La genialidad
es verdadera; lo otro es, aseguro, parcialmente cierto. Para comprobarlo, basta
leer “Eróstrato, Incendiario”, “Clodia, Matrona impúdica”, “Frate Dolcino,
Hereje”, “Los señores Burke y Hare, Asesinos” y mi pieza favorita no sé por qué
razón: “Crates, cínico”.
(1) En 1991, la
providencial colección “Sepan cuantos...” de Porrúa publicó (No. 603, México,
135 pp.) Vidas imaginarias
acompañadas por La cruzada de los niños,
también de Schwob; contiene además un prólogo de José Emilio Pacheco y una
estampa de Rémy de Gourmont sobre el joven escritor francés. Ésta es, sospecho,
la edición más asequible en nuestro páramo.
(2) Uso en este pasaje
la traducción de Juan Damonte al prefacio de las Vidas... publicada en Ensayos
y perfiles, Marcel Schwob, Cuadernos de La Gaceta, FCE, México, 1987, p.
176.
(3) Ibid.