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lunes, mayo 18, 2020

Un siglo de Vidas imaginarias


















Escribí el apunte que viene hace 25 años, cuando cumplió cien la primera edición de Vidas imaginarias de Marcel Schwob, que ahora tiene casi 125. Se trata, pues, de un texto reencontrado entre los muchos que publiqué durante la década de los noventa para Brecha, revista cuyo suplemento cultural, La Tolvanera, yo editaba. Eran, son, textos sencillos, cuartillas escritas con la premura que impone el trajín periodístico, pero todavía, supongo, pueden decir algo. En este caso, destacar la belleza que siempre tendrá Vidas imaginarias. Me alegraría mucho que alguien llegue a este libro gracias a los párrafos siguientes. De antemano, una disculpa por mi prosa de aquel tiempo, cuando yo tenía treinta años.

Un siglo de Vidas imaginarias

Los amigos de literatura son muy necesarios. Sea suficiente como ejemplo que gracias a la bibliomanía de Gerardo García Muñoz conocí, allá por 1988, la Historia universal de la infamia (1935), libro que Borges concibió gracias a la previa existencia de las Vidas imaginarias publicadas por Marcel Schwob hace exactamente cien años, en 1896. Recuerdo sin opacidad aquella portada del libro con el que Borges inició su quehacer de narrador: un rostro contrahecho y con un ojo repugnante anunciaba la truculenta índole de los relatos hospedados en la Historia... Como todas las de Alianza editorial, la carátula era estupenda por abominable, un esperpento que hubieran elogiado El Bosco, Goya o, en este siglo, Bacon. Gil, Gerardo y yo leímos en el café las biografías acuñadas por Borges y no dudamos en reconocer lo evidente: las pasiones humanas más infames eran el resorte de un humor que no cedía a la tentación de la moraleja. Los personajes más réprobos eran mirados por el argentino con un desparpajo que los hacía entrañables, y sacamos en claro que aquellos relatos eran obras maestras de la ironía y la malditez. En esa primera aproximación, creo, le dimos erróneamente todo el crédito al maestro sudamericano. Poco después nos enteramos, gracias al Ficcionario (antología crítica de textos borgeanos, FCE, 1985) preparado por Emir Rodríguez Monegal, de esto:

Uno de sus primeros y más exitosos ejercicios en la ficción, este relato [“El atroz redentor Lazarus Morell”] se basa libremente en un personaje histórico. Pero el modelo general para ésta y otras historias del libro en que fue recogido son las Vies imaginaires, de Marcel Schwob, como tardíamente ha reconocido Borges, que olvidó incluir esta obra en la bibliografía del volumen. En sus relatos, Borges distorsionó los hechos y fue mucho más radical en la parodia. Concibió, además, un estilo de tal barroquismo que, años más tarde, llegaría a parecer excesivo (...) La crítica latinoamericana ha tardado en reconocer los méritos excepcionales de este libro, el primero de la nueva narrativa que desembocaría en lo que se ha llamado el Boom. Pero algunos lectores privilegiados —como el narrador cubano Alejo Carpentier y el colombiano Gabriel García Márquez— pronto descubrieron la mina verbal y humorística que era la Historia universal de la infamia, como lo demuestran, en tácito homenaje, El reino de este mundo (1949), del primero, y Cien años de soledad (1967), del segundo.

Parece cierto: Borges influye en escritores como Carpentier y García Márquez, pero no es menos cierto que parte de la herencia original proviene del librito aquel que, en Francia, Schwob dio a la estampa en 1896. Vidas imaginarias, obra seminal, cumple entonces una centuria de influencia a creadores que a partir del modelo primigenio han urdido una obra caracterizada por el diestro manejo de la ironía y la paradoja a propósito de una biografía. Hay, pues, un cáñamo que ata al Crates (de Schwob) con sus cronológicos descendientes Lazarus Morell (de Borges), Henri Christophe (de Carpentier) e incluso con la parentalia de los Buendía (de Gabo). De ahí que muchos hayan afirmado que la obrita de Schwob, sola, le hubiese asegurado a su autor un lugar en la historia de la literatura contemporánea. La genialidad, sin embargo, a veces no es reconocida y suelen ocurrir crasos ninguneos como el perpetrado por Robert G. Escarpit en su Historía de la literatura francesa (FCE, 1986); aunque sabemos que la empresa es difícil por lo copioso de la buena literatura francesa, en este sumario de apellidos gloriosos y semigloriosos no está el de Schwob, hecho que per se desacredita al señor Escarpit.
Pero independientemente de nichos y pedestales, Vidas imaginarias no ha perdido su jerarquía de libro que produce libros. Al leerlo, el usuario siente el sutil encanto propagado por esos relatos de facilidad aparente; de hecho, adquirir el tono impreso en esas veinte biografías imaginarias hoy no es muy difícil, pero tuvo que ser Schwob quien entreabriera la puerta al siglo XX para que se escribieran biografías con la receta y el sazón de sus Vidas... Entre nosotros fue tan feliz el impacto causado por Schwob que Gilberto Prado, ensayista y poeta, fraguó vidas (excelentes fueron las de los filósofos Plotino y Giordano Bruno) y Gerardo García, ensayista, urdió la biografía imaginaria de un poetastro lagunero que soñaba con ser, pese a sus magníficas porquerías, emperador de las letras nacionales. Por mi parte, no recuerdo cuándo escribí sobre Tyson, el feroz pugilista, una historia que creo no me quedó tan mal y que también reconoce ser dedudora de Schwob.

Mi primera edición de Vidas... la pesqué, para no variar, entre los libros de viejo que esporádicamente se comercian en la plaza de armas de Torreón (1). Editado por la catalana casa Barral en 1972, de entrada el volumen me pareció muy pequeño para la importancia que Borges y otros le atribuyeron —eso, lo supe allí, resultaba una supersitición: los libros clásicos no deben ser aparatosos por necesidad—; al leerlo, creo, entendí la razón que apuntalaba el éxito de Schwob. El prefacio fue una revelación equiparable a la que me deparaban las biografías. En él, el francés arma una teoría de su arte y entrega la brújula para emularlo; no se le puede solicitar más claridad a un inventor cuando explica las entrañas de la máquina recién nacida:

El arte se encuentra en el lado opuesto de las ideas generales, se limita a describir lo individual y a desear lo único. Nunca clasifica sino que desclasifica. En lo que nos afecta, nuestras ideas generales pueden ser parecidas a las que funcionan en Marte mientras que tres líneas que se cortan forman un triángulo en cualquier rincón del universo. Pero fijaos en una hoja de árbol, con sus caprichosas nervaduras, su variedad de tonalidades según la luz, la arruga que provoca una gota de lluvia caída, la picadura de algún insecto, el rastro plateado del caracol, la muerte dorada que va trayendo el otoño, buscad una hoja exactamente igual por todos los grandes bosques de la tierra: a que no la encontráis.

El individuo, como la hoja del árbol ya descrita, es para Schwob ente único e irrepetible en el bosque gigante que es la historia de la humanidad. A partir de allí, el joven escritor (tenía 29 cuando publicó Vidas...) traza una visión de la nueva biografía literaria: “... el ideal del biógrafo consistiría en distinguir hasta el infinito el aspecto de dos filósofos que hubieran inventado la misma metafísica”. Schwob aspira, pues, a la particularidad: extraer al individuo todo lo que de peculiar guarda en su ser, sea esto físico o psicológico, y de paso barrunta un pincelazo de la que hoy es conocida como historia de la vida cotidiana:

los biógrafos antiguos son especialmente avaros. Al no apreciar nada más que la vida pública o la gramática, sólo nos transmitieron de estos grandes hombres sus discursos y los títulos de sus libros. Es el mismo Aristófanes quien nos ha dado la alegría de saber que era calvo, y si la nariz chata de Sócrates no hubiera servido para hacer comparaciones literarias, si su costumbre de caminar descalzo no hubiera formado parte de su sistema filosófico de desprecio por el cuerpo, lo único que hubiéramos conservado de él serían sus diálogos sobre la moral (2)

A partir de pocos o muchos datos, el francés sugiere que la herramienta más importante del biógrafo es la lupa que le servirá para distinguir, para desclasificar, aquellos elementos que le den carácter único a un ser humano resucitado con palabras. Además, el autor cuestiona por qué sólo ciertos hombres, los más grandes y famosos, los que representan a una raza o un gremio, han recibido el abrazo de la biografía, género que a su juicio debe apartarse de la ciencia histórica, ya que mientras ésta incide en las generalidades, aquélla debe indagar, se quiera o no, en lo particular. Con estas palabras, emblemáticas de su genialidad, termina Schwob “El arte de la biografía” que sirvió de esqueleto a sus relatos y de trampolín para muchos otros que le deben el modelo:

Desgraciadamente, los biógrafos han creído a menudo que eran historiadores. Así fue como nos privaron de retratos admirables. Han supuesto que sólo la vida de los grandes hombres podía interesarnos. El arte es ajeno a este tipo de consideraciones. Para un pintor, el retrato de un hombre desconocido de Cranach tiene tanto valor como el retrato de Erasmo. No es gracias al nombre de Erasmo por lo que el retrato es inimitable. El arte del biógrafo consistiría en darle tanto valor a la vida de un pobre actor como a la vida de Shakaspeare. Es un instinto bajo el que nos lleva a notar con placer el acortamiento del esternomastoideo del busto de Alejandro, o el mechón sobre la frente del retrato de Napoleón. La sonrisa de la Mona Lisa, de la cual no sabemos nada (tal vez sea un hombre), es más misteriosa. Una mueca dibujada por Hokusai nos arrastra a las meditaciones más profundas. Si intentáramos practicar el arte en el que destacaron Boswell y Aubrey, sin duda no tendríamos que describir minuciosamente al hombre más grande de cada época, ni anotar las características de los más célebres del pasado, sino relatar con la misma seriedad las existencias únicas de los hombres, hayan sido divinos, mediocres o criminales. (3)

Con esta página perfecta cierra su teoría el precoz maestro, quien murió en 1905. Como ya dijimos, Vidas imaginarias hubiera bastado para dar fama a su autor. A un siglo de la primera edición, los lectores de 1996 pueden corroborar la afirmación y, por qué no, escribir biografías como las de aquel muchacho judeo-francés al cual Rémy de Gourmont definió como un genio de “simplicidad espantosamente complicada”. La genialidad es verdadera; lo otro es, aseguro, parcialmente cierto. Para comprobarlo, basta leer “Eróstrato, Incendiario”, “Clodia, Matrona impúdica”, “Frate Dolcino, Hereje”, “Los señores Burke y Hare, Asesinos” y mi pieza favorita no sé por qué razón: “Crates, cínico”.


(1) En 1991, la providencial colección “Sepan cuantos...” de Porrúa publicó (No. 603, México, 135 pp.) Vidas imaginarias acompañadas por La cruzada de los niños, también de Schwob; contiene además un prólogo de José Emilio Pacheco y una estampa de Rémy de Gourmont sobre el joven escritor francés. Ésta es, sospecho, la edición más asequible en nuestro páramo.
(2) Uso en este pasaje la traducción de Juan Damonte al prefacio de las Vidas... publicada en Ensayos y perfiles, Marcel Schwob, Cuadernos de La Gaceta, FCE, México, 1987, p. 176.
(3) Ibid.

miércoles, diciembre 19, 2018

Fisiología de la belleza




















Con frecuencia leo dictámenes catastrofistas en los que se nos revela una verdad que en tales juicios suena a dogma: la literatura mexicana está muerta, todo lo que se publica es basura o casi eso. Es innegable que el riesgo de publicar mucho desde el trampolín de sellos públicos y privados, y peor de autoplublicar, conlleva el riesgo de poner en contaminante circulación libros efímeros, pero también es un hecho que no todo es desastre; a veces, entre la turbamulta editorial, aparecen libros cuyo mérito no debe pasar inadvertido. Traigo un ejemplo: Fisiología del olvido (Fondo Editorial del Estado de México, Toluca, 2018, 138 pp.), de Omar Nieto.
Seguramente exagero, pero si este solo libro representara al cuento mexicano en 2018, no haría mal papel. Su autor ha logrado en él páginas memorables, ingeniosas y bellamente escritas, todas cruzadas por el encanto del juego con la verdad y la ficción. Al leerlas sentimos asistir a un tipo de cuento poco ortodoxo, más cercano a la semblanza o la biografía que a la narración fantástica. Si pensamos en antecedentes de esta especie de relato, para mí es inevitable pensar, en términos de tono y procedimiento, en el Schwob de Vidas imaginarias, y de allí en su epígono más famoso, el Borges de Historia universal de la infamia; también, y sé que esta referencia es más distante, en el Juan Forn de Los viernes, las contratapas de Página 12 luego arracimadas en tres preciosos tomos publicados por Emecé. En México, los relatos de Nieto en algo podrían andar cerca de las estampas acuñadas por Gilberto Prado Galán en el Mapa del libro humano.
Lo que digo no lo digo para definir alguna influencia directa, sino para vislumbrar el territorio en el que podemos ubicar Fisiología del olvido. A caballo entonces entre el relato y el ensayo engañoso, Omar Nieto trabaja piezas con un estilo impecable, adecuado a sus temas: sobrio y poético a un tiempo, ajeno al patetismo pese a que sus historias muchas veces lo reclaman. Ahora bien, Fisiología... deja sentir dos zonas importantes en cuanto a la índole de sus relatos: la primera es ocupada por piezas del ya mencionado tono biográfico (“Fisiología de la epilepsia”, “Mary Shelley”, “John Faust”...) y la otra de rostro más fantasioso (“Romeo en Mantua”, “Thelesis”, “Aracne”, “El libro”...) y propicio para trabajar con alegorías sobre la belleza, el destino, la guerra, la fatalidad y otros.
Conservaré y recomiendo este libro singular, una prueba concreta de que la literatura mexicana sigue produciendo material harto estimable.

domingo, abril 17, 2011

Tyson contra Tyson



Hacia 1987 aproximadamente, Gilberto Prado Galán, Gerardo García Muñoz y yo rentamos una casa en la colonia Nueva Los Ángeles, de Torreón, para celebrar en ese recinto nuestros aquelarres literarios. El mobiliario era casi miserable: constaba sólo de una mesa, unos sillones y una estufa. Las habitaciones jamás tuvieron un mueble, pero no nos importó, pues sólo usábamos el área de la sala para conversar sobre literatura y, por supuesto, para beber.
Durante esos meses de gloria nos dimos el lujo de organizar también allí, con Saúl Rosales a la cabeza, las sesiones sabatinas del taller literario y no fueron escasos los visitantes que sumaron sus presencias y fueron testigos de los extraños saturnales. Desfilaron en ese nicho cómico-literario-musical, si mi recuerdo no miente, Enrique Lomas, Pablo Arredondo, Salvador García Cuéllar, Flavio Becerra, Miguel Teja Aranzábal y otros cuates, además de algunas chicas que pepenábamos en la calle o en las escuelas donde dábamos clases, esto con el utópico fin de conquistarlas, lo que jamás ocurrió de manera más o menos sistemática. Nos cooperábamos para la cerveza y las frituras, pero además yo llevaba comida que le pedía cocinar a mi mamá, y usaba la solitaria estufa para recalentar tandas de burritos u otras modestas viandas; nadie, por cierto, decía que no a la tragazón cuando ya calaba el hambre debido al fragoroso insumo etílico. Gracias, como ya observé, a que en algunas ocasiones convidamos chicas, hicimos la hombrada (éramos tímidos, por eso la califico así) de bailar cumbias gracias a una mugrosa grabadora de casetes. Gilberto se distinguió por emular con soltura los arabescos pasos de Rigo Tovar y yo por ejecutar una especie de pasito tuntún que hizo historia por su total falta de gracia.
El experimento arrendatario nos duró varios meses, tal vez poco más de un año. Después volvimos a los cafés públicos, a los bares del centro, y la casa de la Nueva Los Ángeles pasó al olvido. Un momento que jamás olvidaré, empero, ocurrió allí y se relaciona con el asombro literario: fue el encuentro con la Historia universal de la infamia, de Borges. Ya he contado en otra ocasión que Gerardo García llevó una tarde ese libro en la edición de bolsillo publicada por Alianza Editorial. La portada no podía ser más inquietante: un rostro deforme, con un ojo saltón y pavoroso, con unos pómulos como de chicle Totito corregido y aumentado, daba idea del contenido turbio que albergaba el misterioso libro. Gerardo nos recomendó leer en voz alta “El atroz redentor Lazarus Morell”, tal vez la mejor pieza del conjunto. Quedé deslumbrado. Reímos al tope con las malicias verbales del argentino, con su peculiar enfoque de la infamia, con su estilo imbatible.
Apenas pude, leí completo el libro y no me quedó duda de que estaba ante una obra maestra. Poco después cayó en mis manos el Ficcionario publicado por el FCE. Allí, en esa antología borgesiana, el charrúa Emir Rodríguez Monegal, autor de la selección y de las notas, apuntó algo que yo ignoraba hasta entonces: la deuda de Borges con Vidas imaginarias, del francés Marcel Schwob. Pasó un tiempo, hallé Vidas imaginarias en una librería de viejo y comprobé que la Historia universal de la infamia era un producto derivado, genial sí, pero derivado del de Schwob.
Ya con esos datos a la mano, un buen día de 1991, ¡hace veinte años!, leí una nota sobre el boxeador Mike Tyson (a quien yo admiraba como púgil) y la agresión que perpetró contra cierta chica en el entorno de un certamen de belleza. Investigué un poco más (no había internet, todo debíamos hallarlo en papel) y articulé a pujidos mi primera “vida imaginaria”. Luego escribí dos o tres más con el propósito de armar un libro, pero como ha sucedido y sucederá con tantos proyectos en mi vida, ya no le seguí.
Publiqué la versión original de “Tyson contra Tyson” en brecha, la revista que fundó Jorge Torres allá por 1990, y la desempolvo ahora, exactamente dos décadas después, con levísimas enmiendas. Obvio que ya no concuerdo con mi prosa de aquellos años, pero eso es otro asunto y es inevitable sentir algo de pena retroactiva. Va pues y gracias de antemano si tienen la gentileza de llegar hasta el final.

Tyson contra Tyson

Jaime Muñoz Vargas

Por el box que hemos compartido,
este trabajito es para Rogelio Muñoz, mi padre


La crápula del box
El tamaño de los escándalos y su entreveración periodística autorizan el funcionamiento de la máquina imaginativa. Si es así, imagino un poco en torno a la verdad que nos acercan las agencias noticiosas. Escribo sobre este boxeador porque su vida evidencia, si no me equivoco, la ruda y estrepitosa vida de los boxeadores con renombre, más populares precisamente por sus licencias y bestialidades fuera del cuadrilátero que por sus hazañas deportivas. Porque un detalle resulta irrebatible: los pugilistas con mayor arrastre han sido siempre los rebeldes, los irredentos fuera del encordado. Tal parece que el morbo público los persigue y ellos se obstinan en satisfacerlo. La fama de Jack La Motta, para ejemplo, creció por sus amoríos con modelos de pellejo cotizado. El éxito de Muhammad Alí aumentó por sus justificadas bravatas antimilitares y sus boconerías contra el que estuviera enfrente. En México, semillero de púgiles sin gobierno, el ejemplo de ejemplos lo tenemos en la vida relajada y anárquica del Púas Rubén Olivares, símbolo de la grandeza boxística y del valemadrismo civil. En la comarca lagunera, Sigfrido Rodríguez, grande del terruño, golpeaba borrachines en la zona de tolerancia luego de haberse liado con lo más peligroso de su división, como Alexis Argüello, el bombardero de Managua. Hay muchos casos de estrellato polémico, y para comprobarlo con una rápida enumeración basta recordar al Chango Casanova, al Mantequilla Nápoles, al Gato González, al Manos de piedra Durán, al Toro de las pampas Monzón, quien por cierto hoy purga sentencia por haber despachado a su esposa con dos o tres puñetazos criminales. El último caso fue, quizá, el del Maromero Páez, quien apretó de gente las arenas por el circo que montaba antes y después de los pleitos oficiales. Pero en el inicio de este año las páginas deportivas recogieron el sanquintín del tysongate. Por curiosidad, acerquemos la mirada al cuchitril.

Primera atmósfera de Mike
En las canallas avenidas del Bronx, eterna jaqueca de Nueva York, los negros, los blancos y los cuarterones emprobrecidos reputan al sector como una jungla cosmopolita. Desde que pelan los primeros ojos, los mocosos del Bronx cultivan los dogmas elementales de su bestial convivencia: agredir, defenderse, sobrevivir entre la hostilidad que acecha en los pliegues y las esquinas de concreto. En esta tierra sin dios e hirviente de crápulas, los motivos para el zafarrancho pueden ser mínimos (una miradita, un empujón) o máximos (una linda hembra, un resquemor pandilleril, un paquete de coca o marihuana). Los jóvenes aprenden rápido el tenor de sus existencias. Sobre las convulsas calles y en los matreros callejones la muchachada pule el hábito de la violencia y del desquite. Todavía niños, practican su religión: tirar la primera piedra antes de que el otro llegue y les parta su puta madre. Como buenos salvajes, en poco se diferencian de las más iracundas tribus amazónicas. El ocio no se permite y los adolescentes, en el baldío, en el bodegón, descubren la destreza del revólver y el cuchillo, descubren los secretos de su belicoso paso por el mundo. Aquí la maldad no descansa y hay que andar prevenidos. Como en el monte, nadie sabe qué peligros hay detrás del árbol o la roca. En el tráfago diario, muchos son asaltados, muchos son heridos, muchos se van al más allá debiéndola y temiéndola. La sangre es un habitante común en estos rumbos. Inocentes viejecillas ven a diario cómo vuelan sus bolsos en manos de un veloz escuincle. Señoritas castas pierden su doncellez a fuerza de apretujones y endilgado besuqueo. Hordas de caníbales urbanos se despedazan por la defensa de un territorio para las andadas. Jóvenes aún con espinillas amanecen por ahí, tirados y con una descortés puñalada en la espalda o un balazo rencoroso en la nuca. Alguna matanza numerosa ilustrará mejor que nada el calibre de los fervores asesinos que afaman al Bronx. El cinematógrafo, puntual cronista de nuestros tiempos, ha querido reflejar la contumaz inhospitalidad de esa selva (recordemos a Charles Bronson, el “vengador anónimo”, en busca de pelafustanes dentro de las madrigueras neoyorkinas). Por televisión, infinidad de episodios nos han enseñado las vicisitudes de un servicio policial permanentemente atareado en imponer su ley ante los jovenzuelos bárbaros. Las correccionales y los separos siempre tienen un superávit de visitantes sin deseos de escarmentar.
Pues bien, en ese mundo desordenado y perverso anda un negrillo que se distingue en su grupúsculo por muchas peculiaridades: una descomunal fuerza física, una valentía sin trabas y un ingente deseo de triunfos hamponiles. Además —y aunque apenas es adolescente— ya le cuadran las chamacotas y en más de una ocasión le ha tocado el trasero a cualquier caminante desprevenida. Mike, con sólo doce años, estima borrosamente que tiene dos grandes vicios, a saber: los pleitos a mano limpia y las mujeres (a mano limpia también). Aún ignora que su destino será generoso y le reserva infinidad de bofetadas y muchachas, en ese orden. En los guantes y en las faldas, respectivamente, estarán cifrados su ascenso y su caída.

Mike sale del excremento
Hasta los trece años, sólo era un negrillo más, vago y marrullero como tantos en los recovecos de Brooklyn, Harlem, Catskill o el Bronx. Su rastro genealógico es nebuloso, oscuro como su tez. Sabemos escasamente que Michael Gerard Tyson Smith arribó al mundo el 30 de junio del 66. Jim Kirkpatrick, padre olvidadizo o sinvergüenza, dejó su licor seminal en la madre de Mike y se largó a proseguir su labor de semental desobligado. Del señor Kirkpatrick queda sólo eso, un apellido que es mejor no recordar. Como muchas otras abandonadas y pobres, la señora Tyson poco pudo encarrilar las vidas de sus tres vástagos, entre ellas la del pequeño Mike. Así pues, mientras la triste señora pepenaba algunos sufridos dólares en donde fuera, los muchachos encontraron una tutora: la calle. Pronto la familia se desperdigó y Mike, sin saberlo siquiera, era ya un desorientado mocoso en la amplitud del méndigo universo. Estaba solo, absolutamente solo, y sin nada en los bolsillos, ni en la cabeza, ni en el corazón. Pero Mike poco lloraba con su vida telenovelesca. Al contrario, amaba la calle y le servía para desquitar, quizá inconcientemente, las injusticias que le impusieron desde su nacimiento. Apenas era un adolescente y ya su currículo delictivo, como pocos, demostraba su enorme potencial de vándalo citadino. Atracos, riñas e inmoralidades estaban asentados en la inverosímil ficha del muchacho. Aunque era el más joven de su banda, se dice que en los robos él era el encargado de sostener la amenazante pistola. De alguna manera, Mike llegó a negar lo anterior: “Por favor, no piensen que realmente era un criminal. Yo robaba, pero había otros que hacían cosas peores, como matar”. Con su característica sinceridad, Mike aceptó robos y demás, pero no permite que se le achaquen siniestros mayores, es decir, asesinatos, uso de armas letales. El negrito, es obvio, hacía vida callejera. Ahí, en la calle, comía, ahí dormía, ahí desahogaba sus menesteres orgánicos. Las banquetas y las casas abandonadas eran de su propiedad. Por sus tropelías, muchas veces lo enjaularon. Mike era visitante asiduo de reformatorios y separos policiacos. Cuando lo dejaban salir volvía a su rutina de pillajes. Los que lo conocieron en esas correrías llegaron a creerlo incorregible. Mike, por otro de sus ilícitos, fue internado en la Tyron School de Nueva York. Ahí su comportamiento caía en hondas depresiones, pero, de repente, su carácter entraba en profundas etapas de iracundia. Para controlar sus enfados era necesaria la fuerza de varios cuidadores que lo recluían en una celda solitaria hasta que bajaba la adrenalina al furibundo osezno. Paradójicamente, al entrar al internado Mike salió de la mierda callejera. La curiosidad, y su naturaleza agresora, llevaron a Mike a calzarse los guantes de boxeo. Entonces pasaba largas horas acostado en la cama de la correccional para menores. Soñaba con dos aspiraciones fijas: boxeo y mujeres. Pero cómo. Hasta que un buen día apareció su redentor, un manager sesentón llamado Constantino Cus D’Amato, quien remolcó a Mike hacia lugares menos pestilentes.

Box y buenos modales para Mike
Estamos en el gimnasio instalado en la azotea de la estación de policía de Catskill. Cus D’Amato observa cómo hacen rounds de exhibición algunos jóvenes detenidos por fechorías diversas. Sube al cuadrilátero un treceañero musculoso y chaparrón. D’amato hace una pregunta a un espectador contiguo. Le contestan que el muchacho ése responde al nombre Mike, lo han detenido más de cuarenta veces a sus trece años, está internado en la Tryon School y apenas comienza a practicar guantes. Cus, atónito, mira al negrito. Analiza sus movimientos, examina su reciedumbre, cata su agilidad, pondera su valentía. D’Amato, boquiabierto, hace cálculo mentales: aún espinilludo, el bisoño pugilista despacha —no despacha: fulmina— al flan que le pusieron como adversario. Bastaron dos rounds para finiquitar el compromiso. Luego Cus bisbisea un comentario al espectador vecino: “Él será campeón de peso completo. Si lo desea, lo será”. Cuando termina el pleito, Cus se acerca a Mike, le da unas palmadas de felicitación y suelta elogios a su capacidad. El joven es arisco, pero al final acepta su primera oferta, accede a salir del internado bajo la tutela de Cus D’Amato. En una casa con más de diez recámaras, Mike vive en compañía de Cus, quien se convierte en su entrenador, casi en su padre. Mike ahora está lejos de las inclementes barriadas donde pasó los años iniciáticos de la malditez. Olvida el frío y el hambre. Pasa el tiempo de la indefensión y agarra confianza. Ahora tiene un padre, un consejero, un amigo que le desbroza el camino antaño espinoso y hoy más transitable. Los robos y las pendencias empiezan a parecer asunto demasiado pretérito. D’Amato destuerce, poco a poco, el burdo trayecto vital de Mike, quien por primera vez recibe afecto y, por tanto, cumple las órdenes que le dirige su maestro don Cus. Mientras tanto D’Amato confirma el tino de su adquisición. El jovenzuelo ostenta presencia física, experiencia pendenciera, deseo de billetes y fotografías, y lo más valioso de todo: tiene los testículos muy bien colgados para el oficio de los puñetazos. El viejo manager consumó su proeza con Mike. Lo sacó de la caca delictiva y lo metió en el gimnasio. Ahí, con paciencia de relojero, Cus le inculcó los rudimentos del pugilismo y, lo más importante, impartió modales de urbanidad al ríspido prospecto. En el sudoroso gimnasio, el negrito percherón azotaba costales y peras locas, hacía boxeo de sombra, gemía con lagartijas y abdominales sin tregua. En las peleas de ensayo lucía sus sobrehumanas facultades para destrozar. “¡El jab, Mike, suelta el jab, suéltalo!” “¡Súbe la guardia, Mike, súbela, carajo!” “¡Muévete, muévete, cintura, cintura, cierra esa salida, bien, bien, Mike!” Hecho ya un mocetón de 18 años, el negrito poco quería saber de la técnica, el estilismo boxístico no lo desvelaba mucho. Él se sentía fajador y sólo quería pegar, acribillar, destruir con los nudillos a las peritas en dulce que le pusieran como oponentes. Lo más insólito de todo es que lo lograba. Sin ser un dechado de técnica en el tomaidaca propio del pugilismo, el negrito espantaba a sus rivales, los sparrings, en el cálido gimnasio. Pocos aceptaban medirse, aun en los entrenamientos, con ese artillero bárbaro que salió de quién sabe cuál escondrijo del suburbio neoyorquino. En resumen, Cus D’Amato había encontrado una joya para el deporte de las narices aplastadas; su nombre era Mike, un joven negro con alma de cavernícola, cabeza cúbica, ojos de matón, encías chimuelas, cuello de buey, pecho de Partenón, espalda de refrigerador, cintura de bailarín, piernas de rinoceronte, puños de trinitrotolueno y hartas ganas de hacer hartos billetes en la harto jugosa industria del boxeo. Los primeros pleitos oficiales comenzaron a llegar y Mike, sobre el encordado, no defraudaría ni a sus rivales, quienes al verlo cerca se arrugaban de terror.

Tyson enseña la macana
En la mansión de Catskill, Camilla Ewald, cuñada de Cus D’Amato, atiende al manager y al boxeador precoz. Los dos andan embobados por el pugilismo. En todo tiempo, Cus explica, aclara, describe los elementos finos del primitivo oficio, y Tyson escucha como si fuera un hijo-alumno. Conocida la índole feroz del muchacho, Cus sabe que de poco sirven los consejos que le da sobre elegancia y técnica. El descomunal martillo que dios le dio resuelve muchos problemas de adiestramiento. Tyson, siempre con ropa deportiva, de todas maneras procura perfeccionar sus movimientos sobre la lona. Hoy mejora su guardia, mañana su bendig, pasado su ritmo y perneo. Poco a poco el ex pillo localiza su verdadero futuro: el fajín de la máxima división universal. Cada rato, Cus le recuerda a su pupilo: “Serás el campeón de peso completo más joven de la historia”. Entonces el chamaco, a solas, le da rienda a la ilusión. ¿Qué significa ser monarca de peso pesado? Híjole, fama, coches, joyas, viajes, entrevistas; ¿y mujeres?, las que quiera; mujeres, las que se antojen. Cerraba el paréntesis de las esperanzas y seguía tupiéndole al entrenamiento bajo la asesoría del viejo D’Amato, sabio en esto de preparar combatientes para las grandes aventuras sobre el ring. Sólo en 21 meses Tyson despachó 27 peleas en el ámbito amateur; todas las ganó con insólita facilidad. Eso le dio un fabuloso margen para que trepara, sin más ni más, al profesionalismo. El 6 de marzo del 85 se inauguró en el boxeo pagado. Nadie le hizo caso al bisoño peleador. Los diarios de Albano, Nueva York, apenas mencionaron, en un rinconcito de papel, que Tyson derrotó por KO en el primer episodio a un tal Héctor Mercedes, combate preliminar de una función sin mucho condimento. Pero así comenzó su ruta formal hacia el trono. Las primeras actuaciones de profesional rápidamente lo instalaron como serio aspirante al cinturón pesado. En sus 16 peleas de arranque nadie le aguantó más de cuatro episodios. Tyson salía a masacrar al adversario y, con sólo dos años de labor convencedora, recibió el chance de disputar la corona de mayor quilataje a Trevor Berbick en Las Vegas. Cabe traer un detalle de valor: en el 85, a los 77 de su edad, murió Cus D’Amato; esto, lejos de amilanar a su educando, le imprimió mayores arrestos. A la memoria de Cus —el casi padre— Tyson dedicaría su carrera destructiva en el pugilismo venal. El 22 de noviembre del 86, a los veinte años, cuatro meses y 22 días de nacido, Tyson obtuvo el cinturón al aplastar, en el segundo asalto, a un Trevor Berbick que anduvo, por los macanazos, como zombi antes de que le salvaran la vida parando la pelea. El negrito de Catskill, así, se convirtió en el más joven campeón de peso máximo en la historia de la barreta. Fue entonces cuando la televisión y los periódicos le concedieron un lugar honorífico. La fama, los billetes, las ofertas y todo lo demás comenzaron a empalmarse en el impetuoso estrellato del ex vándalo. La vida, después de lo anterior, no resultaba tan mezquina como pintó al principio. Los anhelos de Tyson comenzaron a cristalizar con la supremacía universal en su división y alguna buena hembra serviría para celebrar el buen momento.

Todo para Tyson
El relumbrón de la gloria boxística le sirve a Tyson para ganarse el afecto de la gente. Sin inmiscuirse en política promueve a los negros, sus amados negros, tan discriminados todavía por tanto hijodeputa sin color. El campeón forma tumultos en plazas públicas, visita colegios como la madre Teresa y graba comerciales antidrogas. El ex pandillero incrementa su fama ya de por sí espléndida. Es un muchacho ejemplar y bla bla bla. Los reporteros y los cazautógrafos lo asedian. Por supuesto, Tyson no es precisamente un intelectual. Con su rústica expresión oral concede entrevistas y arranca sonrisas con sus ligeros desplantes de soberbia. Muestra que también sabe ser polémico, controversial, pomadoso y picante. Por estos meses, es el bienquerido, el bienamado de los cuadriláteros yanquis. En sus ratos libres —muy escasos— aumenta su cultura boxística. Asiste religiosamente a la filmoteca de Jim Jacobs y coteja, con entusiasmo de chiquillo, parte de los 26 mil filmes sobre peleas. Admira sobremanera los documentos en celuloide de Jack Dempsey, Henry Armstrong, Muhammad Alí y Roberto Durán, el Manos de piedra panameño. También le agradan, para entrenarse, los churros de karate, las películas de terror y las caricaturas que su infancia no conoció. Su odio de cinéfilo se lo reserva al Rocky hollywoodense de Stallone, boxeador de mentiritas. En ese trajín público-privado se dan sus defensas del cetro mundial. Y todo le daba fama al negrito: desde sus declaraciones chuscas hasta su turbio pasado, desde su animal fortaleza hasta su peculiar vestimenta sobre el ring: siempre de negro y sin calcetines. Luego de agenciarse el campeonato contra Berbick, Tyson conservó el fajín al derrotar al Quebratahuesos Smith, a Pinklon Thomas, a Tony Tucker, a Tyrrell Biggs. En el 88 cobró venganza por un ídolo de su niñez —Mohammad Alí— al aplastar al costal Larry Holmes, quien había despedazado “al más grande” algunos años ha. Después cayeron Tubbs (en Tokio), Spinks, Bruno y Williams. Vaya encumbramiento que alcanzó Tyson al final de los ochentas: 24 años y ya ganaba todo lo que quería con su imagen y sus puñetazos. El presente y el porvenir tenían lindos colores para el ex rufián del suburbio neoyorkino y nada, óigase bien, nada podría decolorar su jubilosa carrera como gladiador de los encordados. Por su ejemplo, el orbe lo respetaba y pocos le regateaban algún comentario de admiración o derroche de aplausos a su magnífica bestialidad bien encauzada, paradigma de la superación personal que tanto celebra el siempre insatisfecho consumismo gringo.

Zancadilla a Mike
Los noventa comenzaron con un mal augurio. El 11 de febrero, Tyson defendería su corona, en Tokio, contra un ilustre desconocido: James Buster Douglas. Los momios indicaban, con una lógica apegada a las fojas de los dos peleadores, que el monarca retendría el cinturón sin mayores complicaciones. El público japonés, uno de los pocos que pueden pagar las enormes bolsas que exige Tyson, se muestra ansioso de ver por segunda ocasión al monstruo de color. Platica con las geishas, enfrenta simuladamente a los luchadores de sumo, convive con los niños. No cabe duda alguna: es una celebridad, uno de los deportistas más famosos del momento. Y lo merece, caray. Horas antes del pleito, Buster Douglas recibe un telefonazo desde Estados Unidos: “Murió mamá”, le dicen. El retador, pues, trepa al cuadrilátero cargando la losa de aquella enorme pérdida. Eso lo sublima, lo enardece, lo acicatea para que consiga el triunfo frente a la piedra que es Tyson. La riña es pareja, aunque Tyson logra conectar algunos golpes que le dan ventaja en las puntuaciones. A la mitad del compromiso, un buen mandarriazo del campeón sacude al oponente; la campana salva a Buster. Tyson sigue metiendo las manos con cierta facilidad. Douglas, inspirado, enardecido hasta la heroicidad, resiste como los hombres el ladrillo de Tyson; éste se desespera, se desconcierta, pues ya surtió su mejor repertorio y nada, el retador sigue de pie, y lo peor, ahora parece que va para adelante sin importarle lo que den. El encuentro está sabroso y Octavio Meyrán, réferi mexicano, cumple como es necesario. Miles de espectadores en el planeta miran el zafarrancho y se mordisquean las uñas. En el último tercio de la batalla, Tyson, poco acostumbrado a las distancias largas, anda un tanto desmejorado. Por el contrario, Buster Douglas se encrespa y agiganta su condición. El retador, entonces, ve disminuido al monarca y aprovecha para meterle una ráfaga de guantes. Podemos imaginar lo que sigue en cámara lenta. Tyson baja demasiado la guardia; el cansancio demora su accionar. Buster se ve mandón, entero. Aplica un lancetazo criminal de derecha, luego un zurdazo asesino y Tyson acusa el efecto de aquellas puñaladas: visita, por vez primera en su trayecto deportivo, la desconocida lona. Meyrán le da la cuenta de protección. Tyson, mirada vidriosa, se levanta para que le vuelvan a surtir una fábrica de puños en el rostro. El réferi paró la refriega. Douglas miró al cielo para saludar a su madre recién ida y Tyson, aún alelado por la felpa, baja la cabeza en rictus depresivo. No conocía las zancadillas en este negocio; pues bien, mucho gusto. Cayó el invictísimo y su palmarés quedó con 37 victorias y una vergonzosa debacle. Así son las cosas, ya veremos cómo salir de este agujero.

Nueva campaña de Tyson
El trago acérrimo pasó en poco rato. El ex bandolero de Bronx subió de nuevo al cuadrilátero y en un año (de junio del 90 a junio del 91), salió airoso de cuatro compromisos. Tillman, Stewart y dos veces Ruddock fueron sus contrincantes. Tyson hacía campaña para enfrentarse al campeón del momento, otra maravilla, un negrote con finta diabólica llamado Evander Holyfield. La pelea entre estos dos gorilas se posponía y se posponía. La gente de Holyfield armaba cien excusas para soslayar el pleito de los gigantes, y Tyson, mientras tanto, esperaba y esperaba, haciendo pasadero el aburrimiento con el gasto de su fortuna y el entrenamiento a medio gas, hasta que este cabrón de Holyfield le diera la oportunidad de disputar la corona, para que se viera quién era quién.

Tyson pepena beldades
El principal vicio de Tyson, quizá su único vicio, ya lo dijimos, siempre fueron las chamacas. Una hembra con sus cositas bien puestas era capaz de derretir al ex rufián. Con sus millones probó de todo. Hoy salía con una trompudita y caderona, mañana con una flaca de buen ver. Prefirió siempre a las delgaditas de piel acanelada. Lo enloquecían las morenas aeróbicas, esas chuladas que con solo caminar le alborotaban las hormonas. Tenía muchísimo dinero y no cometió el error de enamorarse. Para qué, si había miles de beldades listas para caer victimadas por su voracidad de Casanova. Su ocio estaba regido, ahora, por una sola obsesión: mujeres, mujeres, más mujeres. Pero con todo y su platal, Tyson batallaba para encontrar la satisfacción de su apetito. Muchas preciosuras le guardaban algo de miedo. El millonetas era tosco, medio brutal y cínico. Pero ni modo, un buen regalo de Mike compensaba la rispidez con la que se conducía. Muchas pasaban por sus armas y quedaban contentas con el regalo que Tyson les alcanzaba. Se reconocía, él mismo, como un mujeriego empedernido, y le daba gusto serlo, y tener los billetes para serlo, por algo se partía la jeta sobre el ring, ¿o no? La fama seguía en excelente nivel y el negro musculoso viajaba en una de sus limosinas con los vidrios ahumados. En un hotel de Indianápolis estaba en la etapa de traje de baño el certamen Miss América Negra, que reunía a los mejores cuerazos de la raza en los Estados Unidos. Tyson se enteró y fue a merodear la pasarela de los forros. Por dentro, al ver aquel espectáculo, su apetito aumentó. Mira nomás aquélla; y que me dicen de ésta; y ésa otra qué bárbara. Conversó con algunas, hizo propuestas, mandó regalos. La que más le gustó fue una escultura llamada Desiree Washington, chula como ella sola, mamacita. Tyson trató de seducirla con sus encantos en metálico. La piropeó con fervor, le regaló alguna enceguecedora sortija. Luego Desiree, ingenua y pretenciosa, tonta o arribista, no sabemos, aceptó salir con Mike, tan gentil muchacho. Ambos se pasearon en la refulgente limosina. Cenaron lo mejor que se puede cenar. Charlaron entre risas y choque de champañas. Entonces Mike la invitó a la suite del hotel. Desiree, un poquitín atolondrada por el lujo, aceptó. Ya en la habitación los hechos se tornaron borrosos. Sabemos vagamente que Tyson quiso lo que todos quieres a esa hora. Desiree, dicen, se negó. Dicen también que Tyson, en el grado máximo de la calentura, forzó los acontecimientos y ultrajó las decencias de la señorita Washington. El boxeador cumplió su capricho y se largó, sobreentendiendo que la señorita ésa (¿cómo se llama?) había quedado contenta con el obsequio del famoso personaje. Pasaron unos meses y Tyson buscó nuevos amores, pasajeros y fortuitos, como era su estilo, el estilo de un campeón que no se anda con pendejadas sentimentales y esas musarañas.

Te hablan, Tyson
Patricia Gifford, jueza del Tribunal Superior del Condado de Marion en Indianápolis, mandó llamar al señor Tyson. La señorita Washington, bien asesorada, lo acusa de violador. De pronto, el destino del ex pendenciero se vuelve a oscurecer. Los acusadores sostienen que Tyson atacó sexualmente, el 19 de julio del 91, a Desiree W., jovencita de 18 años, hoy lastimada para siempre en su moral y etcétera etcétera. Tyson, con su conocida sinceridad, aceptó que era un mujeriego, y señaló que Descree sabía con quién andaba. “No la violé en ningún sentido de la palabra. Nunca me dijo que parara o que le estaba haciendo daño”, aclaró el boxeador ante la corte. Sin embargo, las evidencias presentadas por la parte acusadora parecieron más convincentes al jurado mixto de ocho hombres y ocho mujeres. Descree narró los pormenores que se dieron aquella noche en el cuarto 606 del hotel Canterbury. Mientras tanto, la opinión pública estaba cimbrada sobre el relato de los hechos. Se habló de fuerza bruta contra la pobre universitaria, de estupro, de sexo oral y groserías verbales. La defensa sostenía un solo argumento: la joven sabía con quién estaba y aceptó tener relaciones con el señor Tyson. Ella negó. Los acusadores embistieron y dejaron mal ubicado al titubeante Tyson. Esta pelea la estaba perdiendo. Después de unas semanas, el estira y afloja se resolvió el 26 de marzo, día de la decisión, día de la sentencia.

Seis a la sombra para Mike
Seis años a la sombra fue la condena para el rijoso. Tyson fue hallado culpable de violación y perversión criminales. Hubo pedidos de libertad bajo fianza, apelaciones, pero parece, en estas fechas, que Tyson tendrá que aburrirse entre las rejas de alguna cárcel, quiera o no. Todavía declaró: “Espero lo peor. No sé si podré afrontarlo”. Con sinceridad, y algo de cinismo, indicó: “Temo. Pero no soy culpable de este crimen. No le hice daño a nadie, no hubo ojos amoratados, no hubo costillas fracturadas”. Al final pudo decir: “Me gustaría disculparme con ella, pero no está aquí. Sé que mi comportamiento fue algo vulgar”. El 27 de marzo Tyson pasó su primera noche de cárcel en el reclusorio de Plainfield. Fue confinado solo en una celda debido a sus explosiones de cólera y “súbitos cambios de ánimo”. En 45 días le asignarán una cárcel permanente. Si tiene buena conducta podrían condonarle tres de los seis años que le enjaretaron. Pero no sabemos cómo se vaya a comportar. Nunca sabremos cómo reaccionará Mike. Por lo pronto tiene 25 años y no ha dejado de pensar en el boxeo (ni en las mujeres). En la sombra tendrá tiempo para ansiar como lo hacía en los reformatorios. Boxeo y mujeres, mujeres y boxeo, ¿qué más puede caber en la cabeza de Mike Tyson?

domingo, marzo 22, 2009

Tres vislumbres del espanto



No tengo la página a la mano y la memoria no me da para recordar el libro preciso donde leí aquellas palabras de Revueltas sobre el horror de la lepra y los lazaretos. No tengo a la mano la referencia, es verdad, pero sí muy vivo el recuerdo de aquellas páginas en las que el narrador duranguense observa la terrible enfermedad que se come desde afuera al ser humano, que lo deforma, que lo convierte en pesadilla viviente. El autor de El luto humano escribió aquellos dolorosos párrafos en un prólogo; allí bordea los grados de espanto a los que puede descender la condición humana cuando es acosada por una enfermedad como la lepra, esa carcoma que defeca el bacilo de Hansen. Y no exagero: aquellas fueron páginas que leí con una tristeza que escarba, palabras hechas de llano contenido, magistrales si lo que pretendían era permear al lector un sentimiento de infinita desdicha. Un genio, Revueltas, en aquellas páginas espesas de sufrimiento.
Unos años después me topé con una afirmación de Pitol; decía el poblano que el capítulo más conmovedor de La cruzada de los niños, de Marcel Schwob, era el “Relato del leproso”:
“Si deseáis comprender lo que quiero deciros, sabed que tengo la cabeza cubierta con un capuchón blanco y que agito una matraca de madera dura. Ya no sé cómo es mi rostro, pero tengo miedo de mis manos. Van ante mí como bestias escamosas y lívidas. Quisiera cortármelas. Tengo vergüenza de lo que tocan. Me parece que hacen desfallecer los frutos rojos que tomo; y creo que bajo ellas se marchitan las raíces que arranco. Domine ceterorum libera me! El Salvador no expió mi pálido pecado. Estoy olvidado hasta la resurrección. Como el sapo empotrado al frío de la luna en una piedra oscura, permaneceré encerrado en mi escoria odiosa cuando los otros se levanten con su cuerpo claro. Domine ceterorum fac me liberum: leprosus sum. Soy solitario y tengo horror. Sólo mis dientes han conservado su blancura natural. Los animales se asustan, y mi alma quisiera huir. El día se aparta de mí. Hace mil doscientos doce años que su Salvador los salvó, y no ha tenido piedad de mí. No fui tocado con la sangrienta lanza que lo atravesó. Tal vez la sangre del Señor de los otros me habría curado. Sueño a menudo con la sangre; podría morder con mis dientes; son blancos. Puesto que Él no ha querido dármelo, tengo avidez de tomar lo que le pertenece. He aquí por qué aceché a los niños que descendían del país de Vendome hacia esta selva del Loira. Tenían cruces y estaban sometidos a Él. Sus cuerpos eran Su cuerpo y Él no me ha hecho parte de su cuerpo. Me rodea en la tierra una condenación pálida. Aceché, para chupar en el cuello de uno de sus hijos, sangre inocente. Et caro nova fiet in die irae. El día del terror será mi nueva carne. Y tras de los otros caminaba un niño fresco de cabellos rojos. Lo vi; salté de improviso; le tomé la boca con mis manos espantosas. Sólo estaba vestido con una camisa ruda; tenía desnudos los pies y sus ojos permanecieron plácidos. Me contempló sin asombro. Entonces, sabiendo que no gritaría, tuve el deseo de escuchar todavía una voz humana y quité mis manos de su boca, y él no se la enjugó. Y sus ojos estaban en otra parte.
—¿Quién eres?, le dije.
—Johannes el Teutón, respondió. Y sus palabras eran límpidas y saludables.
—¿Adonde vas?, repliqué. Y él respondió:
—A Jerusalén, para conquistar la Tierra Santa.
Entonces me puse a reír, y le pregunté:
—¿Quién es tu Señor? Y él me dijo:
—No lo sé; es blanco.
Y esta palabra me llenó de furor, y abrí la boca bajo mi capuchón, y me incliné hacia su cuello fresco, y no retrocedió, y yo le dije:
—¿Por qué no tienes miedo de mí? Y él dijo:
—¿Por qué habría de tener miedo de ti, hombre blanco?
Entonces me inundaron grandes lágrimas, y me tendí en el suelo, y besé la tierra con mis labios terribles, y grité:
—¡Porque soy leproso! Y el niño teutón me contempló, y dijo límpidamente:
—No lo sé.
¡No tuvo miedo de mí! ¡No tuvo miedo de mí! Mi monstruosa blancura es semejante para él a la del Señor. Y tomé un puñado de hierba y enjugué su boca y sus manos. Y le dije.
—Ve en paz hacia tu Señor blanco, y dile que me ha olvidado.
Y el niño me miró sin decir nada. Lo acompañé fuera de lo negro de esta selva. Caminaba sin temblar. Vi desaparecer a lo lejos sus cabellos rojos en el sol. Domine infantium, libera me! ¡Que el sonido de mi matraca de madera llegue hasta ti, como el puro sonido de las campanas! ¡Maestro de los que no saben, libértame!”.
Más adelante leí “La isla de los resucitados”, del argentino Rodolfo Walsh; es un reportaje que está en El violento oficio de escribir. También se trata de una joya sobre la monstruosidad de la lepra, y termino con un fragmento de ese texto: “La zona de reclusión abarca unas diez hectáreas con veinte grandes pa­bellones. Un alambrado la separa del bajo o zona limpia, donde se dis­tribuyen los edificios de la administración y vivienda del personal sano. Con sus naranjos, sus palos borrachos, sus canteros de teresitas y penachos dobles, su césped cortado, el sanatorio parece un gran par­que. La edificación es excelente. Todo está limpio, cuidado, paradisía­camente ordenado.
—Pero vean primero lo peor —dijo el doctor Obregón, usando con nosotros una especie de psicología quirúrgica.
El pabellón de imposibilitados (cuarenta hombres y mujeres) era realmente lo peor, la desgracia sin atenuantes, la carne del hombre so­metida a una lenta explosión, que arranca acá una mano y allá un pie y termina rodeándose de fealdad, ceguera, desesperanza, locura. Por más que uno haga, es difícil aceptar el mal gratuito en su formidable apari­ción. Uno se pregunta qué espíritu ordenador pudo planear —permi­tir— una cosa como ésta. No hay réplica, por supuesto, y es preciso aferrarse a algunas reflexiones salvadoras, algunos tibios consuelos. (…)
—Este es el pasado —dijo el médico—. Son las reliquias de la era presulfónica”.