No
sólo las áreas de la salud, el comercio y la industria se vieron sorprendidas
por el inquietante y muy real fantasma del coronavirus. La educación, rubro no
menos importante de la vida social y económica, también acusó —y acusa todavía—
las tribulaciones que ha traído consigo la pandemia. El repentino paso de la
instrucción llamada “presencial” a otra en la modalidad a distancia no ha sido
fácil de habilitar y sostener. Por poderosa o tecnificada que haya sido hasta
marzo de este año, casi ninguna institución pudo evitar el shock motivado por el cese del contacto que supone la enseñanza
tradicional tras volcarse al sistema remoto de la digitalidad.
En
tal circunstancia, es casi heroica la labor de muchas escuelas públicas y
privadas metidas de golpe en otra manera de trabajar. Si bien se vieron en
dificultades, muchas instituciones ya tenían adelantados sus sistemas de
educación a distancia, aunque es verdad que no al cien por ciento, de ahí que en
el cierre del semestre hayan tenido que poner a tono, hasta donde les ha sido
posible, la estructura de sus tecnologías. Sé de grandes erogaciones no
programadas y de mil dificultades sorteadas para evitar el colapso del
semestre, y en este escenario fue de extraordinaria ayuda la disponibilidad de
los maestros y los alumnos, ejes de la labor educativa; se destruyó el mito de
que trabajar a distancia es más fácil y más llevadero, pues ha implicado un
esfuerzo sin precedentes para ellos.
El
caso específico de las escuelas públicas ha puesto en evidencia el rezago
tecnológico en el que vive la educación ofrecida por el Estado mexicano. Si
bien es cierto que la crisis de salud ha sido un evento inesperado (como en
sentido estricto son los “eventos”), sexenios y sexenios de desatención no sólo
han golpeado la infraestructura educativa, sino la herramienta de las
tecnologías de la información ahora imprescindible. Pese a esto, miles de
maestros en el país han sumado sus equipos personales, computadoras y
teléfonos, para evitar que los alumnos se queden sin acceso a los programas de
enseñanza. Es de esperar tras esto que los gobiernos federal y estatales
piensen en el insumo tecnológico como una prioridad cuya atención ya no admite
más demora.
Un
trabajo importantísimo en la coyuntura que cruzamos es el de las madres y los
padres de familia, sobre todo el de las primeras. Forzadas junto con sus hijos
al encierro, la mayoría tuvieron que habilitarse como maestras alternas, como
toreras que entraron al quite para colaborar con el magisterio formal. En este
momento nos preguntamos qué sería de la educación mexicana si no fuera por la
ayuda en casa de personas que se han convertido de repente en maestras y maestros
de sus hijos pequeños, en palancas de la docencia que por ahora no puede
ejercerse más que en las aulas del hogar.
Se
multiplicó el uso de la tecnología, pero más, y esto es mejor, del magisterio
familiar —materno en su mayoría— que casi habíamos olvidado y hoy vemos lo
mucho que gravita en la educación.