En
el lapso de la pandemia se han ido cinco artistas de nuestro contexto
espiritual tanto lingüístico como geográfico: el escritor brasileño Rubem
Fonseca, el escritor chileno Luis Sepúlveda, el cantautor español Luis Eduardo
Aute, el cineasta mexicano Gabriel Retes y, el jueves 30 de abril, el cantautor mexicano Óscar Chávez. Por cercanía
afectiva, sólo por eso, me detengo sólo en el último, en Óscar Chávez, a quien,
como sabemos, apodaron el Estilos en
la película Los Caifanes, de ahí el
encabezado de esta entrega.
Todo
fue rápido: el miércoles corrió por las redes la noticia de que lo llevaron a
un hospital con síntomas de coronavirus y el jueves se propagó la mala nueva de
su fallecimiento. Tenía 85 años, y detrás de él una carrera apabullante sobre
todo como intérprete de canciones no enmarcadas, por decirlo así, en la
orientación más recurrente del mercado. A contracorriente de las modas
impuestas sobre todo por la televisión, Óscar Chávez exploró la canción
política y una vertiente que en términos muy amplios puedo definir como
“histórica”; en ella se especializó en la difusión de antiguas y no tan
antiguas composiciones populares de América Latina, algunas totalmente
desconocidas u olvidadas, la mayoría hermosas.
Un
mérito importante de Óscar Chávez radica en su capacidad de trabajo: grababa
discos y se presentaba ante públicos con una frecuencia que a muchos hubiera
derrotado. Quizá por esto logró construir un público numeroso y fiel pese a que
en muy contadas ocasiones entroncó en la mercadotecnia al uso. Varias de sus
interpretaciones, de piezas propias o ajenas, son, al menos en México, casi
exclusivamente suyas, esto al grado de que sólo es posible imaginarlas con su
voz. Me refiero no a una ni a dos ni a diez ni a veinte canciones, sino a
muchas a las que marcó con el sello de su tesitura grave, seca, profunda, en
varios momentos zitarroseana.
Dicho
lo anterior, es imposible, para quienes lo seguimos con alguna proximidad, colocar “Hasta siempre”, la canción sobre el Che Guevara compuesta por Carlos
Puebla, en otra voz que no sea la de Chávez, y pasa lo mismo con “La niña de
Guatemala”, el poema de Martí, o con “Macondo”, “A Salvador Allende”, “Por ti”,
“Mariguana”, “Merceditas”, “ Mariana”, y en otras tantas canciones de nuestra
bolerística como “Perdón”, “Flor de azalea”, “La flor de la canela” (en
realidad un vals peruano) y “Lágrimas negras”, a las que también supo imprimir
el estilo del Estilos.
Termino,
para cerrar este breve aplauso, con un recuerdo. Hacia 2006 Óscar Chávez cantó
en Torreón. Al final fui a un restaurante con los amigos que asistimos a su
recital. Mientras cenábamos, el cantautor llegó acompañado de More Barret,
directora del Teatro Nazas, donde se había celebrado el concierto. Aproveché mi
amistad con More para acercarme a su mesa y saludar al visitante. No olvido la
cursilería que le infligí: “Gracias porque usted atravesó mi juventud”. Con
media sonrisa, como apenado, como cansado, afirmó levemente, y luego le pedí
una foto que por cierto ya no encuentro. Descanse en paz, maestro.