Sin
la debida competencia, desde el amateurismo total en conocimiento anatómico,
alguna vez, como cualquiera, he pensado en mi cerebro. Sé que está allí, cobijado
por mi cráneo, bullendo a su modo, e imagino que no tiene rasgos distintos a
los cerebros de mis congéneres. Pese a ser un cerebro común, me asombra
tenerlo, saber que es único y puedo pensar en él, y que a diferencia de todos
los demás engranes de mi cuerpo él es el único que tiene tal capacidad, la de
autopensarse. Un brazo no pude pensar que es un brazo, ni el corazón, ni el
meñique del pie izquierdo, ni una arteria. Todas las piezas que me articulan
como rompecabezas son importantes, pero el cerebro tiene un valor especial
porque es allí donde realmente habita, así sea de manera vacilante, insegura,
mi alma, mi conciencia de Ser (con mayúscula).
Nada
más terrible, por ello, que un cerebro obligado a pensar en sí mismo frente al
ascendente acoso de un tumor cerebral. En su libro Viaje alrededor de mi cráneo (Tusquets, 2019, 238 pp.), el escritor
húngaro Figyes Karinthy (1887-1932) narró esta debacle en “tiempo real”, desde
el primer aviso hasta que, salvadas mil circunstancias, pudo salir de un
quirófano sueco para reiniciar su vida en Budapest. Magistral de lado a lado,
es un relato que podemos ceñir al género de testimonio, aunque con una
peculiaridad: que era escrito para los lectores mientras el deterioro y la
atención médica iban ocurriendo. Karinthy, al sentir los signos inaugurales del
mal bajo la bóveda craneana, usa su columna periodística para describir con
detalle cada malestar y cada indicación de los especialistas. Para entonces ya
era un escritor célebre en su patria, de modo que los avatares de su cerebro
materialmente en jaque son leídos por el público con avidez.
Luego
de indagar en Hungría y Austria, Karinthy debe viajar con su esposa a
Estocolmo, Suecia, lugar donde se encontraba el más famoso médico en materia de
cerebros, el doctor Olivecrona. El paciente fue operado en una sesión que no le
pidió nada a las torturas de la inquisición, pero al final salió, si no como
nuevo, sí despojado del mal que lo agobiaba, aunque dos años después murió de
apoplejía.
Al
leer esta joya de libro en medio de la contingencia sanitaria de la que, se
dice, no saldremos siendo los mismos, varias afirmaciones de Karinthy me insinuaron
una especie de camino para lo que viene luego del Covid-19: “Así fue como pude
entender que lo que toca a continuación no es aspirar al máximo sino saber
esperar el mínimo con que reemprender la vida”.