No
escasean los artistas, y entre ellos los escritores, acostumbrados a vivir en
una especie de competencia para demostrar que son los chicos más malos del
barrio, que si algo les sobra es exactamente calle. Su obsesión por hacerse los
que ya vienen de regreso de todo es tanta que en cualquier conversación no hay
para ellos realidad del inframundo cuyos pliegues desconozcan. Todo lo que de
nefasto hay en la vida ya lo gozaron/padecieron, y nadie puede enseñarles nada.
Conocí a uno, baste este triste ejemplo, a quien le noté un tic automático:
bastaba que en las charlas alguien hablara de su encuentro con alguna mujer
ocasional para que aquél asegurara haber fornicado con media zona de
tolerancia, o que cualquiera hablara de su primera experiencia con la mariguana
para que aquél lo masacrara con la certeza de ser cliente distinguido del cártel
de Sinaloa. Una vez, recuerdo, dije que me gustaba la lucha libre y pronto me
dejó caer encima su amistad con todos los luchadores del país, desde Gory
Guerrero a la fecha. Era invencible y envidiable, casi un burócrata de la vida
raspa, y junto a él uno parecía tener menos calle que Venecia.
Ahora,
en el enclaustramiento de los días presentes, he repensado en la disyuntiva
calle o libro. No me parece ilógica la reaparición de tal águila o sol, pues si
de algo carecemos en este momento es de la posibilidad de vagabundear, de
absorber vida y desaburrimiento en la calle, así que, en el mejor de los casos,
estamos condenados a la experiencia vicaria de los libros y las películas.
Alejandro
Dolina alguna vez fue interrogado sobre el tema en una de las incontables
entrevistas en las que es posible escucharlo vía internet. Pusieron el asunto en
la mesa y esgrimió su opoción por las universidades; lo enseñado en la calle se
aprende en media hora, dijo. Yo añadiría que no sólo el conocimiento callejero
es generalmente fácil de asir, sino que además obtenerlo es casi inevitable.
Con salir de casa, así sea a la esquina con los amigotes, uno comienza a
dominar el arte de escupir con puntería o de eructar o de poner apodos, mientras que el
otro, el planteado por las aulas y los libros, demanda un esfuerzo más terco y
hasta cierta sistematización del proceso.
En
mi caso no elegí la calle porque cuando la atravesé fue sin querer y sin saber
que sus guiños me iban a servir para escribir ciertos textos, algunos en cuyas
tramas desfilan personajes y atmósferas no necesariamente vinculadas a la vida
académica o literaria. La calle me fue dada, en suma, gratis. A los libros y a
las aulas accedí de otra manera, luchando primero con timidez, luego con un
poco de mayor seguridad y al final, hoy, con un gusto que casi parece natural
aunque se trata de un constructo basado en el autodidactismo. Así entonces, entre
los libros y la calle resuelvo de manera simple: prefiero ambos.