Se necesita ser un verdadero amarguete para no
disfrutar al menos algunas pizcas del humor que hoy cunde en las redes. En el envés de la
pandemia y debido al encierro forzoso se ha agudizado la tendencia a dejar en
las manos de la gente común, y ya no tanto en las de los comediantes
profesionales, la labor de hacer reír ora con la creación de un meme, ora con
la narración de un chiste, ora con un sketch,
ora con la filmación accidental de un hecho jocoso. También como pandemia, pero
ésta de gracejadas, el mundo es testigo de una democratización del humor que
sin duda se ha convertido en paliativo de los días en el claustro.
Se dirá, con razón, que tanto humor desactiva
—si los tuvo alguna vez— los radares críticos de la sociedad, que por
habituarse a chapotear en el mar de los memes el ciudadano de a pie tiende a
frivolizarlo todo, a limar importancia a lo fundamental y encumbrar lo hueco. Esto
es verdad, tan verdad como el hecho no menos evidente de que el humor y las
nuevas tecnologías han abierto una trinchera crítica a la población que antes
sólo disponía del pariente o del amigo para escuchar una ocurrencia por lo común
insustancial, pero también frecuentemente cargada de acidez contra el poder.
Tales ocurrencias tienen en este tiempo la posibilidad de alcanzar mayores
públicos y por lo bajo reflejan apetencias, frustraciones, idiosincrasias tan
profundas que no sería ocioso analizarlas con una mirada antropológica.
Si ya la oferta de internet había mellado el
peligroso filo de la televisión en su formato noticioso tradicional, el espacio
de entretenimiento fue el siguiente ítem devorado por el alud de las redes. Las
telenovelas, otrora reinas de la pantalla, han quedado reducidas casi a polvo,
y los programas humorísticos que entronizaron a muchos comediantes son, en este
momento, una pálida sombra de su antiguo boom.
He encontrado tres razones (aunque de seguro no
son todas) para explicarme este fenómeno, el de la caída en desgracia de los
programas cómicos: 1) La posibilidad, que no ha tenido la tele, de manejar un
lenguaje de calibre más picoso, con maldiciones e incluso obscenidades; 2) El
poder de circulación que ha permitido la difusión/recepción de chistes (les
llamo así, genéricamente) a cualquier hora y en cualquier lugar, a diferencia
del horario de la tele siempre restringido incluso a la llamada “barra cómica”
que por lo regular era transmitida durante las noches; y 3) La limitación
creativa, pues mientras un programa cómico de televisión dependía de uno o dos
libretistas, en la jungla de las redes todos los usuarios de un celular son
potenciales guionistas, actores, productores y divulgadores de sus ocurrencias,
lo que multiplica casi al infinito el número de gracejadas en permanente flujo.
En las redes hay humor de todo, la mayoría
ciertamente fallido o estúpido, pero no falta que a diario nos lleguen dos o
tres muy buenas píldoras para hacer reír, y esto del humor, dado que estamos
encerrados y con la cabeza en ebullición, es hoy una pandemia en medio de la
pandemia.