Ahora que por el ritmo
lento de las horas en reclusión he acomodado libros casi con meticulosidad de
relojero, recordé dos trucos bibliográficos que jamás he compartido. No son, en
estricto sentido, trucos. Los llamo así por llamarlos de algún modo, sólo porque
ambos me han funcionado dentro del aula como si lo fueran. El primero, al que
llamo “truco del estilo”, fue descrito en un cuento como ingrediente de la trama,
y consiste grosso modo en desafiar a
los alumnos para que cada uno busque un trozo literario de entre diez autores.
Los alumnos hacían la tarea y en la clase siguiente leíamos cada fragmento sin
que yo supiera el nombre del autor. Gracias al estilo, yo reconocía al hacedor
del texto citado. En mi relato, el protagonista describe de la siguiente forma
la sencillez o la maña del asunto: “Es un viejo juego en el que casi siempre
gano, pero porque tiene una trampita. Los escritores que doy en la lista son
mis favoritos y los reconozco a la primera, con el puro oído. Quevedo, Borges,
Carpentier, Cervantes, Cortázar, Rulfo, Vargas Llosa, Arreola, Reyes... todos
son muy reconocibles para mí”.
El otro es más fácil,
aunque aparenta no serlo, y puedo denominarlo “truco de la bibliografía”. En
cualquier clase de literatura pido de sorpresa a los alumnos que elaboren una lista
con diez autores, y al lado el título de alguno de sus libros y la editorial
que lo puso en órbita. El reto parece desmedido, y de hecho lo es, pues el
resultado general ante la solicitud fue siempre precario: el alumno más
adelantado anotaba quizá diez autores distintos, pero sólo tres libros y con
total frecuencia ninguna editorial. Luego de demostrar que la memoria
bibliográfica no es lo más popular entre la gente, no faltaba que algún
estudiante me preguntara qué podía responder yo ante tal prueba. Si nadie
preguntaba, mi deber era insinuar un posible resultado. En ese momento les
decía que diez autores, libros y editoriales eran pocos, así que podíamos subir
la cifra a cincuenta. Luego enmendaba y proponía cien. No conforme, aseguraba
que ante ellos podía, en el pizarrón, enlistar doscientos. Parecía increíble,
pero no lo era. La trampa consistía en responder con el siguiente
procedimiento: tomo un autor, digamos García Márquez, y a continuación enumero
quince o veinte de sus libros, los que pueda recordar, y al final sólo digo que
todos fueron publicados por editorial Diana. De esta manera, con un ítem podía
despachar veinte renglones, y por tal camino fácilmente era viable llegar a
doscientos autores, títulos y editoriales. No es tan difícil si uno ha estado
en esto muchos años, y hoy que sacudo y acomodo libros casi siento que estoy
entrenando para volver a esos dos trucos.