En
un libro que después espero reseñar, el húngaro Frigyes Karinthy narró una
experiencia que lo puso al borde de la muerte, cuando de joven decidió cruzar
el Danubio y en algún momento se dio por vencido. Casi resignado a ahogarse,
oyó los ladridos de un perro que sin darse cuenta lo había seguido; esto lo
hizo recobrar cierta conciencia que lo ayudó a llegar —y el angustiado perro tras él— a
la otra orilla.
En
esta época de tanta muerte producida por un bicho invisible, y tras leer el
pasaje de Karinthy, recordé los cuatro o cinco momentos en los que vi pasar muy
cerca a la huesuda. Todos tienen la característica de haberse dado en
situaciones ordinarias, nada heroicas, y al parecer no me dejaron otra marca
que no sea su esporádica reaparición en pesadillas.
La
primera se dio en la secundaria. Como todas las tardes, salí de estudiar e
igual que muchos compañeros esperé el camión afuera de la escuela, sobre el
bulevar Miguel Alemán. Aquella vez, no sé por qué, caminé al centro del bulevar
y me coloqué de espalda a la malla ciclónica que divide los carriles. En ésas
estaba cuando pasó un ómnibus zumbante al lado mío: juro que me rozó la ropa,
que si me adelantaba cinco centímetros no estaría contando esto.
Otra
casi muerte se dio a la mitad del río en el parque Raymundo de Ciudad Lerdo.
Nadaba, el agua estaba muy fría y espesa, no tocaba el fondo y ninguno de mis
amigos estaba cerca. En eso sentí un calambre atroz en la pantorrilla, tan
fuerte que me paralizó. Era buen nadador, pero allí estaba perdido, pues había
corriente y mi pierna se había convertido ya en una dolorosa piedra. Tiré un
par de brazadas sin sentido y antes de que el cuerpo no reaccionara más, sentí
el fondo lodoso. A pequeños brincos de un solo pie avancé a la orilla y cuando
al fin salí tuve que esperar como media hora para que el dolor cediera por
completo.
También
cerca de la adolescencia, como a los 16, fui con cierto amigo a un barrio bravo de
Torreón. Andaba cayéndole a una chica y me dijo que lo acompañara
porque iba a darle un regalo. Al llegar me pidió que lo esperara cerca de la casa donde
ella vivía. La tarde ya casi era noche, me senté por allí, en el cordón de la
banqueta, y mientras veía hacia adelante sentí un objeto sólido en la nuca y oí
una palabra: “Quiubo”. Al voltear, un tipo algo mayor que yo me apuntaba con
una pistola. Preguntó algo, no entendí qué, y mientras yo encontraba una
respuesta, mi amigo ya venía en camino con un conocido suyo. El conocido dio una
orden y el de la pistola se fue. Todavía es hora en la que pienso que el arma
era de juguete, pero no podría asegurarlo.
Más
grande, como de 18, fui con la palomilla a comprar una barra gigante de hielo
para la fiesta de un amigo. La treparon a la troca y allí la barra, por el
movimiento del vehículo, se deslizaba sin piedad hacia las piernas de quienes
íbamos sentados en la caja. Era inmensa y amenazante. En una vuelta se me vino
encima y me golpeó las piernas, el dolor me hizo soltar las manos del borde y por
inercia casi caigo de espalda, pero al final, haciendo palanca con el hielo que
aprisionaba mis piernas, logré resujetarme.
Hoy
que la muerte, ese eterno misterio, nos ronda en silencio, pienso en lo
frágiles que somos. En todos lados nos acecha el último segundo.