miércoles, abril 15, 2020

Algunas muertes posibles














En un libro que después espero reseñar, el húngaro Frigyes Karinthy narró una experiencia que lo puso al borde de la muerte, cuando de joven decidió cruzar el Danubio y en algún momento se dio por vencido. Casi resignado a ahogarse, oyó los ladridos de un perro que sin darse cuenta lo había seguido; esto lo hizo recobrar cierta conciencia que lo ayudó a llegar y el angustiado perro tras él a la otra orilla.
En esta época de tanta muerte producida por un bicho invisible, y tras leer el pasaje de Karinthy, recordé los cuatro o cinco momentos en los que vi pasar muy cerca a la huesuda. Todos tienen la característica de haberse dado en situaciones ordinarias, nada heroicas, y al parecer no me dejaron otra marca que no sea su esporádica reaparición en pesadillas.
La primera se dio en la secundaria. Como todas las tardes, salí de estudiar e igual que muchos compañeros esperé el camión afuera de la escuela, sobre el bulevar Miguel Alemán. Aquella vez, no sé por qué, caminé al centro del bulevar y me coloqué de espalda a la malla ciclónica que divide los carriles. En ésas estaba cuando pasó un ómnibus zumbante al lado mío: juro que me rozó la ropa, que si me adelantaba cinco centímetros no estaría contando esto.
Otra casi muerte se dio a la mitad del río en el parque Raymundo de Ciudad Lerdo. Nadaba, el agua estaba muy fría y espesa, no tocaba el fondo y ninguno de mis amigos estaba cerca. En eso sentí un calambre atroz en la pantorrilla, tan fuerte que me paralizó. Era buen nadador, pero allí estaba perdido, pues había corriente y mi pierna se había convertido ya en una dolorosa piedra. Tiré un par de brazadas sin sentido y antes de que el cuerpo no reaccionara más, sentí el fondo lodoso. A pequeños brincos de un solo pie avancé a la orilla y cuando al fin salí tuve que esperar como media hora para que el dolor cediera por completo.
También cerca de la adolescencia, como a los 16, fui con cierto amigo a un barrio bravo de Torreón. Andaba cayéndole a una chica y me dijo que lo acompañara porque iba a darle un regalo. Al llegar me pidió que lo esperara cerca de la casa donde ella vivía. La tarde ya casi era noche, me senté por allí, en el cordón de la banqueta, y mientras veía hacia adelante sentí un objeto sólido en la nuca y oí una palabra: “Quiubo”. Al voltear, un tipo algo mayor que yo me apuntaba con una pistola. Preguntó algo, no entendí qué, y mientras yo encontraba una respuesta, mi amigo ya venía en camino con un conocido suyo. El conocido dio una orden y el de la pistola se fue. Todavía es hora en la que pienso que el arma era de juguete, pero no podría asegurarlo.
Más grande, como de 18, fui con la palomilla a comprar una barra gigante de hielo para la fiesta de un amigo. La treparon a la troca y allí la barra, por el movimiento del vehículo, se deslizaba sin piedad hacia las piernas de quienes íbamos sentados en la caja. Era inmensa y amenazante. En una vuelta se me vino encima y me golpeó las piernas, el dolor me hizo soltar las manos del borde y por inercia casi caigo de espalda, pero al final, haciendo palanca con el hielo que aprisionaba mis piernas, logré resujetarme.
Hoy que la muerte, ese eterno misterio, nos ronda en silencio, pienso en lo frágiles que somos. En todos lados nos acecha el último segundo.