jueves, diciembre 18, 2014

Voz del campo













Claro que no todo es ganancia en este mundo caracterizado por la omnipresencia de los medios de comunicación. Uno de los daños que provoca la ubicuidad y sobre todo la monopolización de los mensajes —esto lo ha visto muy bien Subirats— es el aplanamiento de las diferencias culturales. Mientras el aislamiento del pasado permitía el desarrollo espontáneo de culturas muy diversas, en la actualidad es cada vez más marcada la estandarización a la que llevan los medios, una estandarización que tiene como meta, los sabemos, el consumo, nuestro masivo tributo al mercado.
Pese a esto, es todavía más que posible acceder a hombres y mujeres distintos, casi todos muy entrados en años, para hallar en ellos el sabor de otras mentalidades, la huella de formas distintas de entender la realidad. Sé por ejemplo que en La Laguna hay ancianos que no leyeron, que jamás hablaron por teléfono y que acaso nunca tocarán siquiera una computadora, y por lo tanto son sabios de una manera ajena a lo que para nosotros es la sabiduría. Ese mundo rural de los viejos, por esto, es el que mejor ubico como modelo de lo aquí dicho: lejos de parecerme mínimo, insustancial, inútil, en él encuentro rasgos que lo distinguen por completo de lo que habitualmente nos roza, una profundidad ética que en otros contextos se ha extraviado o perdido definitivamente.
Voy a traer un ejemplo literario un tanto lejano, pero muy ilustrativo, de lo que ando queriendo decir. Es la letra de la canción “El alazán”, de Atahualpa Yupanqui. Como sabemos, este artista argentino jamás negó su pasado campero, su juventud errante en la inmensidad de la pampa. Sus canciones reflejan, por ello, la mentalidad del llamado “paisano”, del hombre que en su sencillez atesora un concepto de la vida que se ciñe con solidez a ciertos valores hoy extintos, o casi extintos, en el mundo. En este caso es la relación amistosa, casi fraterna, con el animal doméstico, relación que siempre es más difícil hallar entre el hombre de la ciudad y sus animales próximos.
La canción arranca con una descripción del caballo en la que se hace énfasis en dos imágenes relacionadas con lo ígneo, símbolo de la pasión:

Era una cinta de fuego,
galopando, galopando.
Crin revuelta en llamaradas,
mi alazán, te estoy nombrando.

El remate de la estrofa fue celebrado nada menos que por Borges, quien alguna vez le comentó a Bioy Casares, su amigo, el hermoso color de aquel vocativo. El más grande escritor de América Latina entendía muy bien que nombrar es dar entidad, “materializar” lo nombrado, de ahí el tino de Yupanqui al repetir esa frase para hacer notar que el caballo seguía de alguna manera vivo no sólo en el recuerdo, sino también en la realidad gracias a la palabra dicha en voz alta: “mi alazán, te estoy nombrando”.
El compositor menciona luego los trajines vividos con el caballo, su integración estricta con el animal:

Trepó las sierras con luna,
cruzó los valles nevando.
Cien caminos anduvimos,
mi alazán, te estoy nombrando.

En las dos estrofas intermedias habla sobre el accidente del alazán y su agonía en un barranco. El conmovido diminutivo suena a autorreclamo, a dolor por no haber estado allí para consolarlo:

¿Qué oscuro lazo de nieve
te pialó junto al barranco?
¿Cómo fue que no lo viste?
¿Qué estrella andabas buscando?

En el fondo del abismo,
ni una voz para nombrarlo.
Solito se fue muriendo,
mi caballo, mi caballo.

Lo que sigue es el vacío para el jinete. El tala es un árbol y el abatimiento por la ausencia del caballo está reforzado con las imágenes del morral y del corral. De nuevo, el poeta lo “corporiza” al nombrarlo:

En una horqueta del tala
hay un morral solitario
y hay un corral sin relinchos,
mi alazán, te estoy nombrando.

Finalmente, el jinete remite al animal hacia un espacio que por la tradición sólo reservamos al ser humano: el cielo. Lo hace con una imagen inmejorable, imaginando a su caballo en lo que mejor hacía: galopar.

Si como dicen algunos,
hay cielos pal buen caballo,
por ahí andará mi flete,
galopando, galopando.

El profundo sentido de respeto a la vida, la amistad, el agradecimiento, la nostalgia, todo esto se mezcla en una milonga que aparentemente no guarda mayor jiribilla. Pero sucede lo contrario: trae debajo la voz del campo, un mundo que ya casi no vemos por el ruido que produce la cultura dominante y sus banalidades.