Claro
que no todo es ganancia en este mundo caracterizado por la omnipresencia de los
medios de comunicación. Uno de los daños que provoca la ubicuidad y sobre todo
la monopolización de los mensajes —esto lo ha visto muy bien Subirats— es el
aplanamiento de las diferencias culturales. Mientras el aislamiento del pasado
permitía el desarrollo espontáneo de culturas muy diversas, en la actualidad es
cada vez más marcada la estandarización a la que llevan los medios, una estandarización
que tiene como meta, los sabemos, el consumo, nuestro masivo tributo al
mercado.
Pese
a esto, es todavía más que posible acceder a hombres y mujeres distintos, casi
todos muy entrados en años, para hallar en ellos el sabor de otras mentalidades,
la huella de formas distintas de entender la realidad. Sé por ejemplo que en La
Laguna hay ancianos que no leyeron, que jamás hablaron por teléfono y que acaso
nunca tocarán siquiera una computadora, y por lo tanto son sabios de una manera
ajena a lo que para nosotros es la sabiduría. Ese mundo rural de los viejos,
por esto, es el que mejor ubico como modelo de lo aquí dicho: lejos de
parecerme mínimo, insustancial, inútil, en él encuentro rasgos que lo
distinguen por completo de lo que habitualmente nos roza, una profundidad ética
que en otros contextos se ha extraviado o perdido definitivamente.
Voy
a traer un ejemplo literario un tanto lejano, pero muy ilustrativo, de lo que
ando queriendo decir. Es la letra de la canción “El alazán”, de Atahualpa Yupanqui.
Como sabemos, este artista argentino jamás negó su pasado campero, su juventud
errante en la inmensidad de la pampa. Sus canciones reflejan, por ello, la
mentalidad del llamado “paisano”, del hombre que en su sencillez atesora un
concepto de la vida que se ciñe con solidez a ciertos valores hoy extintos, o
casi extintos, en el mundo. En este caso es la relación amistosa, casi fraterna,
con el animal doméstico, relación que siempre es más difícil hallar entre el
hombre de la ciudad y sus animales próximos.
La
canción arranca con una descripción del caballo en la que se hace énfasis en
dos imágenes relacionadas con lo ígneo, símbolo de la pasión:
Era una cinta de fuego,
galopando, galopando.
Crin revuelta en llamaradas,
mi alazán, te estoy nombrando.
El
remate de la estrofa fue celebrado nada menos que por Borges, quien alguna vez
le comentó a Bioy Casares, su amigo, el hermoso color de aquel vocativo. El más
grande escritor de América Latina entendía muy bien que nombrar es dar entidad,
“materializar” lo nombrado, de ahí el tino de Yupanqui al repetir esa frase
para hacer notar que el caballo seguía de alguna manera vivo no sólo en el
recuerdo, sino también en la realidad gracias a la palabra dicha en voz alta:
“mi alazán, te estoy nombrando”.
El
compositor menciona luego los trajines vividos con el caballo, su integración
estricta con el animal:
Trepó las sierras con luna,
cruzó los valles nevando.
Cien caminos anduvimos,
mi alazán, te estoy nombrando.
En
las dos estrofas intermedias habla sobre el accidente del alazán y su agonía en
un barranco. El conmovido diminutivo suena a autorreclamo, a dolor por no haber
estado allí para consolarlo:
¿Qué oscuro lazo de nieve
te pialó junto al barranco?
¿Cómo fue que no lo viste?
¿Qué estrella andabas buscando?
En el fondo del abismo,
ni una voz para nombrarlo.
Solito se fue muriendo,
mi caballo, mi caballo.
Lo
que sigue es el vacío para el jinete. El tala es un árbol y el abatimiento por
la ausencia del caballo está reforzado con las imágenes del morral y del
corral. De nuevo, el poeta lo “corporiza” al nombrarlo:
En una horqueta del tala
hay un morral solitario
y hay un corral sin relinchos,
mi alazán, te estoy nombrando.
Finalmente,
el jinete remite al animal hacia un espacio que por la tradición sólo
reservamos al ser humano: el cielo. Lo hace con una imagen inmejorable,
imaginando a su caballo en lo que mejor hacía: galopar.
Si como dicen algunos,
hay cielos pal buen caballo,
por ahí andará mi flete,
galopando, galopando.
El
profundo sentido de respeto a la vida, la amistad, el agradecimiento, la
nostalgia, todo esto se mezcla en una milonga que aparentemente no guarda mayor
jiribilla. Pero sucede lo contrario: trae debajo la voz del campo, un mundo que
ya casi no vemos por el ruido que produce la cultura dominante y sus banalidades.